Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1993 - Ciclo A

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN

Es difícil imaginar lo que en el siglo VI antes de Cristo significó, para los pocos judíos que habían subsistido, el verse desterrados en Babilonia, en el actual Irak.

Toda su espiritualidad y su orgullo se habían fundado en la Alianza que decían haber pactado con su Dios, Jahvé, antigua divinidad sinaítica. Ese Dios les había garantizado protección, les había asegurado la tierra prometida, se había instalado en el templo de Jerusalén, y había jurado que el trono de la dinastía davídica subsistiría para siempre.

Pero ahora, en el destierro, quedaban definitivamente atrás, como sueños ilusos, todas esas promesas: las magnificencias de David y Salomón, la brillantez del templo, la feracidad de la tierra amada, las blancas y espléndidas murallas de Sión.

Todo había quedado destruido, arrasado. Primero por los asirios, finalmente por los babilonios. Años de sitios, de hambrunas, de pestes, de miserias, con el territorio judío constantemente recorrido por el saqueo de las tropas egipcias, la crueldad refinada y terrible de los asirios y la aceitada máquina de guerra babilónica. De las ciuda­des no quedaba piedra sobre piedra, los campos cultivados tiempo ha que se habían convertido en yermos pisoteados por los conquistadores, los hermosos bosques de Judea talados para siempre por la necesidad de los cercos y bloqueos y las construcciones militares.

En realidad es desde entonces hasta los tiempos actuales que Is­rael ha presentado a los visitantes su aspecto desértico y desnudo.

También las tierras de asirios y babilonios, continuamente en­frentados entre si, y asediados por arameos, caldeos, frigios, escitas, cimerios, medos y árabes, habían sufrido los embates de la lucha. Aún Nínive y la misma Babilonia habían sido arrasadas, y apenas reconstruidas malamente.

Pero no solamente se veían en la tierra las cicatrices del es­panto de la guerra: también los hombres, en sus almas y en sus cuer­pos, llevaban encarnado el dolor de las contiendas. Las imágenes ta­lladas en la roca y las crónicas de la época, hablan de horribles matanzas, pavorosas torturas, suplicios inimaginables. El más pequeño delito, la más tenue rebeldía implicaba castigo feroz. Era cotidiano encontrarse con hombres y mujeres de narices mutiladas, desorejados, castrados, mancos, arrancadas sus lenguas... Y, peor aún: tanto asi­rios, como babilonios, como egipcios, habían inaugurado la costumbre tremenda de usar esclavos para las tareas más penosas y degradantes. El ejército requería a los hijos de la tierra para las armas, y sus lugares vacíos debían ser llenados por cautivos y por siervos. En esclavitud anónima, terrible, la de los grandes números, la de los gal­pones atestados de hombres, en confusión promiscua, solo descansados y alimentados apenas para poder trabajar, de sol a sol, sin domingos ni tregua. Y, también, continuamente escarmentados.

Parecía que la humanidad toda clamaba de desesperación frente a un destino tan miserable, tan tremendo. En medio de esa pesadilla era fácil que surgieran concepciones del mundo tétricas, pesimistas... Los antiguos mitos relataban que la tierra había sido formada por los dioses para castigo, burla y servidumbre de los hombres; que el mundo era una inmensa cárcel, un lugar de miseria, gobernado por divinidades ca­prichosas, malignas, sádicas, demoníacas.

Amén de la penosa situación que se vivía, ni siquiera de sus di­vinidades sacaban consuelo aquellos hombres, porque sus templos esta­ban llenos de figuras monstruosas de demonios, de espantosas serpien­tes, colmillos y garras, de horripilantes y repugnantes bestias.

Salvo la pequeña casta dominante -por otra parte continuamente acechada por las rivalidades y ambiciones, por la traición, el puñal, el veneno, el asesinato-, para la inmensa mayoría todo era en este mundo penuria, dolor, resignación; y la muerte, alivio.

