1976 - Ciclo B
PENTECOSTÉS
6-VI-76
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
Nuestro término Pentecostés viene del griego “pentecostós" que significa quincuagésimo. La fiesta celebrada cincuenta días después de Pascua. En sus orígenes véterotestamentarios se trata de una fiesta agraria. La fiesta de la recolección o siega, día de regocijo y acción de gracias en donde se ofrecen a Dios, a Yahvé, las primicias de lo que ha producido la tierra. Todos los agricultores llevan la primera gavilla de sus cosechas al templo en donde son recibidas solemnemente por los sacerdotes.
Más tarde, el contenido de la fiesta se enriquece. Dado que la alianza mosaica se había concluido cincuenta días después de la liberación de la Pascua, de la salida de Egipto, pentecostés vino a ser naturalmente el aniversario de la alianza, del pacto solemne que hace de Israel el pueblo de dios.
Así, en el AT, Pascua, memoria de la redención de la esclavitud egipcíaca y Pentecostés, conmemoración del acto fundacional del nuevo pueblo que es la alianza decalogal, se constituyen en las dos celebraciones nacionales más importantes del viejo testamento.
En el significado pleno y definitivo del nuevo Testamento estas fiestas alcanzan su contenido absoluto en Cristo. Pascua es el paso, la liberación de la liberación egipcia del pecado y sus consecuencias a través del Mar Rojo de la muerte y resurrección, simbolizada luego en las aguas del bautismo y Pentecostés es la constitución, el acto fundacional, del novísimo pueblo de Dios, la Iglesia, que, más allá del pacto exterior y la ley escrita, comienza a moverse desde adentro impulsada por el Espíritu y es ofrecida a Dios como primicia, primera gavilla de la cosecha de salvación sembrada por Cristo en las raíces del árbol de la Cruz.
La nueva alianza ya no depende de una ley, una norma, un código escrito en tablas de piedra al cual habría que ajustarse en la conducta como recibiendo una enseñanza desde afuera, sino que es una fuerza que se instala adentro de los hombres y los mueve desde su misma interioridad. Fuerza que no son los sentidos, la emoción, las pasiones a nivel de la animalidad, ni tampoco la dinámica de la voluntad humana guiada por la razón y el querer sino el mismo amor divino alentando impetuoso en el alma transformada por la gracia.
Y esto vale la pena tratar de entenderlo porque constituye el núcleo más profundo de la novedad absoluta que viene a traer el cristianismo a la humanidad. Ser cristianos no es comportarse de determinada manera, creer en un clasificado cuerpo de doctrinas y de dogmas, seguir los ejemplos del personaje extraordinario que fue Jesús de Nazaret, cumplir con una serie de ritos y prescripciones, hacer esto no hacer lo otro. Es mucho más: es la infusión, en los dinamismos psíquicos y fisiológicos del hombre, de una nueva dimensión, mucho más allá de sus posibilidades naturales y que es la comunión de vida con el mismo Dios. El cristiano, más allá d su biología, de su psiquis, de su intelecto y voluntad, más allá de su cuerpo y de su alma racional, recibe un nuevo principio de ser y de actuar, una transfusión, un injerto que proviene no del mundo material o biológico, ni siquiera del mundo de los espíritus puros, de los ángeles, sino del mismo Dios. El cristiano es un ser divinizado porque la muerte y resurrección de Cristo le ha merecido la adopción, la infusión del mismo espíritu, del alma misma de Dios: el Espíritu Santo. El hombre que a través de la fe y el bautismo se abre al amor de Dios, como regalo sublime e increíble recibe no cualquier don sino la donación de la misma Vida divina en el Espíritu Santo.
Ya lo decía el domingo anterior, la palabra ‘espíritu’ viene del término latino ‘soplo’, ‘viento’, ‘manifestación sensible de la vida en la respiración del hombre’, pero también fuerza que, descargada, produce tempestades, agita el oleaje de los mares, hace danzar las copas de los árboles, arrastra y mueve. De ahí que el soplo, el espíritu de dios, el ‘ruah yahvé’, se manifieste simbólicamente en Pentecostés, como viento impetuoso. Vendaval divino que viene a transformar el respirar entrecortado de los hombres, sus suspiros, en el pampero rugiente de los santos.
1612 - 1614 Juan Bautista Maíno
Pero ¿Qué es este espíritu de Dios? ¿Este viento y fuego que se nos ofrece en Pentecostés? Es el suspiro de amor –ciclón en ellos- que se lanzan el uno al otro, enamorados, Padre e Hijo en el vórtice de su vida trinitaria. Padre, Verbo, Amor, sacrosanta Trinidad que ceden a los hombres el alma que los une: el Amor.
El Espíritu Santo es el amor personado que une a Padre e hijo en un solo dios. Amor que, merecido por Cristo, para el hombre irrumpe en la historia del mundo en el torbellino de Pentecostés.
Amor que, nexo de la unidad divina en la vida trinitaria, se trasforma en nexo de los cristianos en la Iglesia. Por eso suele decirse que, de alguna manera, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, porque es quien transforma a los hombres dispersos por el mundo –partos, medios elamitas, judíos y romanos, cretenses y árabes- en un solo pueblo, en una sola nación, que ha de hablar como único lenguaje el lenguaje que todos entienden y que es el idioma del amor.
Mismo y único espíritu, espíritu de unión, espíritu de paz, espíritu de amor.
Espíritu que se adueñará de su pueblo plenamente recién en la Iglesia triunfante, en la eternidad, pero que, en esta tierra, se verá contrastado siempre, aún en los cristianos, por el egoísmo, por la abulia, por la maldad, por el pecado. ¡Viento impetuoso que quisiera soplar silbante adentro nuestro pero que se ve frenado por los parantes de nuestra mezquindad y apenas puede alentar por las fisuras de uno que otro de nuestros actos buenos –primicias apenas de la cosecha- o a través de los pocos que trataron de desplegar todas sus velas y que son los santos!
Iglesia de hombres, de hombres pecadores, en los cuales nuestra condición de divinos, de hermanos de Jesús, apenas aparece y que necesitamos contantemente convertirnos, recibir nuevamente el aliento del espíritu que Jesús ha soplado a los apóstoles y que se nos reentrega y renueva en el sacramento del perdón, de la penitencia. Iglesia en formación, iglesia en ciernes, rescoldos vivos o apagados, pocas veces llameantes y atizados y avivados libremente por el Espíritu pero que un día refulgirán esplendentes cuando, más allá de la muerte nuestra pascua, el pentecostés eterno sople como tempestad de gloria y felicidad en el torbellino de amor –ciclón, simún, pampero- de la Santa Trinidad.