Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1971- Ciclo C

PENTECOSTÉS

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Frecuentemente se oye decir de otras personas la frase: “ es un muchacho o un hombre lleno de vida ”; y esto suele constituir un elogio. En estos casos, “lleno de vida” es el hombre extrovertido, múltiple, amigo de las fiestas; “tuerca”, capaz de hacer mil cosas al mismo tiempo, chistoso, alegre, fanfarrón, movedizo, curioso, inquieto. “Lleno de vida” es también el cachorro de pocas semanas, incapaz de permanecer quedo, retozón, impertinente. “Lleno de vida” es el agitarse de las copas de los árboles, movidas rabiosamente por el pampero. O el color chillón de un cuadro moderno pintado a manotazos. En fin, que la vida se identifica con movimiento, agitación, cambio, colorido, fuerza.

Y algo de razón hay en ello, pues de hecho, el ser vivo se define precisamente por el ‘ser capaz de moverse a sí mismo'.

Sin embargo, no todo movimiento es vida y, a veces, un movimiento meramente externo puede engañarnos. El árbol no vive en el vaivén de sus ramas y hojas impulsadas por el viento, sino en el interior oculto y silencioso de su raíz y de su tronco surcado por la savia. El mar vive no en el encresparse airado de la espuma y de las olas agitadas por el huracán, sino en las profundidades cadenciosas de las algas y de los peces. El perro nunca está más vivo que cuando, inmóvil y estatuario, en posición de alerta, indica al cazador la cercanía de la presa, o cuando, desde su casilla, en la oscuridad de la noche, aguza vigilante sus sentidos cuidando de su dueño.

Hay también movimientos que indican muerte, como el fragor del edificio que se derrumba o el palpitar convulso de los miembros del enfermo o las manifestaciones hordas por las calles o el desatarse enloquecido de los electrones en el epicentro de una explosión atómica.

Estamos acostumbrados a juzgar de las cosas por lo externo. El hombre de estos tiempo, como nunca, vive volcado hacia afuera, y se deja arrastrar por el fárrago de las sensaciones, de la velocidad, el ruido, el cambio. Desde que el despertador nos hace saltar precipitadamente de la cama hasta que volvemos a ella vencidos por la fatiga, nuestro día no es sino un continuo trajinar veloz de nuestras piernas, de nuestros ojos, de nuestro pensamiento. Subimos a colectivos que se desbocan por las calles; bombardeamos nuestra imaginación con las noticias indigeridas de los diarios; nos embebemos de ruidos de bocinas, frenadas, transistores y parloteos; nos arrastra el trabajo cruel de la máquina o del escritorio; nos abruma el peso de las clases o las lecciones; nos impacienta la cola de la carnicería, el trabajo de la casa, el problema de la pensión o de los sueldos. Y, cuando el día agota su cuota de luz y marca el final de la jornada, sufrimos la última metralla desde el televisor de nuestra propia casa. Y, cuando la semana apunta al descanso del domingo buscamos la falaz diversión de la francachela nocturna o el vano apasionarnos de las canchas.

Y a eso llamamos vida. Vida es agitación, cambio, grito, carcajada, música estentórea y vino, dinero en los bolsillos, cilindradas, placeres, rímel, manifestaciones en las calles, adoquines contra las ventanas.

Pero nada de esto satisface al hombre y, detrás de este gran bochinche de fuegos artificiales nuestro hermano de Buenos Aires sufre callado el profundo drama de su tedio, de su hastío, de su insatisfacción.

Porque el hombre no es solamente un cuerpo sujeto al movimiento y sediento de placeres animales. La vida no se define en él sólo por el palpitar de su sangre o el bombear de sus pulmones y de sus glándulas. El hombre es también y, sobre todo, alma, espíritu, capacidad de conocer y amar.

Hoy se habla mucho de las represiones sexuales que alteran nuestro subconsciente y de su necesidad de liberarlas. Pero ¿Quién se ocupa de la represión brutal que nuestra civilización hace a nuestras capacidades más nobles del entendimiento y del amor? ¿Qué decir de un mundo que no nos deja tiempo para pensar, meditar, reflexionar? ¿Qué no nos da tiempo para estar y amar a nuestros hijos, intimar con nuestra mujer, respetar la dignidad de nuestras novias, com8nicar el alma con el amigo?

Porque es en la inmovilidad tranquila del silencio donde se abrevan nuestras almas, se ilumina nuestra inteligencia, se fortalece nuestro amor, resplandece la vida. No confundamos vida con bochinche y carreras y exaltaciones epidérmicas.

Vida es la del sabio inmóvil sobre su microscopio; la del estudiante callado frente a sus libros; la de la madre con su bebe dormido en los brazos; la del abuelo que vigila y recuerda; la del poeta que contempla una flor o un ocaso; la del que escucha una sinfonía o lee un verso; la del que vela a la noche a la vera de la cama de un enfermo; la del que bebe las lágrimas de su compasión por los demás; la del padre con sus hijos que mira los cisnes de los lagos de Palermo; la de la maestra que prepara su clase; el viejo que aconseja; el soldado que la ofrenda en batalla; el médico que opera; la mano que acaricia; la palabra que consuela.


Adolfo Lozano Sidro (1872 – 1935)

No llamemos vida a sus apariencias, a ese burdo remedo que pregona nuestro moderno mundo. Somos hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios. Vivamos como hombres.

Pero no basta. La locura de Dios no se ha conformado con hacernos solamente hombres. No nos ha dado solamente vida, espíritu humanos. Desbordante de amor por nosotros ha querido darnos su propia vida, su propio espíritu: el Espíritu Santo.

Ah ¡si conociéramos el don de Dios! –como dijo Jesús a la samaritana-; ese espíritu que, como germen, ha sido depositado en mostros por el bautismo y que se marchita en nuestras almas sofocado por el mundo, los negocios, el cine, la canasta, la pavada. Ese germen que ha florecido en los monasterios, en el gozo de la oración, en la serenidad de la esperanza, en el sacrificio del misionero, en el martirio del cubano y del polaco, en el rosario desgranado por las manos de nuestra madre, en la serenidad crucificada de las adversidades, en el sufrir luminoso del abandonado, en la entrega del enfermo, en la caridad heroica del verdadero cristiano.

Hoy, Pentecostés, Cristo nos regala su Espíritu, la vida de Dios, la Vida con mayúsculas Detengamos aunque más no fuera un momento el vértigo de nuestras vidas con minúscula y, en ese respiro, antes de que vuelva a arrastrarnos la vorágine, gritemos con la liturgia, a voz en cuello: “¡Ven espíritu Santo; llena nuestros corazones!”

Menú