Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1981- Ciclo A

PENTECOSTÉS

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Uno de los pensadores más interesantes de nuestro siglo es Henri Bergson, muerto en el año 1941, Premio Nobel de la literatura del año 27. Nacido en Francia, pertenecía a una familia polaca, de origen judío.

Una especie de prodigio en matemáticas con gran decepción de todos sus profesores se dedicó a la filosofía y a las letras. Licenciado triplemente en Matemáticas, Letras y Filosofía, se dedicó, mientras pudo, al estudio y a la enseñanza. Luego, se dedicó a escribir.


Henri-Louis Bergson (1859 – 1941)

En sus últimas obras se acercó tanto al pensamiento católico que muchos hablaron de su conversión. Lo cierto es que, cuando todavía podía hacerlo, concurría a la sinagoga y se había hecho muy religioso. En su testamento escribe: “Mis reflexiones me han acercado cada día más al catolicismo, en el que veo el coronamiento del judaísmo

Sea lo que fuere de su convicciones personales y de su posición íntima frente a Dios, los escritos que nos ha dejado son, sin ninguna duda, fruto de una mente brillante, con un estilo único, fecundo en imágenes, ritmo y poesía. Quizá esto último sea precisamente lo que conspire a la falta de rigor de su sistema, pues suple en brillo de pluma y estro fogoso lo que tendría que haber construido sobre consistencia lógica.

Uno de los temas más importantes de su pensamiento es el del ‘ élan vital ´, ‘impulso vital', que expone en su libro “La evolución creadora” de 1907. Allí podemos hallar una de las críticas más lúcidas al evolucionismo mecanicista que, a partir de Darwin, había defendido Haeckel y había sido desarrollado filosóficamente, utilizándolo como caballito de batalla anticristiano, por Huxley y, luego, Spencer [Herbert, (1820 - 1903)].


Ernst Heinrich Philipp August Haeckel (1834 - 1919)

La vida, decían éstos, no es más que la fortuita combinación de determinados elementos químicos que, a través de fallas en su sistema hereditario, producen nuevas formas que subsistirán o no según su adaptabilidad al medio y su posibilidad de competir victoriosamente con otras formas de vida.

Bergson niega vehementemente el que los organismos vivos no sean sino una amalgama ocasional de elementos químicos. La individualidad de una célula, de una planta, de un animal, no está precontenida en los elementos que la componen. Este gato es más que el conjunto de carbono, de hidrógeno, de nitrógeno y otros elementos que lo integran. No se puede reducir a ellos. Cada individuo vegetal o animal u hombre que nace es una novedad en el mundo. No estaban previamente en la materia que los constituye. De tal manera que, como estos nacimientos y novedades aparecen constantemente a través del tiempo, el mundo se nos muestra como en estado de ‘creación constante'. Continuamente hay acontecimientos y seres novedosos.

Por supuesto que Bergson, en lo que respecta a la historia total del universo, acepta el hecho de la evolución. Pero, como en el caso de la aparición de los individuos, discute el que ésta pueda explicarse como lo pretendían los mecanicistas: una simple combinación de elementos inertes que, mecánicamente, actuarían y, mecánicamente, serían seleccionados por la supervivencia del más apto.

Lo físico y lo químico no puede explicar la evolución –afirma Bergson- porque la inercia no es capaz de producir cambio y novedad; y la entropía, la degradación de la energía, regula finalmente lo puramente material.

La mera materia tiende a desgastarse, a envejecer, a oxidarse, a enfriarse, a inmovilizarse, no a crecer, a defenderse, a reproducirse, a progresar. Un auto abandonado junto a la vereda no tiende a renovarse y mejorar, sino a arruinarse.

El movimiento de la vida es contrario al de la pura materia. La corriente de la evolución debe enfrentarse con la corriente entrópica de lo material. Por eso Bergson recusa los sistemas evolucionistas mecanicistas.

