2003 - Ciclo B
PENTECOSTÉS
(
GEP 08/06/03)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
Shavuot , era la segunda de las celebraciones de peregrinación a Jerusalén. La primera era la Pascua. Shavuot significa 'semanas', ya que su festejo se producía 'una semana de semanas' después del Pesaj , cincuenta días. De allí su nombre griego, Pentecostés , referido a esos cincuenta días entre ambas peregrinaciones.
Para los antiguos agricultores israelitas la fiesta coincidía con el final de la cosecha -así como el Pesaj, con el comienzo-. Era pues, como la perfección y el acabamiento de la Pascua. Los peregrinos, en acción de gracias, llevaban sus primicias al templo de Jerusalén. Ofrendas de pan, de aceite, de vino, -el cual, para la ocasión, era bebido, a veces en abundancia desmedida, por las calles de Jerusalén-.
Pero en la época de Jesús, las fiestas, tanto de Pascua como de Shavuot, Pentecostés, habían perdido gran parte de su significado agrario -aunque, en la segunda, seguíanse llevando ofrendas de pan, aceite y vino- y recordaban, así como la Pascua el paso del mar Rojo, Pentecostés la solemne entrega de las tablas de la Ley, de la Torá, a Israel. El acabamiento, por tanto, de ese Pesaj, esa Pascua comenzada con la huida de Egipto.
De allí que, en la conmemoración del Shavuot, más allá de las ofrendas, lo destacado sobre todo era la reunión, la asamblea en el templo, donde sacerdotes de alto rango, proclamaban desde la madrugada y durante todo el día, los 'mandamientos', no reducidos a los diez, sino a todos los que figuran en el Pentateuco. Y los asistentes renovaban entusiastamente su compromiso de acatarlos.
No era una fecha estrictamente religiosa, piadosa, sino altamente nacionalista, patriótica, donde los dirigentes recordaban al pueblo, reunido en solemne acto público, las leyes fundacionales que los constituían en nación. Algo así como si todos los 9 de Julio los argentinos tuvieran la obligación de peregrinar a la plaza del Congreso para escuchar de sus legisladores la recitación de la Constitución y, seguido a ello, volvieran a jurarla. (Supuesto, por cierto, que la Constitución sirviera para algo.)
En los judíos existía la clara conciencia -que los acompañará en todos los avatares de su historia- de que lo que los hacía pueblo, nación, patria, no era tanto el territorio, ni el idioma, ni la economía, sino la pertenencia a una historia común, la aceptación de las mismas leyes y el liderazgo del mismo Dios, con el objetivo de una misma esperanza: la recuperación de la tierra -quizá, la dominación del mundo-. Por eso, en el Pentateuco, la Torá, la llamada Ley, todo va junto y entremezclado: la historia, las leyes, y la invocada presencia constante de Dios.
Esa historia, en donde no les interesaba constatar la veracidad de los hechos ni la correspondencia de los personajes retratados con los reales -a la manera como algunos de nuestros historiadores actuales, destructores de nuestras raíces, intentan rebajar la figura de nuestros héroes en pos de no se sabe si verdad histórica o destrucción de valores- sino encontrar fuente de inspiración común, protagonistas ejemplares, ideas encarnadas en personas, mandamientos vividos... o transgredidos, pero sujetos al arrepentimiento y al perdón.
El nombre de Moisés , del cual con los criterios historiográficos actuales apenas podríamos escribir fidedigna historia, se había elevado en la leyenda a la altura de un, para nosotros, súper José de San Martín , pero mucho más nimbado de significado. Porque para ellos, la constitución de Israel, el Pentateuco, no había surgido de una Asamblea Constituyente ni de una lenta recopilación de códigos a través de los siglos, sino, en su esencia, de un milagroso encuentro de ese legendario personaje Moisés con el mismo Dios, Yahvé, el verdadero caudillo de su pueblo.
Dios mismo -revelado en el temblor de tierra, en el tempestuoso viento de la montaña, en el brillo del rostro de su mediador- había regalado esa ley a su pueblo. En la conciencia clara de que la Providencia divina manejaba sus destinos, nada impedía a los teólogos de Israel retrotraer todas sus leyes y jurisprudencia, escritas lentamente mucho tiempo después, a ese momento magnífico. Dios usa las causas segundas, pero sigue siendo, finalmente, la Causa primera de sus eternos propósitos.