Pero he aquí que, en medio de este clamor y lamento universal, de este pesimismo inconsolable, de esta desolación inimaginable, en la peor de las situaciones, porque, además, desterrados, lejos de su tie­rra, de su templo, de sus leyes y de su dios, y sometidos a la más penosa servidumbre, un pueblo, Israel, o mejor un autor dentro de ese pueblo, escribe el canto más optimista, más bello, más regocijado, más sublime, a la vida, a la tierra, al hombre, a Dios, que jamás haya salido de la pluma del hombre. Es el poema llamado de la creación y que acabamos de escuchar largamente en la primera lectura, en traducción que traiciona en parte el canto y la cadencia festiva y solemne de las palabras hebreas originales.

A pesar de la realidad sufriente que rodea al hombre, dice este poema -esta reflexión metafísica realizada en lenguaje mítico- ella no es juguete de dioses caprichosos que se confunden con las ciegas fuer­zas naturales o con las locuras y maldades del hombre, sino que es eclosión de ser, producida por un Dios bueno que trasciende infinitamente al mundo y al universo, que no se identifica con él y que lo sostiene constantemente en la existencia con su palabra poderosa y sabia.

Pero más, dice el poema -dividido en días como estrofas-: el mundo y todo lo que hay en el mundo no es materia perversa, no es realidad mala, no es lugar de penas, castigo ni destierro, sino que -afirmación sorprendente- es bueno. Y monótonamente los versos repiten una y otra vez: "y vió Dios que era bueno", "y vio Dios que era bueno"... Y cuando se refiere al hombre, esa ave de rapiña, ese repartidor de crueldades, esa fiera para sus propios hermanos, no dice eso el poema, al contrario, multiplica la loa, no es solo "bueno": "y vio Dios que todo era muy bueno".

Sin duda que nos encontramos aquí frente a un milagro intelectual, frente a algo naturalmente pasmoso: ¡que, en medio de ese ho­rror, a un judío desterrado y en miserias se le hubiera podido ocurrir componer este poema pletórico de optimismo, lleno de fé en un Dios que en la realidad aparentemente los había abandonado, los había desprotegido -en el fondo, los había defraudado-, que pudieran considerar a esa hiena que era el hombre, 'creado a imagen de Dios', que consideraran con optimismo la vida humana como bendita por Dios y destinada a crecer y multiplicarse, era realmente una enceguecedora luz divina, una reflexión fuera de lo normal, una confianza a toda prueba, casi una ingenuidad.

Y sin embargo, esa obra anónima, figura en el pórtico mismo, en el prólogo introductorio, de lo que judíos y cristianos creen firmemente ser palabra de Dios, la sagrada Escritura, y define desde el inicio de este libro el sentido de toda realidad, de toda existencia.

Porque sería un error pensar que ese poema es una especie de re­lato de algo que sucedió hace mucho, y que pudiera estudiar la astrofísica o la paleontología. De ningún modo: pretende ser la descripción poética de lo que constantemente son el mundo, las cosas y el hombre en su relación a Dios. No que Dios 'creó' hace mucho tiempo a un pri­mer hombre a su imagen y semejanza, sino que Dios me está creando , te está creando , ahora, en este momento -y si dejara de crearte desaparecerías en la nada-, "a su imagen y semejanza", y está creando también, sosteniendo con su palabra omnipotente, dando sentido, hasta a la más mínima cosa que te rodea y hasta el más mínimo acontecimiento que te toca. Y todo ve Dios "que es bueno", porque lo crea para tu bien, para tu bendición, para tu fecundidad y tu crecer; aún las cosas que a vos te parecen malas, aún las cosas que vos mismo con tus errores y pecados hacés malas. Lo que sucede es que vos no podés ver las cosas desde la perspectiva sabia de Dios. Como también afirma un profeta que predicó en el exilio, contemporáneo al autor del poema de la creación, y que hemos escuchado en la cuarta lectura: "Vuestros pensamientos no son los míos, ni vuestros caminos son mis caminos. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensa­mientos a los caminos y a los pensamientos vuestros"

Ciertamente que aún nos encontramos aquí frente a una teología algo simplista, preñada de espectativas nacionalistas. Lo que querían decir ambos autores era que Dios, por caminos desconocidos para Is­rael, desde la nada en que ahora se encontraban, precisamente porque creador y señor de absolutamente todas las cosas y de la historia, era capaz de recrear como pueblo a Israel y devolverlo a su tierra y a su templo y a sus leyes.

