1996 - Ciclo A
VIGILIA PASCUAL
SERMÓN
Desde las investigaciones de Hawking hasta su postulación explícita por Brandon Carter, de Cambridge, el principio antrópico es cada vez más admitido entre los cosmólogos. Antrópico -etimológicamente tropé , movimiento; hacia el hombre ántropos -. Principio que, desde los datos que posee hoy la ciencia, afirma que las medidas y dimensiones del universo y sus leyes están extrañamente ajustados, en muy estrechos límites, para permitir la aparición de la vida y del hombre. Carter demostraba, ya en el 1974, que las constantes fundamentales del cosmos, en sus relaciones mutuas y con sus precisos valores numéricos, eran tan absolutamente necesarias para permitir la existencia de la vida y del hombre que, con que sólo variaran mínimamente, éste jamás hubiera podido aparecer. De tal modo que todo el universo semeja a un laboratorio perfectamente ajustado para, a través de los 20.000 millones de años de su historia, culminar precisamente en la producción del ser humano.
Este propósito creador del cosmos, esta intención de la materia, esta meta del universo inclusa en la primitiva sopa de quarks con que inició su historia, chocaba con lo que venían sosteniendo, desde hacía algunos siglos, quienes pretendían negar al mundo algún sentido y afirmaban que todo era fruto de la casualidad, justamente porque cualquier planificación incluida en átomos y estrellas, postulaba la existencia de un planificador inteligente, de un Dios creador, distinto de este gran laboratorio cósmico que es nuestros cielos y nuestra tierra.
Sorpresivamente, en cambio, los nuevos datos de la ciencia coincidían con el viejo poema metafísico, que en forma mítica, en el marco de una semana artificial cuyos días hacían de estrofas, sostenía que el hombre, creado 'a imagen y semejanza de Dios', era el objetivo supremo de todas las cosas, del cielo y de la tierra, de estrellas, sol y luna, de montañas y mares, de plantas y peces, de aves y animales.
Contra los mitos de su época que afirmaban que todas esas cosas eran divinas, a ser adoradas idolátricamente, el gran poema mítico de Génesis que hemos oído en la primera lectura, sostiene que todo es creatura, materia, cosa, puesta al servicio del hombre, que tampoco es divino, pero si creado a imagen de su Creador.
Pero, aún así, en todo esto hay algo que no cierra. Ni en la visión del principio antrópico; ni en el canto del Génesis. Porque en ambas visiones grita a voz en cuello la protesta de cualquier inteligencia, ¿para qué tanto esfuerzo cósmico, para qué tanta obra creadora de Dios desplegada ubérrimamente a través de miles de millones de años, si ha de desembocar en el aleteo fugaz de una vida humana que cuanto mucho es capaz de durar setenta, ochenta años y que, en medio de un cosmos que, por sus mismas leyes físicas, se gasta y envejece, terminará en el final apagón de las estrellas y la disolución, en ondas cercanas al cero absoluto, de toda la materia..?
Allí hay algo que no es coherente: tanto esfuerzo creador, tanta después angustia de la historia humana, para que todo finalice en la oscuridad y la nada.
Pero, más aún: tanto la visión bíblica como la de la arqueología, antropología e historia científicas, nos muestran una humanidad no solo finita y mortal, sino desgarrada por una naturaleza no siempre amiga y, sobre todo, por sus propios y crueles conflictos. ¡Imagen de Dios!
Cráneos destrozados, flechas y hachas de pedernal clavados en viejos esqueletos, armas cada vez más perfeccionadas, jalonan el ascenso del hombre hacia la historia; y la historia del progreso es, al mismo tiempo, la historia del perfeccionarse paulatino de las formas de matar al prójimo. Opresión, esclavitud, poligamia, crueldad, sevicias, son huellas que deja siempre el hombre en su tránsito por el tiempo y el espacio...
También la Biblia nos muestra desde los comienzos la enemistad permanente de los hijos de Caín y Abel.
¿Dónde ha quedado esa 'imagen y semejanza' y dónde -en medio de tanto mal- el poder del Dios que, según Génesis, crea todo para bien -" y vio Dios que todo era bueno "-.
Pero ya los antiguos teólogos interpretaban aquel verso "a imagen y semejanza" en su versión latina "ad imaginem", como queriendo significar 'hacia la imagen'; tal que Dios creara al hombre no todavía imagen sino en dirección a ella. Adán debe realizarse todavía, está en camino a ser imagen de Dios, pero no lo es todavía.
Y el mismo Dios lo ayudará a lograrlo, a liberarse, a redimirse, de esa su condición imperfecta, y lo impulsará hacia su realización, hacia la tierra prometida, hacia la plenitud de su hacerse semejante a Dios.
Y las etapas de ese perfeccionamiento las irá marcando en gestos simbólicos, en la epopeya bíblica del pueblo de Dios, de Israel.
Precisamente a ese hombre que es capaz de matar al hermano, peor aún, capaz de asesinarlo creyendo servir a Dios, lo primero que le enseña, para rescatarlo de su inhumanidad, es la ilicitud de semejante bestialidad. Sabemos de la difusión atroz de los sacrificios humanos en casi todas las civilizaciones primitivas -y no se diga nada del horror, en ese sentido, de nuestras culturas precolombinas-. Aún en Israel, hasta muy entrada la monarquía, pervivía esa costumbre. El episodio de Abraham y el sacrificio impedido de Isaac, es la huella de un antiguo relato que pretendía precisamente erradicar esa inhumana usanza. El camino hacia la imagen pasa, antes que nada, por respetar la vida del prójimo: la marca protectora que Dios pone, aún en la frente de Caín, para que nadie se crea con derecho a matarlo ni siquiera a él, asesino de su hermano.