Sí: la ley mosaica era, en su estado actual, lo que verdaderamente podía transformarlos de grupos de nómades trashumantes, esclavos escapados de Egipto, proscritos liderados por diversos caudillos, patria arrasada por asirios y babilonios, pueblo desterrado, sin monarcas, dominados por persas y luego griegos y romanos, en un único pueblo, simbólicamente dividido en doce tribus: el pueblo de Dios. Siempre a la espera del tremendo día del Señor, en que serían castigados todos sus enemigos.
Pentecostés era, pues, para ellos, desde el regreso del destierro babilonio y en la diáspora, más que el 25 de mayo y el 9 de Julio juntos para nosotros. En esa peregrinación que, desde todas partes del mundo hacían tumultuosamente a Jerusalén, con su templo embanderado y sus trompetas sonando al viento, la lectura y jura de sus leyes, la alegría de los himnos y la camaradería del pan y del vino nuevo, reafirmaban su pertenencia al pueblo elegido por Dios.
Sin embargo el amor de Dios, ni se limitaba a la raza judía ni agotaba sus dones en ilusiones humanas de venganza y reivindicaciones temporales. El clamor del pueblo de Israel no había sido sino vocero del conjunto de las esperas humanas. Y la respuesta de Dios había superado hasta el colmo más extremo todas sus ilusiones.
Esa Pascua , que no había sido sino el comienzo de la libertad, luego asentada firmemente en la ley del Sinaí, Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, la había transformado no solo en victoria sobre la muerte y las potencias caóticas representadas por el faraón, sino paso a la verdadera Vida, la auténtica tierra prometida, la definitiva patria del cielo.
Ya hemos visto el domingo pasado, cómo el autor de Hechos explicitaba este traspaso en su escenificación de la Ascensión . Pero ahora, ese gran teólogo que es Lucas, mediante el Pentecostés judío, quiere también escenificar lo que ese traspaso significó para la humanidad: el don de la Vida divina, de la conseguida victoriosamente por Jesucristo; la infusión, el regalo, de la Gracia, del Espíritu mismo que resucitó a Jesús. El Espíritu de Cristo. El espíritu de Dios.
Lucas es el único que, aprovechando el significado de la fiesta judía de Pentecostés, habla de la efusión del Espíritu en ese día. Nada semejante encontramos ni en el resto de los evangelistas, ni en las cartas apostólicas, que no recuerdan para ello ningún día en especial. En todo caso el del bautismo de cada uno. Excepto Lucas, los demás libros del nuevo testamento hablan del don del espíritu como inmediata consecuencia de la Resurrección. Lo acabamos de escuchar en el evangelio de Juan. Es en el mismo domingo de Pascua cuando Jesús, en simbólico gesto que repite el soplo primitivo con el cual del barro Dios crea al hombre, 'expira', 'sopla', el Espíritu Santo sobre sus discípulos. " Recibid el Espíritu Santo ".
Pero así como Lucas coloca pedagógicamente cuarenta día después de la Pascua el tema teológico de la Ascensión, ahora aprovecha la plataforma del simbolismo que Pentecostés tenía para los judíos, para hablar del Espíritu y la línea de ruptura que Éste significa con todo lo antiguo y preparatorio que fue, no solo la historia y evolución de la humanidad hasta entonces, sino también la del pueblo de Israel. Poco a poco los cristianos han ido tomando conciencia -esa conciencia que definitivamente sale a luz en el primer concilio de Jerusalén de los años cincuenta; y que los judíos fariseos efectivizaron en la excomunión y maldición de todos los judíos cristianos veinte años después, en el conciliábulo de Jamnia - han ido tomando conciencia, digo, de que Jesucristo, en el Espíritu, ha formado un nuevo pueblo, ya no circunscripto a nación o raza alguna, sino ofrecido a todas las naciones y caracterizado por la vitalidad superior del mismo vivir divino que los eleva, encaminado a los elegidos, hacia la vida eterna.
