Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001 - Ciclo C

PENTECOSTÉS
(GEP 03-06-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Desde los tiempos del idealismo hegeliano y, también, del romanticismo fue común hablar del espíritu de los pueblos ( der Volksgeist ) o el espíritu de la época ( der Zeitgeist ). Se referían estas expresiones al talante de los diversos pueblos en determinados momentos de su historia. Y muchos trataban de especificarlo refiriéndose a sus manifestaciones culturales, políticas, artísticas, religiosas o a sus diferentes estructuras sociales o económicas. Es verdad que la diversidad de la situaciones personales y regionales que integran un país es tal que resultaría difícil definir con precisión el perfil específico de una nación, de una era. ¿Cuál será, el espíritu, el perfil de los norteamericanos con su 300 millones de habitantes?: ¿el de los que viven en China town, en el Bronx, el Harlem, los cubanos de Miami, los chicanos de San Diego, los portorriqueños? ¿los que manejan las finanzas en la quinta avenida, los granjeros de Texas? Y, los argentinos ¿tendremos un perfil propio? ¿un espíritu especial? Ya el mismo Goethe relativizaba este llamado 'espíritu del pueblo' o 'de los tiempos' en su Fausto , cuando hace decir a éste a su criado Wagner "Lo que llamas el espíritu de los tiempos es, en el fondo, el espíritu de los señores en quienes los tiempos se reflejan" ( der Herrengeist ). Con eso quería decir que eran los dirigentes, en aquel tiempo señores verdaderos, y su modo de ser, de pensar y de vivir, los que daban el tono a las distintas naciones y eras. Hoy diríamos que el espíritu de un pueblo surge sobre todo de sus cabecillas, de sus políticos, sus sindicalistas, sus pensadores, de sus paradigmas, de lo que imponen los medios de comunicación, diarios, cine, televisión, escuelas... Hablando de nosotros, cualquiera con el más mínimo gramo de seso puede darse cuenta de que -si eso es lo que define el espíritu de un pueblo- de lo que va desde la época en que vivieron nuestros abuelos -con sus jueces honorables, sus dirigentes ilustrados, sus conductas fundamentalmente éticas, periodismo serio, escuelas y universidades exigentes, aún con todos su defectos y carencias, sobre todo religiosas, ideológicas- a nuestros días, la decadencia de ese nuestro espíritu ha sido pavorosa.... En un tiempo podíamos decir ¡qué lástima que un pueblo fundamentalmente bueno como el argentino padezca los dirigentes que el perverso sistema partitocrático le impone! pero, si las estadísticas, las elecciones y los 'ratings' que aquí y allá hacen un muestreo de la realidad, y, si el vocabulario elemental y hasta procaz que usa la mayoría, o la forma de manejar en el tránsito, o de trabajar o hacer negocios o de ensuciar veredas y calles y descuidar los lugares públicos, son síntoma de algo, lamentablemente hoy tenemos que decir que el espíritu de los argentinos, independientemente de sus dirigentes, deja bastante que desear.

De todos modos, aún en el mejor de los casos, el llamado espíritu de los pueblos nunca ha sido, salvo en épocas cristianísimas, un dechado de perfecciones. De eso ya se burlaba despiadadamente Nietzsche , cuando en Así habló Zaratustra , identificaba el espíritu de los pueblos con el 'espíritu de pesadez', ( der Geist der Schwere ). "La tierra y el hombre son demasiado pesados" afirmaba. "Demasiadas pesadas palabras ajenas; demasiados pesados valores ajenos; demasiados pesados deseos y valores propios ..." decía. Y comparaba al espíritu de pesadez de los pueblos con el interior de un molusco: "En el interior del hombre -escribe- hay cosas nauseabundas y viscosas, cosas semejantes a la ostra, cuando se pudre, y eso es lo que, al difundirse, produce el espíritu del pueblo". De allí el espíritu de pesadez que aqueja no solo a los sufridos y quejosos sino a los estúpidamente omnicontentos. ¿Cómo salir de esa pesadumbre? ¿cómo subir hacia lo alto, como alivianarse? Las preguntas en Nietzsche quedaban sin respuesta.

El mismo Pascal, hablaba en su época de un espíritu prosopopéyico que todo lo invadía, un espíritu falsamente serio, 'l'espirt de sérieux" que, a la manera del consejo del filósofo al Burgués Gentilhombre de Molière , aún las sandeces más enormes tiene que decirlas en lenguaje difícil o tono grave para que el vulgo piense que se están diciendo cosas de tino y peso, a la manera de los gurúes o de los senadores o de los grondonas de turno. Ocultando, al mismo tiempo, la corrupción y vaciedad que corren por dentro.

