1998 - Ciclo C
VIGILIA PASCUAL
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 1-12
El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: 'Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día'". Y las mujeres recordaron sus palabras. Cuando regresaron del sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos los demás. Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los Apóstoles, pero a ellos les pareció que deliraban y no les creyeron. Pedro, sin embargo, se levantó y corrió hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas. Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido.
SERMÓN
Acabamos de anunciar la noticia gozosa de la Resurrección. Desde la oscuridad del comienzo de nuestra noche, desde el silencio iniciado el jueves santo en el oficio de tinieblas, hemos encendido, recién, en el cirio pascual, todas nuestras candelas -y, desde el tablero de la sacristía, todas nuestras lámparas-, echando a vuelo las campanas, para expresar el alborozo de la victoria de Jesús, que es nuestra propia victoria.
Más aún es la victoria del cosmos, del universo entero. El resucitar de Cristo no solo toca el corazón de la fe de un grupo de seres humanos que creen en él, ni marca el espaldarazo divino a una doctrina, ni es el fruto alucinado de seguidores que en su desesperación por la muerte de su maestro han elaborado una teoría de su reivindicación 'post mortem', sino que es el objetivo mismo de la existencia de la materia, de la realidad que nos circunda, de la naturaleza y, finalmente, del hombre.
Es por eso que esta larga ceremonia y sus numerosas lecturas, en esta noche -la más espléndida de las noches del año litúrgico- la hemos iniciado con la lectura del poema de la Creación.
El teólogo judío que lo compuso, allá pór el siglo VI a.c. aprovechando antiguos relatos mitológicos, en el marco artificial de siete estrofas designadas por los días de la semana, reflexiona sobre Dios, la naturaleza y el hombre. Israel ha descubierto ya en esta época que lo divino no se identifica con la naturaleza ni con lo humano. Esa naturaleza que deificó toda la antigüedad, en el panteísmo común a las viejas ideas y que llevaba a identificar con divinidades diversas las distintas partes del universo.
Esa naturaleza que vuelve hoy el hombre a deificar, pensando que es lo único que existe, depositando en ella toda su esperanza. Naturaleza que, ciertamente, aunque a la larga se revela limitada, caduca, ha sido creada por Dios con esplendidez. Porque ¿quién dudará de que este mundo es fuente de abundantes maravillas capaces de alegrar al hombre y hacerlo crecer para su bien? Dios no ha creado al mundo mezquinamente como para no poder encontrar en él abundante belleza y capacidad de brindar felicidad. No en vano tampoco ha creado al hombre a su imagen y semejanza y dádole la misión de investigar y dominar el mundo. Tampoco lo ha creado desprovisto de capacidad de vivir embriagadores momentos de amor, de belleza, de comunicación con los demás. ¿Quién podrá sorprenderse, sabiendo de la excelcitud del artista, de la calidad de su obra?
Y sin embargo el hombre se equivoca cuando pone toda su esperanza en la criatura y la transforma en Dios. Ni el cielo ni la tierra son Dios, dice el poema de la creación, ni la naturaleza es Dios, ni todo lo que hay en ella, ni tampoco finalmente el hombre, ni los más altos valores humanos son Dios. Cuando el ser humano pretende sacar de si mismo, o de su vida, o de la de los demás, o de las cosas que descubre o realiza o puede comprar, lo que solo Dios puede darle, no solo se equivoca sino que extravía la dirección hacia la cual debería encaminar las ansias de su corazón.
Más aún, cuando a las cosas, a las personas y a la vida les pedimos más de lo que estas pueden darnos, allí, su incapacidad de satisfacer nuestras demandas provocan nuestra infelicidad: distorsionamos la realidad, buscamos en el cambio y la cantidad lo que no encontramos en la calidad y, en ese terreno, chocamos con las ambiciones de los demás y creamos el pequeño infierno de nuestras desavenencias, de nuestros odios, de nuestras envidias, de nuestras pobres competencias y, finalmente, ¡el topetazo con nuestros límites!
Porque, aún en el mejor de los casos y cuando todo fuera bueno y feliz, el mundo se revela finito, para nada divino. Se ven en figurillas quienes pretenden negar a Dios y declarar la autonomía del cosmos sabiendo todo lo que de él sabe la ciencia hoy. La expansión del universo, pasando por el desintegrarse y envejecer de los átomos, el sol y las estrellas que observamos que se gastan quemando su materia y disipándola en energía, hasta esa misma energía que ineluctablemente se enfría, todo habla de que este mundo, tal como lo afirmaba hace 2500 años el Génesis, de ninguna manera es eterno, ni divino, ni se basta a si mismo, ni existirá para siempre...
Y, en ese inmenso escenario de tiempo y espacio -pero aún en su inmensidad caduco y limitado, encaminado hacia su disolución final-, el hombre , tiempo y espacio más breve aún, creado a imagen y semejanza de Dios y llevando en su cerebro y su corazón ansias de felicidad plena y, al mismo tiempo, condenado por su biología a desaparecer.