Lucas, que escribe los 'Hechos' cuarenta años después de los acontecimientos relatados, junta los gozosos recuerdos de aquellas experiencias pascuales, de la transformación que el bautismo producía en judíos y paganos, de la presencia materna de la Madre del Señor, de la realidad de la todavía pujante Iglesia de la cual él formaba parte, para explicar lo que ésta era: sociedad más que humana, preñada de vida sobrenatural, mensajera de la buena nueva de Jesús a todos los hombres, dadora de Vida nueva, impulsada y gobernada por el Espíritu.
Utilizar esas viejas tradiciones y concentrarlas en la fiesta de Shavuot, de Pentecostés, es un recurso magnífico del genio lucano, mucho más elocuente que todas las teologías que pudieron escribirse después.
El viento, las llamas de fuego que descienden sobre la cabeza de los discípulos, no solo recuerdan el viento y los relámpagos del Sinaí -donde ya se jugaba con la figura del viento como manifestación de la respiración, del espíritu o aliento de Dios- sino al símbolo de la paloma descendiendo en el bautismo sobre la cabeza de Jesús. Aún hoy viento y fuego hablan, en nuestro lenguaje, de poder y de fuerza. Los doce apóstoles, a la manera de las doce tribus, completados adrede con Matías inmediatamente antes de esta escena, representan la nueva plena unidad, en la legítima diversidad de los pueblos, de la cual nacerá la Iglesia.
La enumeración cuidadosa de, al decir de Lucas, "todas las naciones que hay bajo el cielo", desde los partos al Este hasta los romanos en el lejano Oeste, hablan de la universalidad de la oferta del Espíritu. Lo mismo que la escucha de cada uno en su propia lengua supera la división de las lenguas y el enfrentamiento de las etnias y las razas, que simbolizaba la antigua leyenda de Babel, prototipo del pecado. La gracia superará, en la Iglesia Católica, 'universal' -que eso quiere decir 'católica', en griego-, todas las divisiones, y aprovechará las diversas legítimas diferencias y riquezas de los pueblos, en la opulenta apostolicidad de 'los Doce' presididos por Pedro.
Lástima que nuestra lectura de hoy omite el final de la reacción de los presentes que, en realidad, forma parte integral de la escena y le quita estiramiento y nos muestra el humor de Lucas. A " los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios " sigue " todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: ¿Qué significa esto? Otros, en cambio decían riéndose: '¡Están llenos de mosto! '". Sí, Lucas no puede sino recordar la alegría callejera del vino nuevo de la fiesta judía de Shavuot y su abundante trasiego en ese día. Pero ahora, la alegría es mucho más grande y de un vino que se sube mucho más a la cabeza: el del Espíritu. En todo caso el que se nos brinda en la santa Misa en el Pan y el Vino de Jesús.
El vino que nos embriaga con el coraje del espíritu -viento y fuego- y que nos hace hermanos en el Señor.
La tradición litúrgica, siguiendo el esquema Lucano y la tradición judía, cierra el tiempo de Pascua y le da su punto final con esta fiesta del Espíritu derramado sobre los discípulos y transformándolos de discípulos en apóstoles. Por eso también alguna tradición usó esta fecha como si fuera la conmemoración del nacimiento de la Iglesia. No es una tradición unánime ya que, tanto en Occidente como en Oriente, fue posición mayoritaria, hasta no hace tanto tiempo, el celebrar su nacimiento el Jueves Santo.
No importa. La verdad es que resulta algo ridículo festejar hoy, como se hace en algunas partes, el nacimiento de la Iglesia, al modo de un cumpleaños profano, -cantando, incluso, el 'happy birthday' dentro de la Misa-, en estos tiempos que tantos la entienden como institución meramente humana, dedicada a las obras sociales y, cuanto mucho, a la autoayuda; y menos, si se la reduce al protagonismo 'periodístico' de su jerarquía.
Pentecostés es mucho más: corona y perfección de la Pascua. El nacer, en la transfusión del Espíritu, del verdadero y universal pueblo de Dios: nación divina, raza sacerdotal, humanidad nueva, vivificada por la Vida misma de Dios. Espíritu plasmado en palabra y sacramentos. Espíritu alma de la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Espíritu dador, no de cualquier clase de beneficencia, paz o contento, sino de, eterna y embriagante, alegría y dicha en el Señor.