A ese espíritu falsamente serio, oponía Pascal 'l'esprit de finesse' aunado al espíritu de humor, ese humor socrático sin el cual en realidad nada verdaderamente serio se puede emprender y que es afín, según Pascal, al pensar de Dios, al humor de Jesús, reflejado en tantas de sus parábolas y actitudes, sobre todo en el evangelio de San Juan.

Pero es claro, ya el mismo San Juan había hablado del 'espíritu del mundo' contrapuesto al 'espíritu de Jesús'. Porque una cosa es el buen humor cristiano, fruto de su esperanza y de la relativización de todos los aparentemente importantes problemas que nos hacemos en esta tierra y otra la ironía destructiva, el chiste indigno, la burla de los sagrado, la mofa de los imbéciles al decir y la vida de los sabios, la risa despectiva del libertino frente a la conducta de los santos, el juicio ignaro del plebeyismo a los códigos de honor de los señores...

Ya entre los teólogos católicos y más recientemente el holandés Schoonenberg hablaba de un 'espíritu del mundo' -más precisamente un 'pecado del mundo'- que, sujeto a las estructuras temporales, a la cultura de las épocas, al lenguaje, configurado en la inmanencia, plasmado en ideologías no cristianas, en antivalores, en programaciones falaces, en falta de respeto por la persona humana, por la verdad, por la rectitud, conformaban el ambiente, la 'atmósfera', -etimológicamente sinónimo de 'espíritu'-, en el cual todo hombre venía a este mundo y, aún antes de alcanzar el uso de razón, era infaliblemente llevado a tomar posiciones egoístas, mundanas, desviadas de la moral e intelectualmente preñadas de errores y falsedades. Todos percibimos, aún los que intentamos vivir cristianamente, el influjo que produce en nuestros actos y nuestros pensamientos este ambiente malsano, este espíritu de la época, que parece penetrar como por ósmosis dentro nuestro y nos hace más difícil conservar nuestra independencia de criterios, nuestra personalidad cristiana. Y no se trata de este programa de televisión o de ese pensador o de aquella escuela, se trata de algo que parece existir no solo en el consciente sino en el inconsciente colectivo, como si se conjugara y organizara en la atmósfera, confundiéndose con ella, y respiráramos por nuestros poros llevándonos a que todos tendamos a pensar lo mismo, actuar de la misma manera, debilitarnos a consuno en los valores humanos y cristianos, aligerando nuestras conciencias, mellando nuestras convicciones.

Es frente a ese espíritu de inmanencia, de indiferencia ante lo sagrado, de cansancio del vivir cristiano, de acedia y pereza para los grandes amores, los grandes combates, los compromisos definitivos y las cosas de Dios que se planta y lucha el Espíritu de Jesús.

Es claro que el Espíritu de Cristo capaz de oponerse al espíritu del mundo, o remontar al espíritu de pesadez o de nausea o de falsa seriedad del cual hablaban Nietzsche o Pascal, al pecado del mundo del que habla Schoonenberg, no proviene de ninguna posibilidad de lo puramente humano, sino de Dios.

La palabra espíritu, 'pneuma' , en el nuevo testamento, cuando no se usa para hablar del falso espíritu, el espíritu maligno, o impuro, o sordo y mudo, la gran mayoría de las veces se reserva para designar al Espíritu o la vida precisamente que viene de Dios. Nada que, de por si, tenga el hombre o pueda sacarlo de si mismo. En todo caso, si el hombre lo posee, es porque lo recibe o porque Dios se lo da . En realidad así como el espíritu del mundo o del pueblo o de la época es una especie de atmósfera en donde todos, aún con nuestros mejores propósitos, nos deterioramos o envilecemos; así cuando Dios envía su Espíritu empezamos a respirar un aire superior, un Espíritu de señorío y de bondad y de humor y de mansedumbre y de amor que nos eleva y, sobre todo, nos va transfigurando hacia la vida de Dios. Por eso la Pascua no es solamente la figura de Jesús que se nos ofrece como meta o como poderosa ayuda externa para nuestro vivir terreno hacia el celeste, sino también la efusión de esa Atmósfera o Espíritu de la cual vivía Jesús y que ahora nos la envía a nosotros. A saber la Atmósfera, el Espíritu de Dios, o el Espíritu santo, también llamado el Espíritu del Padre, el Paráclito, el Espíritu de su Hijo, el Espíritu de Cristo o el Espíritu de Jesús. Ese Espíritu que ya según las tradiciones más antiguas marcó la actuación de Jesús al menos desde su bautismo y que, en Lucas, preside su concepción y, finalmente, vivifica su vivir de Resucitado.