Esta es la realidad y es lo que afirma el poema de la creación: el mundo es bueno, la materia es buena, el hombre es la mayor de las maravillas que hay en el universo y, sin embargo, son finitos, efímeros: librados a si mismos, a pesar de toda su riqueza, están destinados a desaparecer.
Y a pesar de ello, insiste la Escritura, Dios ha creado al hombre para la vida. Cierto que una vida que depende de la adhesión del hombre a la sabiduría de Dios, a sus consejos, a sus mandatos. El hombre, creado libre, puede elegir entre seguir el sendero que su Creador le señala, o declarar su independencia, prescindir de Dios y manejarse a su guisa. El viejo mito del paraíso muestra esta opción que debe hacer todo hombre: hago lo que quiero e intento hacerme Dios para mi mismo y termino fuera del Edén, u obedezco a Dios y hallo la felicidad.
Y la historia muestra que el hombre constantemente quiere reivindicar su autonomía y que se obstina en seguir caminos que no llevan a ninguna parte. Pero también la historia y especialmente la historia sagrada nos muestra como Dios es mil veces más obstinado en querer llevar al hombre hacia su verdadera salud.
Eso nos han mostrado las lecturas que hemos escuchado. Un Dios que quiere sacar al hombre de las trampas de muerte en donde su extravío o el extravío de los demás lo coloca. Declara abominables los sacrificios humanos y sagrada la vida, en el relato legendario del frustrado sacrificio de Isaac; en la narración del Exodo se transforma en el Dios liberador, enemigo de toda esclavitud; en las profecías siguientes declara perpetuo amor a su pueblo a pesar de sus pecados y le promete tapizar su mundo de turquesas, rubíes y zafiros y convertir su corazón de piedra en corazón de carne.
La creación ahora no es algo sucedido en el pasado, es algo que más allá del descarrío de los hombres, Dios promete realizar en el futuro. El mundo no esta acabado, el hombre todavía puede esperar una novedosa intervención de Dios, todos los pecados del hombre y aún su caducidad y límite no hacen sino abrirlo a una esperanza capaz de rectificar todo y llevarlo finalmente a plenitud. El paraíso no está en el origen, está en el futuro prometido. El límite y el mal que invade a la tierra son solo la prueba inconcusa de que ni el universo ni el hombre son divinos y que si quiere lograr su realización deberá hacerlo esperando en Aquel que, desde afuera, puede curar al mundo de su finitud, de su envejecimiento, de su destino de muerte. El mundo es bueno si -"y vio Dios que era bueno"- pero está inacabado, detenerse en él en su estado actual es condenarse a perecer. Y frente a una humanidad que engañada elige aferrarse a esta vida no como camino hacia la plenitud sino como el 'Dios mundo' capaz de satisfacer toda su ansiedad, ahora, la intervención definitiva de Dios, la Resurrección, la novísima Creación -ya si el universo terminado- exige el abandono de este estadio bueno pero imperfecto para arrojarse sin condiciones a los brazos creadores de Dios.
Eso es la cruz, Cristo crucificado para este mundo, llevando, en el éxtasis de su amor entregado, todo su ser, también su ser cuerpo y su ser mundo, hacia el corazón del Padre. Cristo que, ya desde su concepción, es la infusión que viene desde afuera al mundo de la misma vida de Dios. El límite del mundo encuentra su cura en la encarnación que eclosiona hacia la Resurrección. El ansia de felicidad del hombre ahora si puede encontrar su compleción.
En el fondo la cruz ya está presente en el relato del Génesis al negar que el universo o el hombre sean Dios y, al mismo tiempo, encaminarlo hacia el sábado del pleno reposo y ponerle deseos de Dios en su corazón.
Pero lo que no sabe el Génesis es que no hay sábado de este mundo que pueda definitivamente llenar ese deseo siempre hambriento de los hombres; que solo saltando hacia Dios en salida de si mismo y abandono de esta etapa caduca desde el trampolín de la cruz, puede llevar el hombre su tierra y su cielo, ya fuera de la semana de este tiempo, a la nueva dimensión que inaugura Cristo resucitado: la del primer día después del sábado, el octavo y definitivo día, el domingo de la Resurrección.
La Resurrección de Cristo no es pues el retorno a la vida del maestro bueno; es la conquista de la verdadera vida por parte del hijo de Dios, del Señor del universo, en los nuevos cielos y tierra nueva, preñados de vida, juventud y alegría divinas que nos ha preparado desde el portón de la cruz. Esa verdadera vida que ya está latiendo en nosotros desde el bautismo, crucificado nuestro hombre viejo -como dice San Pablo-, con todas sus angustias, con todas sus penas, con todos sus pecados, para que, desde ya en esta tierra hombres y mujeres nuevos, viviendo la alegría de la Pascua, seamos también nosotros encaminados por Dios a la definitiva creación.