1980- Ciclo C
PENTECOSTÉS
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
Cuando empecé a enseñar en la Facultad de Teología, recuerdo que, ante mis temores y mi sensación de ignorancia de primerizo, un viejo profesor me dijo: "No se inquiete Padre, saber estoy seguro que sabe lo suficiente. Y un buen profesor, por otra parte, no es tanto el que tiene mucha ciencia y ni siquiera mucha pedagogía, sino el que sabe ‘profesarla'. Lo importante no es tanto que el alumno comprenda de inmediato lo que Vd. dice sino que se entusiasme por lo que Vd. les enseña –ed. ‘les señala'-.”
Y es verdad. ¿Quién no recuerda vagamente, de su primaria o secundaria, a aquellos profesores o profesoras que sabían muchísimo de sus materias -castellano, geografía, matemáticas- y que, quizás, nos hicieron estudiar a fuerza de ser avaros en notas y pródigos en amonestaciones, pero que nos dejaron luego profunda aversión a las materias que dictaban, de tal manera que nunca, luego, volvimos a frecuentarlas? Y, en cambio, aquellos, a lo mejor más modestos en saber, pero que nos hacían entusiasmar por lo que enseñaban y, de tal manera despertaron nuestro interés en sus materias, que fueron, luego, casi decisivos en nuestras vocaciones posteriores e intereses. ¿Qué importa que los otros nos hayan hecho saber bien cuáles son los autores del Renacimiento y cuáles los del Romanticismo y sepamos definir una y otra escuela, si no han logrado darnos el gusto por la lectura? Según estadísticas recientes del Ministerio de Educación, el 77% de nuestra muchachada nunca toca un libro. El 22% restante lee –cuando lee- solo El Tony o Intervalo o revistas semejantes.
Aula de Unamuno en Salamanca
Es evidente que el profesor no puede transmitir toda su ciencia con las pocas horas que tiene frente a sus alumnos, ni siquiera, bien, todo el programa que se le impone; pero, si logra interesarlos realmente por las cuestiones que enseña, habrá logrado su fin: el encuentro del alumno con las realidades descriptas por la historia, la física, la matemática.
Allí están los libros y las enciclopedias para la erudición. El maestro, sobre todo, tiene que ‘dar el fuego'. Pero ¡vaya Vd. a apasionarse por el Quijote cuando, después de habernos bombardeado, desde la frialdad de sus cristales de solterona, fechas, datos y obras, nuestra buena profesora -que nos odia cordialmente, sospechosa siempre de nuestras bélicas intenciones, atenta al menor atisbo de indisciplina, pensando en sus trámites para la jubilación- nos obliga a leer para mañana tres capítulos del Ingenioso Hidalgo, mientras -más los deberes de geometría y la prueba de física- Menotti le está haciendo cinco goles a los austríacos!
Gustave Doré (1832-1883)
No. Profesor es el que ‘pro-fesa'. Y profesar es creer, confesar. Así se dice: “profesar un principio”, “una doctrina”. Y se profesa no solamente con la palabra, sino con la actitud, con la vida, con el convencimiento personal. Ese convencimiento es el que hay que sabe transmitir al alumno; lo único que hará que realmente el que escucha se encuentre con lo que se enseña.
. El racionalismo iluminista que imperó durante tanto tiempo en la educación -y aún sigue imperando- creía que bastaba ‘informar' a la inteligencia -mejor, a la memoria-, para que ésta se encontrara con la realidad. No es así: el verdadero encuentro se da no solo en la frialdad del entender y lo nocional, sino en la calidez del afecto que nos hace simpatizar con lo conocido. No sirve de nada instruir sobre el cómo leer al Quijote, hay que enseñar a gustarlo. No basta el análisis de una obra de arte; hay que aprender a gozarla. No es suficiente la biografía y el retrato de mi prójimo; tengo que saber ilusionarme con él, quererlo, hacérmelo amigo, para poder disfrutarlo.
Lo intelectual, la palabra que ilustra, la clase, queda en lo exterior. Lo que mueve es el entusiasmo, esa gana interior que me proyecta hacia lo bello, hacia lo verdadero, hacia lo alto, hacia los otros. Eso es lo que vivifica, lo que da fuerzas, alegría, ansia, curiosidad, energía para vencer los obstáculos y enfrentarse con lo arduo. No basta la noticia, la información.
Lo mismo que las leyes. Vean, ayer salió otra ‘reglamentación municipal del taxista': traje azul obligatorio, corbata, no fumar, no radio, etc. Letra muerta. Al principio habrá una gran campaña policial y, por temor a la multa, muchos cumplirán. El antiguo método pedagógico del maestro que pegaba palmetazos en la mano al discípulo que no sabía la lección. Una especie de entusiasmo negativo. Pero: si no hay algo interior, orgullo profesional, amor al trabajo, respeto por el pasajero -como no lo hay- la cosa quedará en letra muerta. Porque la única otra solución imposible es que hubiera tantos policías penando la infracción como taxistas o colectiveros.