Es ese mismo Espíritu el que ahora Jesús da a los suyos, transportándolos realmente de la atmósfera de este mundo a la Atmósfera de Dios. Todos los que hemos sido bautizados en Cristo, dice San Pablo, estamos embebidos en un mismo Espíritu. "Sois templos del espíritu santo" -afirma- y, en otro lugares; el Espíritu "habita" , "clama" , "intercede" en cada uno de nosotros...

No son solo las enseñanzas de Cristo lo que caracterizan al cristiano. Con eso solo modificaríamos los conceptos de nuestra vida moral o nuestras ideas sobre Dios. Lo característico del Nuevo Testamento es el Espíritu, la participación real de la Vida divina, el poder respirar a pulmón lleno la mismísima vitalidad de Dios.

Pentecostés, palabra griega que significa el cincuentavo día, porque se lleva a cabo cincuenta días después de la Pascua. Era primitivamente la fiesta agraria que celebraba el fin de la cosecha comenzada en Pascua. En época rabínica la fiesta se enlazó no solo con el fin de la cosecha y los graneros llenos sino con la entrega de la Torá, la Ley, en el Sinai, después del paso del mar Rojo, la pascua judía. La ley de Dios, esa nueva cultura, programación surgida de su palabra, completaba la liberación de Egipto, formaba la nueva atmósfera de libertad en la cual el pueblo tendría que alcanzar su madurez. Sin embargo, sabemos, esa ley exterior al hombre fracasa en su tarea de configurar al pueblo de Dios constantemente sumido en la rebeldía y el pecado. Es por eso que los profetas hablaban de una ley que se haría carne en su pueblo y que lo vivificaría desde adentro, transformando su corazón de piedra en corazón de carne.

En Cristo, supremo paradigma para el hombre, imagen de Dios al cual se nos invita a imitar, se promulga la verdadera ley, la que en Pentecostés se interiorizará en los corazones, más allá de lo humano, por medio del Espíritu.

Es por ello que Pentecostés, el fin de la cosecha de la Pascua, a la vez que conmemora la efusión de ese Espíritu en los discípulos marca el nacer de la Iglesia. Según el nuevo Testamento la iglesia es justamente la sociedad de todos aquellos que saliendo de la atmósfera poco respirable del espíritu del mundo, de los pueblos, de las épocas, nos introduce en la atmósfera límpida de Dios, de su Espíritu. Y así como el espíritu de las épocas según Hegel, los románticos o Nietzsche actúan como almas de sus pueblos, así el Espíritu Santo se define como el alma de la Iglesia. Vivir en la Iglesia no significa vivir en el templo, ni en contacto con los curas y las monjas. Vivir en la Iglesia es respirar la Atmósfera, el Espíritu de Jesús. Si no nos introducimos en esa atmósfera, en oración y sacramentos, en reflexión y ascesis, en fidelidad a su palabra y en amor, en descontaminación del espíritu del mundo, en amistades y familias buenas... por más que ingresemos al templo, que seamos amigos de curas y obispos o nos nutramos de sus humanas opiniones, no seremos hijos de la iglesia, no viviremos del Espíritu santo. Él es el que da vida a los sacramentos, el que hace resonar vivificante la palabra de Jesús, el que da fuego y fuerza a nuestra calidad de hijos de Dios, a nuestros caracteres bautismales. Él es el que mueve a los santos, el que hace cálida nuestra oración, el que ilumina nuestros ojos cuando caminamos en medio del smog de este mundo, el que da energía a nuestras convicciones, sostiene nuestras debilidades, y surge como perdón y gracia a través de la mano del más indigno de los sacerdotes y como palabra infalible -cuando se juega en dogma- en labios del menos apto de los Papas. Él es el que, a pesar de lo humano de su Iglesia, de la carcoma de su nave, de los vientos en contra y las olas enemigas, de los ineptos remeros y vacilantes timoneles, impulsa a la barca de Pedro -¡amada Iglesia nuestra!- hacia la soñada orilla, seguro puerto, final destino de cielo.

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