Afirma que, detrás del hecho evidente de la evolución del universo y de la vida, desde las formas más primitivas hasta el hombre, interviene una especie de ‘impulso', de ‘soplo', de ‘ola vital' que, desde el fondo de la materia, como una especie de fuego de artificio que asciende y, a medida que asciende, va estallando en formas más bellas y perfectas, va creando al universo, a la vida y al hombre.

A esta fuerza Bergson la llama, como ya hemos dicho ' élan vital ', ‘impulso vital'. Su término es –afirma- la conciencia del hombre, en donde la vida halla su más alta sublimación intelectual. Así como –también lo dice- en los insectos alcanza su más alta sublimación instintiva.


Arthur Dove (1880-1946) Élan vital

Es interesante el que, en sus últimas obras, Bergson sostenga que ese ‘élan vital' encuentra su manifestación suprema en la mística cristiana, en la identificación ‘extática' de la inteligencia con este ‘impulso vital'. Y cita abundantemente a San Juan de la Cruz y Santa Teresa .

Pero, es claro, todo esto es una gran poesía. Nunca se entiende del todo, en Bergson, qué es este ‘impulso vital'. A veces parece identificarlo, algo panteísticamente, con Dios. Otras, parece ver en él algo como el reverso de la materia. De tal manera que -como repetirá más tarde insensatamente Teilhard de Chardin- la conciencia ya se encuentra en estado embrional en el primer átomo de materia.

Ninguna de las dos interpretaciones en todo caso es admisible. La primera, porque Dios no puede confundirse con ningún impulso vital del universo. Dios es trascendente al mundo y, aunque el mundo y nosotros no existiéramos, Él lo mismo existiría tal cual. Y. segundo, porque de ninguna manera puede admitirse que la conciencia ya se encuentra en el primer átomo. En esto Bergson contradice su afirmación de que lo asombroso de la vida es precisamente su constante novedad, su continuo estar siendo creada.

Que una sinfonía de Mozart surja con la ayuda del cerebro de Mozart; que el cerebro de Mozart esté compuesto por una serie de complicadas agrupaciones de células; y que, a su vez, éstas estén compuestas por complicadas macromoléculas integrando circuitos liados de átomos simples es admisible. Pero que yo pueda explicar el aparecer de la sinfonía por las leyes químicas y físicas de estos últimos elementos, no lo es.

Yo puedo decir también: el Quijote ha sido escrito funcionando el cerebro de Cervantes; el cerebro de Cervantes ha sido posibilitado por una larga sucesión de cerebros humanos anteriores. Estos, a su turno, por una larga vía biológica en la cual especies inferiores ensayaban códigos genéticos cada vez más encefalizados. Esos órganos inferiores fueron generados por la combinación de determinadas moléculas que aparecieron hace más de tres mil millones de años: proteínas, albúminas y sobre todo ácidos nucléicos. Estas, porque la tierra se enfrío y, en determinado momento, produjo las condiciones para su aparición. Puedo remontarme aún más atrás y encontrarme, en los inicios de la expansión del universo, con los simplicísimo átomos de hidrógenos. Todo eso está bien; pero que nos digan que en esos átomos de hidrógeno ya está contenido el Quijote, eso va contra los primeros principios: de lo menos no puede salir lo más; de la nada no puede salir el ser. Si no hay algo o alguien que vaya combinando esos elementos en contra de la corriente de la entropía y de la inercia, desde el hidrógeno no podré llegar jamás al cerebro de Mozart o de Cervantes.

Y vean que no basta explicar el mecanismo de la evolución para entenderlo. Al contrario son precisamente las explicaciones científicas las que nos plantean más agudamente la pregunta del ‘quién' y el ‘hacia donde' de la evolución.

Supónganse que, en una tribu perdida del África en donde jamás ha llegado la civilización, hombres primitivos descubran abandonada una motocicleta. Por más que alguno de ellos logre investigar cómo funciona y, aún, utilizarla, le quedará aún preguntarse quién la fabricó y para quién. Obvio que, si en una expedición a Marte encontráramos una línea de montaje automático de robots, ella explicaría la fabricación y aparición de éstos, pero estaríamos lejos aún de saber quién planeó toda esa fábrica y con qué propósitos.