Pero el asunto no era solamente cómo enfrentar el desastre del destierro. El hombre puede preguntarle a Dios más todavía: ¿como enfrentar el problema del dolor, de la enfermedad, de las miserias, de las ofensas hechas al hombre por el hombre, de, finalmente, la muerte? ¿Frente a estas cosas no debía ceder y rendirse el optimismo de Is­rael? En última instancia ¿el dolor y la muerte no condenaba al absurdo todo éste propósito bueno de Dios cantado en el mito y, en el fondo, no hacía poco creíble a ese mismo Dios?

Los teólogos de Israel ya habían propuesto como solución el que los males de este mundo se los provocaban mutuamente los mismos hom­bres con sus egoísmos, con sus pecados, por sus envidias, luchas de poder y prevaricaciones y por resistirse al plan inteligente de Dios y hacer lo que les daba la gana. El mito de Adán plasmaba gráfica, pedagógicamente, esta opción: "si sigues la sabia ley de Dios las cosas te irán bien y serás feliz, vivirás el paraíso; si la desobedeces, guiado por tu orgullo o la tentación, introducirás el mal en tu vida y la vida de los que te rodean y no podrás ser feliz"

Pero aún así el problema subsistía: ¿y los inocentes? ¿y la muerte? ¿y las calamidades naturales que no dependen del hombre?

Recién hacia las postrimerías de la historia de Israel, poco antes de Cristo, los judíos comienzan a pensar que Dios es capaz también de sacar otra vez de la nada al hombre que ha sucumbido a su mortalidad. En los libros de los Macabeos y en el de Daniel ya se habla de que Dios en el futuro volvería a dar la vida a los muertos. A recrear para los buenos un Reino de Israel utópico y perfecto.

Pero esto seguía siendo insuficiente, pobre respuesta: ¿porqué no habría de crear Dios directamente al hombre en semejante Reino? Por otra parte, exactamente, ¿qué significaría la inmortalidad en tal si­tuación: una vida inacabable, por los siglos de los siglos, en el mundo, en Israel, en esta misma tierra? ¡Supremo aburrimiento! Y, aún así, entonces, ¿qué sentido tendrían el sufrimiento del justo, el dolor de los inocentes, las consecuencias desproporcionadamente penosas de nuestros a veces humanos errores y demasiado humanos pecados?

Y la luz final se hace con Jesucristo. Porque es recién con él que adquiere luminosidad y sentido todo el universo.

Como escuchamos recién, todo el poema de la creación se corona en ese día misterioso al cual Dios especialmente consagra y en donde por fin Dios descansa: "Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había creado".

Más allá de su inspiración consciente, el antiguo poema apunta, pues, a un día en donde de alguna manera cesará todo acontecer, todo obrar de Dios y en donde el derramará plenamente sus bendiciones, su consagración.

Un día que está más allá de la semana de este tiempo, una dimen­sión que no corresponde plenamente a nuestra historia, un día en que todo estará perfectamente terminado, sin fisuras, sin males, sin muerte, sin dolor.

Ese día es el que precisamente inaugura esta noche, el Señor, Jesucristo, con su Resurrección, y al cual nosotros accederemos con la nuestra. Día que no es simplemente una vuelta a la vida, como la que esperaban los Macabeos, un regresar en la tierra a este exisitir perecedero, y que no justificaría todas las lágrimas y terribles dolores de este tiempo, sino una transformación, una metamorfosis, un acceder a la vida consagrada, un ser promovidos a la dimensión divina, a la felicidad hipercósmica del mismísimo Dios y para lo cual necesaria­mente tenemos que voluntariamente morir al mundo.

