Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1979 - Ciclo B

PENTECOSTÉS
3-VI-79

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Todos Vds. tienen presente los primeros versículos del Génesis cuando la Sagrada Escritura comienza a cantar, con imágenes míticas, la creación del mundo. Recuerden Vds. que, además de la descripción del caos primigenio –representado, junto con la tierra desierta y tenebrosa, por el abismo acuoso del ‘tehom’‑ aparece un tal ‘espíritu de dios’ cerniéndose o aleteando sobre esas aguas. San Agustín y muchos Padres de la Iglesia, sin más, afirmaban que este ‘espíritu de Dios’ era el Espíritu Santo. Ahora bien, en realidad, a partir del original hebreo, esta atribución cristiana no parecería tan clara, tanto es así que, si cotejamos algunas traducciones modernas católicas de la Escritura, nos encontramos con algunas sorpresas.
Fíjense: la primera edición de la así llamada ‘Biblia de Jerusalén’ escribía “mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas”. Igual a la ‘Latinoamericana’. La novísima edición de la Biblia de Jerusalén vierte, en cambio, “y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”. Más aún: si Vds. van a la traducción argentina llamada “El libro de la Antigua Alianza” ‑adoptada con algunas correcciones para la liturgia en la Argentina‑ hallarán “y un viento impetuoso soplaba sobre las aguas”. Vean la diferencia: en una “espíritu de Dios”, en la segunda “viento de Dios”, en la última “viento impetuoso”.

Desde el ‘Espíritu Santo’ de San Agustín hasta el ‘viento impetuoso’ hay evidentemente considerable distancia. ¿Tendrá esto explicación o habrá que afirmar que se trata de traducciones incorrectas?
Aparentemente, según como se las mira, todas estas versiones son correctas, porque la ambigüedad deriva de la misma expresión original hebrea: ‘ruah elohim’. Porque ‘ruah’ en la Sagrada Escritura se emplea indistintamente para designar al ‘viento’ o al ‘espíritu’.
Su sentido más antiguo y primitivo es ciertamente ‘viento’, ‘soplo’. Pero, para la mentalidad primitiva, el viento no es solamente un hecho atmosférico, meteorológico. En su potencia irresistible y misteriosa está asociado a la noción de ‘fuerza’, de ‘vitalidad’. Los que alguna vez hayan experimentado los vientos del sur, en la Patagonia, podrán entender cómo los vientos de las tierras bíblicas, con su soplar impetuoso, a veces día y noche, con su silbar furioso, pueden hacer pasar fácilmente de esta experiencia de una fuerza natural a una experiencia religiosa.
El viento es una de aquellas realidades que casi todos los pueblos han cargado de significado mítico. Desde Eolo, el rey de los vientos griegos, con monstruosos súbditos como Tifón; hasta Enlil, el dios sumerio de la tempestad. “Enlil llamó a la tormenta, el pueblo solloza”, canta el ‘Enuma Elish’, poema babilónico. “Enlil convoca a los vientos malignos, el pueblo gime. En su ira, Enlil dio órdenes a la tormenta. La tormenta que pasa asolando el país cubrió a Ur como una capa, la envolvió como un sudario de llanto.” También Marduc, el Dios babilonio, vence a la potencia de Tiamat, diosa caótica del agua primordial, con las fuerzas de los vientos que desencadena sobre ella.

Pero, pronto, para Israel, el viento no representa más una pura fuerza de la naturaleza, ni un ser divino o demoníaco autónomo, sino una fuerza atribuida a Iahvé. Fuerza que puede sin duda destruir, pero que se va cargando, más bien, poco a poco, de rasgos benéficos. Es el viento de Iahvé el que seca las aguas caóticas del diluvio, el que abre en dos las aguas del mar Rojo y, luego, del Jordán, para que pase Israel hacia su salvación. Es el viento vital que trae las nubes para el riego; el que impulsa las naves en el mar.
El viento es ‑en imagen de Esdras‑ la ‘respiración’ de Iahvé. En símbolo tanto más claro cuánto que la misma palabra ‘ruah’, ‘viento’, denomina el aliento, la respiración y, por tanto, también en el hombre, síntoma de vida. El aliento, el respirar, simbolizan la vida.

Cuando el hombre muere pierde su ‘ruah’, su viento, su aliento. Pero, en la lógica religiosa del pensamiento hebreo, la ‘respiración’ del ser viviente no puede sino tener a Dios por origen. “Entonces Iahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo y ‘sopló’ en sus narices aliento –brisa‑ de vida”.
Así como da su aliento también puede retirarlo: Dice el salmo 104: “Les retiras su soplo y expiran y a su polvo retornan. Envías tu soplo y son creados y renuevas la faz de la tierra”.

Se entiende pues que, a medida que pasa el tiempo, el término ‘ruah’ se vaya cargando de sentido cada vez más hondo y simbólico y, finalmente, sea usado como una palabra técnica para expresar lo que en Dios hay de más vital, de más íntimo y, al mismo tiempo, de más poder comunicante, vivificante. ‘Ruah Elohim’, ‘Ruah Iahvé, ‘viento de Dios’, termina por significar, en el Viejo Testamento la potencia personal del Dios viviente, el Absoluto vivificador. Y, así, este ‘viento’, este ‘soplo’ de Dios, es el que, en la historia de Israel, transforma a simples hombre en profetas, en jueces ‑Sansón, Judit, Gedeón‑, en reyes, en sacerdotes que reciben, ritualmente, ese ‘soplo’ mediante la ‘unción’.