Desde 1810, cuando la revolución de Mayo, la ‘intelligenzia' más o menos argentina ha estado tratando de redactar sucesivas constituciones, códigos y leyes; mientras, al mismo tiempo, la infiltración liberal permitía o promovía la demolición de las tradiciones y las costumbres -la fibra que constituye el entramado de las verdaderas naciones-. Como si en la frase escrita de una helada ley pudiera encontrarse la salud nacional. Todavía seguimos con eso. ¿De qué vale una ley, una constitución, una declaración, si atrás no hay un alma, una fuerza espiritual, que le dé envión, que la ponga en práctica?
Nuestra Constitución tuvo como modelos a las constituciones de Estados Unidos (1787), de la monarquía española (1812), de Suiza (1832), de Chile (1833), y de Francia (1783 y 1848).
De allí la importancia de las conmemoraciones como la de hoy -25 de Mayo- en las escuelas y en la sociedad en general. El izar de la bandera, el himno, la arenga de la directora, la escarapela prendida al pecho, la marcha de San Lorenzo ¿qué adulto no ha de confesar que abrevó su sentido de Patria más en la emoción de la bandera flameando en el patio de su escuela, en las fanfarrias de los desfiles y en el gallardo trote de los granaderos que en las clases de ‘educación cívica' o ‘democrática' o ‘cultura ciudadana' o cómo diablos hoy se la llame?
Es lo que ha hecho la pedagogía divina. Ya desde el Antiguo Testamento. Porque no bastaba que al rey, al profeta, al pueblo, Dios les diera sus leyes, sus palabras. Les daba también la fuerza, el ardor, el entusiasmo. Cuando la palabra de Dios llamaba al profeta y ponía Sus palabras en sus labios, al mismo tiempo le daba Su ímpetu, Su brío, Su potencia.
Esa potencia que los antiguos veían reflejada en el soplar del viento, en el rugir de los huracanes, en las lluvias fertilizantes que traían las brisas del Mediterráneo.
Palabra de Dios y Viento, Soplo de Dios.
Mensaje y fuerza. Idea e impulso, Sabiduría y poder. Logos y espíritu. Cualquiera de ellos, sin el otro, nada puede hacer.
Pero al AT era solo una preparación. Dios había hablado, sí, al hombre, de muchas maneras –como dice la epístola a los Hebreos- y le había enseñado muchas cosas. De vez en cuando le había dado entusiasmo, espíritu, viento, para cumplirlas. Pero, en Cristo, le da la Palabra definitiva. Jesús es la suprema y definitiva enseñanza del Padre a la humanidad. El es la Palabra, el Logos, la clase, que compendia en si todas las posibles palabras. Él es la Ley que subsume todas las leyes. Ya nada le queda por decirnos: en Cristo todo ha sido dicho.
Pero no basta. Como no basta escuchar la clase, ni promulgar la ordenanza. Has descubierto a Cristo, has oído su palabra, le conoces, pero todavía estás encerrado en el Cenáculo. Es necesario todavía que Él te sople. Es menester que el huracán y la llama se enciendan en tu pecho; que te entusiasmes, que te transformes. Que esa Palabra que resonó afuera, ahora, en el espíritu, te queme adentro.
Anton Raphael Mengs (1728 - 1779)
Y, para eso, el Padre y el Maestro te soplan, no un espíritu cualquiera, un viento momentáneo, un ímpetu que pasa –como en el AT- sino que te soplan Su propio Espíritu: el Espíritu Santo.
"No padre, no quiera preparar sus clases de teología solo estudiando ” –me decía el viejo profesor- "rece y hágase santo .”
Cristiano, no basta que sepas la doctrina, conozcas los mandamientos leas el evangelio. Tienes que avivar en tu pecho el fuego y el viento del Espíritu Santo que has recibido en el Pentecostés de tu bautismo.
Dios te ha dado la fuerza inmensa de su huracán de Vida. Déjalo soplar.
Ahí está encerrado en tu pecho, te ha transformado, motor de cien mil caballos que no sabes aprovechar. Podrías ir más ligero que el viento y, ¡con semejante motor!, vas a un kilómetro por hora.
Me decís que no sentís nada, que no tenés fuerzas para ser verdaderamente cristiano, para erradicar tus vicios, para hacerte santo ¡con semejante motor! El Espíritu Santo. Dejalo actuar.
El es el impetuoso Viento que ha de impulsar la nave de tu combatir cristiano. Allí está, lo tenés, Viento y Fuego.
Pero ¿cómo te empujará si no despliegas las velas y levas el ancla? Levantá el ancla de tu egoísmo, limpiá la rémora de tu pereza, tu soberbia y tu comodidad, y desplegá al viento las velas de tu oración. Porque es la oración la que recoge el ímpetu del Espíritu.
Verás entonces qué fácil y rápido metés tu proa cristiana en este mundo y, mientras te transformas, y transformas a los demás, raudo te encaminarás a aquella costa donde canta eterna la Palabra en la brisa fértil y luminosa de Dios.