Desde ese respeto elemental a la vida, la revelación bíblica avanza hacia la humanización del hombre en formas superiores. El relato del Éxodo, sea lo que fuere de su basamento histórico, es la gesta de un pueblo que rechaza la opresión y la esclavitud y crece hacia la libertad. Esa libertad que le permite precisamente la ley que dará el mismo Dios a Moisés en el Sinaí y sin la cual no hay verdadera libertad, ni dignidad, ni derechos del hombre. El paso del Mar Rojo es el símbolo perenne de ese crecer del ser humano a su verdadera nobleza, en rechazo y liberación de todas las esclavitudes con que quiera someterlo este mundo, desde las opresiones políticas y económicas, a las de la propaganda, la moda, el influjo solapado de las ideologías, y las esclavizantes debilidades de los vicios. El faraón y su ejército sepultado por las míticas aguas, son el pasado de servidumbre del cual el hombre ha de ser liberado por Dios.
Pero cada vez más se da cuenta la teología hebrea que todo ello no puede ser fruto del mero progreso cultural, ni de la liberación política, ni de la prosperidad económica, ni del adelanto técnico: no basta la tierra prometida que mana leche y miel. El hombre, por sus solas fuerzas, está signado innatamente por la propia debilidad y la impotencia; y la luz de la razón y de sus leyes son insuficientes para llevarlo a la perfección y aún para dejarlo permanecer humano.
Ya Isaías, muchos siglos después, cuenta con la experiencia de las defecciones de su pueblo, a pesar de las instrucciones de Dios y de la elevación de sus metas morales. El hombre sigue siendo burda y fementida imagen de Dios, apenas reconocible en la deformidad de sus transgresiones y en la presencia siempre omnipotente de la muerte.
La mirada de Isaias se dirige intuitivamente a un futuro en que el mismo Dios reconstruirá a su pueblo, a la fatigada, contusa y extraviada humanidad: " Oprimida, atormentada, sin consuelo. Mira. Por piedras te pondré turquesas y por cimientos zafiros... Todos tus hijos serán discípulos del Señor... afianzada en la justicia, lejos de la opresión, lejos del temor... "
Y finalmente Ezequiel, en las postrimerías de las esperanzas de Israel -que se hace voz de la esperanza de todos los pueblos- avizora la última intervención de Dios que, ahora sí, perfeccionará su imagen: " os rociaré con agua pura, os daré un corazón nuevo, arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne ..."
La Resurrección de Cristo es precisamente la compleción final y mucho más allá de lo esperado de todo ese movimiento, es el arribo pleno de la ambición de la materia, es el verdadero 'antropismo' que ahora se revela 'cristotropismo', es la clave y explicación última de la maravillosa intencionalidad de la creación: el nacimiento del hombre nuevo, la verdadera imagen, de la cual nosotros, el hombre viejo, no somos sino seres en facción, paleo-hombres. La muerte de Cristo -más que muerte, nacimiento- es el verdadero paso del Mar Rojo; y el ámbito divino al cual accede hoy, la auténtica tierra prometida. Porque Cristo no retorna a la vida, alcanza la vida señorial del primer hombre verdadero sentado a la derecha de Dios.
La imagen y semejanza de Dios no somos nosotros: es Cristo. Como dice San Pablo: " Cristo es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación ".
Hacia Cristo resucitado, primer hombre de la creatura renovada, avanza todo el sentido de la historia del universo. Y una vez saltados los límites de nuestra mortalidad, del tiempo y el espacio, salvado el foso de la muerte y el desgaste de materia y energía, se transforma en motor recreador de toda la humanidad, que está llamada a seguir sus pasos, a realizarse a su imagen.
" Vestíos del hombre nuevo, renovándoos según la imagen de su Creador ", dice la epístola a los Colosenses. Y Pablo, a los Romanos, habla de la maravillosa vocación del cristiano, que consiste justamente en hacernos semejantes a Él: " a los que antes conoció, a esos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo ". Porque -también Pablo a los Corintios-: " así como hemos llevado la imagen del Adán terreno, llevaremos también la imagen del Adán Celestial ".
La Resurrección de Cristo no es simplemente pues la reivindicación póstuma de un maestro o profeta ajusticiado: es un acontecimiento cósmico que corona el esfuerzo creador antrópico de Dios en la inimaginable meta del acceso del hombre -y a través del hombre de todo el universo material- a la vitalidad misma de Dios.
El antiguo y permanente desafío de la serpiente a 'hacernos como dioses' y que, librados a nuestra propia soberbia, termina siempre en odio, opresión, destrucción y muerte, se hace realidad desde la gracia, desde el don de Dios, desde Jesús, desde la Resurrección.
Por eso la solemne liturgia de esta noche ha rememorado el grandioso poema de la creación y la historia del crecimiento de la esperanza, a la vez que rescata los antiguos símbolos cósmicos del fuego y del agua: el fuego como germen luminoso del hombre nuevo y el agua, su paso bautismal.
El hombre nuevo, pues, la verdadera imagen de Dios, ha nacido. Cristo ha resucitado, inaugurado la nueva Creación.
En esta sagrada noche renazcamos con él.
Felices Pascuas. Aleluya. Aleluya.