Es el mismo ‘soplo’ que, al fin de los tiempos ‑dicen los últimos profetas‑ se infundirá por todo Israel como una lluvia que inundará la tierra seca, como un nuevo aliento que juntará a los huesos dispersos, como una nueva creación que plasmará de nuevo los corazones: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un soplo nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi ruah en vosotros” Y, Joel, más allá de Israel, anuncia “sucederá después de esto que yo derramaré mi ruah sobre toda carne”.
Una evolución semejante han sufrido los términos paralelos de otros idiomas. ‘Atman’, en sánscrito ‘viento’, ‘aire’ –véase la etimología de ‘atmósfera’‑ y que terminó por significar ‘espíritu’, ‘alma’. ‘Spirare’, ‘soplar’, ‘respirar’, en latín originó ‘spiritus’, ‘soplo’, luego ‘aliento’, ‘ser volátil’ –el espíritu del vino‑ y, finalmente, también ‘alma’, ‘espiritual’. Al igual que, en griego, ‘pneuma’ de ‘pneo’ ‘soplar’, ‘respirar’ – y que sirve para inflar pneumáticos‑ pero que ya utiliza San Pablo para designar al ‘espíritu’ de la gracia, en el hombre.
Por ello las traducciones mencionadas al principio; las tres valen para el ‘ruah Elohim’: el ‘espíritu de Dios’, ‘viento de Iahvé’ e incluso ‘viento impetuoso’ –ya que a veces el decir ‘de Dios’ en la Biblia se usa como aumentativo‑. El asunto es saber si debemos detenernos en el símbolo o en lo simbolizado.
De todos modos, ya en la época cercana a Jesús, el ‘ruah Yahvé’ designaba claramente al poder vivificante de Dios. Más aún; designaba directamente al mismo Dios como vivificador, como comunicador de Vida y, en muchos escritos, tendía a personalizarse literariamente, haciéndolo actuar como si fuera una persona. De todas maneras el ‘ruah Iahvé’ era lo que, en Dios, había de más vital, poderoso y unificante.

Por eso, cuando los discípulos y evangelistas comienzan a darse cuenta de que en Jesús hay algo más que un hombre, un puro ser humano, lo expresan con esas categorías hebreas y dicen, por ejemplo, “el espíritu de Dios actuaba en El”, o “se movía impulsado por el espíritu” o “conducido por El” o “lleno de espíritu santo”. Precisamente esta actuación del ‘Espíritu de Dios’ en Cristo marca de tal manera toda su vida pública que ésta se inaugura justamente con el Espíritu que baja sobre él en el Bautismo.

Pero, a medida que adelanta la reflexión, la presencia del Espíritu manifestada en el bautismo, en los exorcismos, en los milagros, en Su palabra, se hace remontar a los orígenes mismos del ser del Señor.
Los jueces, profetas y reyes han sido consagrados por el Espíritu en un momento determinado de sus vidas. Incluso algunos, como Juan el Bautista, antes de nacer. En Cristo, en cambio, la acción del Espíritu coincide con la fuente misma de su ser, con su concepción, cuando el ‘ruah Iahvé’ se cernió, aleteó sobre el seno de María.
Más tarde entenderán también que este mismo Espíritu determinaba la vida del Verbo en comunión con el Padre, fuera del tiempo. De allí que no solo Jesús “es movido por el Espíritu de Dios” sino que “el Espíritu de Dios” constituye la vida misma de Cristo y se revela como “el Espíritu de Jesús”.

Y ese Espíritu, ese poder de vida de Iahvé, es el que resucita y recrea a Cristo después de su muerte. Cristo resucitado, en quien, ahora sí, resplandece totalmente la vitalidad del Espíritu. Cristo glorioso, Cristo espiritual, Cristo ‘pneumático’ –le llama Pablo‑.
Y, ¡ojo! no ‘espiritual’ como opuesto a ‘material’, sino espiritual como ‘vitalizado por el ruah’, el ‘viento’, el ‘espíritu’ del mismo Dios.

Este Cristo ha prometido enviar Su Vida, Su Espíritu a los apóstoles. En Juan vemos cómo el Señor ‘sopla’ sobre ellos cuando se les manifiesta en el cenáculo.
En la escena de Lucas de los Hechos, que acabamos de escuchar, vemos aparecer nuevamente el símbolo del viento, del ‘ruah’. Y la comunidad cristiana, los apóstoles se dan cuenta de que ese ‘espíritu’, es la nueva fuerza y vitalidad que tienen los cristianos y que les permitirá repetir lo gestos y actos de Jesús, anunciar la palabra de Jesús, repetir la plegaria de Jesús, hacer perpetuar en la fracción del pan la acción de gracias de Jesús, mantener unidos a los hermanos.

Pentecostés, circa 1530, Discípulo de Bernard van Orley, North Carolina Museum

 

Se dan cuenta de que ese Espíritu es el mismo ‘espíritu de Jesús’, el ‘viento de Dios’, el ‘Espíritu Santo’, apropiado finalmente a la tercera Persona de la Santísima Trinidad, como lo fue luego, poco a poco, entendiendo la Iglesia.

Eso es lo que hoy conmemoramos.
Si en Pascua hemos festejado alborozados la vivificación glorificación, por el espíritu, de Cristo Jesús, hoy festejamos la vivificación, la recreación, la resurrección de todos nosotros por ese mismo espíritu, que Cristo, el Primogénito, nos hace participar.

Es el ‘viento de Dios’, Su Vida’ ‑la que latió semioculta en la vida terrena de Jesús y fue manifiesta y gloriosa después de su resurrección‑ lo que, en Pentecostés, se nos infunde también a los cristianos, más allá de nuestra humana manera de vivir.
Pero aún también semioculta, a través de la palabra, de los sacramentos, de las obras del amor, y de las sombras de nuestra condición humana frágil y pecadora, pero que nos llevará, un día feliz, al huracán de gloria de nuestra resurrección.

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