Explicar los mecanismos de la evolución tampoco basta para comprenderla, ni entender su por qué.

De allí que no haya que temer a las teorías evolucionistas como si ellas pudieran conmover la doctrina de la creación.

Si ha habido evolución, o no, es algo que tiene que demostrar o refutar la ciencia. Más bien parece que hay que admitirla. Pero si se admite, entonces, dada la inverosimilitud de un proceso semejante que va en contra de toda ley de probabilidades y en contra de la entropía, o bien seríamos llevados a afirmar absurdamente que en el primer átomo de hidrógeno ya se encuentra la vida y el pensamiento, lo cual es a todas luces falso –de lo menos, salvo intervención externa, no puede salir lo más, lo imperfecto no explica lo perfecto, la nada no da razón del ser- o, si no, hemos de admitir que el ser, la vida y la conciencia, son dados por Alguien que los posee en plenitud.

El que Darwin, Haeckel y Spencer hayan querido utilizar el evolucionismo como arma antirreligiosa a nosotros no nos va ni nos viene. El que Giordano Bruno hubiera querido utilizar el descubrimiento de Copérnico y, luego, de Galileo de que la tierra giraba alrededor del sol en contra de la Iglesia, no debió llevar a algunos eclesiásticos a atacar esta teoría.

Estos problemas hay que dirimirlos en el terreno científico que corresponde. Mientras tanto la evolución, que nos habla de una creación constante, clama mucho más por la existencia de Dios que el universo estático y fijo de Aristóteles.

Bergson, a pesar de su crítica al mecanicismo evolucionista, se equivocó, de todos modos, al identificar a la ‘vida' con el ‘impulso vital' de la evolución creadora.

Una sana metafísica que razone seriamente, a partir de los datos de la ciencia y del cristianismo, afirmará, en cambio, que, ciertamente, la verdadera Vida se identifica con Dios.

El es la Vida por antonomasia, y no necesita del mundo ni de ninguna evolución para vivir. Pero, libremente, por gracia, ha querido crear vida a su imagen y semejanza.

Para eso, desde hace 14.000 millones de años -al decir de los astrofísicos-, viene plasmando creadoramente la materia, siempre utilizando, como medios, las causas segundas de la física, la química, la meteorología, la astronomía, que estudian las ciencias. A partir de determinado momento crea la vida. Vida rudimentaria, primordial. Y la hace crecer, mediante mecanismos genéticos y ambientales, en procesos que puede investigar, también la ciencia, hacia formas superiores. Todo dirigido hacia la aparición del hombre.

De Dios, sí, partió un ‘impulso vital': el que insufló en el barro para crear al hombre, a través de millones de años de alfarería divina.


Mikhail Vrubel, Pentecostés, Detalle, 1884, Fresco. Iglesia de San Cirilo, Kiev

Pero no le bastó. No quiso solamente crear una semejanza lejana de Sí mismo: una vida copiada imperfectísimamente de la propia, un aliento entrecortado de vidas perecederas. Quiso –ahora si- recreadoramente, en suprema Novedad, darnos Su propia Vida y Su propio Impulso, ‘Élan', ‘Viento divino' y, para eso, nos da, en Pentecostés, Su mismísimo Impulso Vital.

El Viento divino que infundió en nuestras humanas vidas por la Gracia es el mismísimo Viento divino que, en torbellino de amor, une, en un solo Dios, al Padre y al Hijo: el Espíritu Santo.

Thomas Henry Huxley (1825–1895) biólogo británico, conocido como el Bulldog de Darwin por su defensa de la teoría de la evolución, no Aldous Leonard Huxley (1894–1963), el famoso autor de Un mundo feliz, (Brave New World) (1932).

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