Pero la Resurrección de ninguna manera hace que este mundo sea inútil o malo. Este universo, a pesar de todas sus falencias y todos sus dolores, sigue siendo bueno y muy bueno , porque es el camino mediante el cual el hombre va creciendo, creándose, a verdadera imagen y semejanza de Dios, para un día, a través del dejar el límite de lo puramente humano con la renuncia a si mismo y con la muerte en amor y éxtasis, acceder también, con Cristo, a la Resurrección. Mundo que en todo lo bueno y positivo que tiene, en todo lo que necesitaremos en­tonces para seguir siendo hombres, aunque transformados, también será llevado a su colmo, transfigurado, en esos nuevos cielos y nueva tie­rra de los cuales hablaba Isaías.

Y el dolor y el sufrir no son sino el espoleo de Dios para que no nos quedemos en el camino, para que no nos conformemos con lo bueno pero limitado de esta vida y dirijamos nuestra mirada a la promesa de Dios. Promesa que ciertamente puede cumplir porque es el Dios omnipotente, creador de cielos y de tierra.

Y también, es el dolor y el sufrir, la ocasión de hacer gestual y manifiesta nuestra aceptación del dejar atrás esta vida, que de todos modos se nos escapa de las manos en el cronograma ineluctable de la biología, para, ofrendándola a Dios, consagrarla en el amor, para que pueda así ser recreada y sublimada por El.

Nadie puede vituperar ni criticar la obra de un arquitecto, de un artista, mientras está en marcha, inacabada, incompleta, y eso es nuestro mundo tal cual lo conocemos, tal cual nos lo descubre nuestra ciencia y nuestra fé: un mundo en gestación, en evolución, en estado de creación, en génesis, en nacimiento, en jueves y en viernes santo.

La Resurrección de Jesús es la que inaugura, en cambio, la vida consumada, el universo acabado, el descanso de Dios, la obra maestra; realizada en indispensable trabajo, renuncia y dolor, en superación de etapas; en golpes de cincel y purificación de crisoles; en abandono nostálgico de escalas para adelantar hacia las metas; en la pena de la ruta siempre dejando kilómetros y estaciones atrás; en el arrancón constante del hoy para crecer en el mañana; y en el a veces aferrarse al aquí y al ahora y no querer crecer, avanzar... -que eso es el pecado-.

Nuestra colaboración con Dios en esta vida, nuestra tarea y misión, no es pues detenernos en este mundo: es recrearnos, desde la naturaleza humana imperfecta que El nos da, hacia su vitalidad trinitaria, tomando como modelo a Aquel que, finalmente, es la acabada imagen y semejanza de Dios, Jesucristo. Y así, superada la etapa germinativa del almácigo de esta tierra, acceder, mediante nuestra propia muerte pascual, al existir adulto y colmado de la plenitud feliz del vivir de Dios.

Es por eso que esta noche de la Resurrección se ve adornada por los antiguos símbolos míticos de la creación: la luz que vence a las tinieblas de la nada; el agua que vamos a bendecir ahora en recuerdo de nuestra recreación bautismal; el pan, el vino y el incienso, humildes representantes del mundo vegetal que a nuestro servicio pone Dios; la cera de los buenas abejas, mensajeras aladas de nuestros hermanos los animales. También se vio adornada esta noche por las lecturas que hablaron de la historia de la creación del pueblo de Dios y de su prometida liberación. Pero sobre todo se ve festejada y actualizada por nosotros aquí presentes, bautizados, que estamos siendo recreados a imagen y semejanza de Cristo, reunidos alrededor de su mesa; viviendo ya -en esta gloriosa y rutilante noche- el anticipo de esa última jor­nada, en la cual, perpetuo día del Señor, domingo sin ocaso, accedere­mos a los gozos perennes y sin sombras de la vida de Dios.

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