Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1982 - Ciclo B

PENTECOSTÉS

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

La palabra “santo” despierta inmediatamente en nuestra mente la figura del hombre bueno paciente, que sonríe frente a todas las dificultades, que ayuda a los demás, que es incapaz de hacer mal a nadie, de matar ni a una mosca.

¡”Hay que tener una paciencia de santo!” decía mi madre oyendo los feroces gritos de mis hermanos. Y algo de eso hay, porque, indudablemente, el santo debe ser también un hombre bueno. Claro que habría que precisar también qué significa ‘ser bueno', ya que, antes que nada 'ser bueno' no significa ser ‘buenito', sino ser ‘todo un hombre'.

Pero, aparte ello, la santidad dice mucho más que una simple cualidad moral. Por eso, el Nuevo Testamento llama ‘ santos' a todos los bautizados, prescindiendo de si son más o menos buenos o buenitos.

Porque la santidad no es sino la dimensión propia de lo divino. No un determinado ‘comportamiento' ético, sino un ‘nivel esencial', ontológico.

‘Santo' –‘ qadosh' , en hebreo-, ya lo hemos dicho otras veces, quiere decir ‘ separado' . Frente a las religiones que sostenían que la naturaleza o el hombre o el alma o los ídolos o los poderes del cielo o los astros eran divinos, la Revelación afirma que nada de eso es Dios. Él no se confunde con ningún ser al alcance de las manos o de la inteligencia del hombre. Dios es ‘lo totalmente distinto', lo ‘Otro', lo separado. Ni lo natural, no lo humano, ni lo astral es divino. Dios está segregado de todo. Él es el ‘apartado', el ‘ qadosh' , el ‘santo'.

Sin embargo no está lejos de nosotros: se ‘manifiesta' en teofanías, manda mensajeros 1, significa su presencia en la tempestad y en el fuego. Está en lo más intimo de todo ser, sosteniéndolo en el existir. Pero su rostro ‘nadie lo puede ver'.

Una cosa es, pues, la vida de la tierra, la vida del hombre -o de la ‘carne' en el lenguaje bíblico- y otra la Vida de Dios, el Santo, simbolizada en el viento -‘ ruah ', en hebreo; ‘ pneuma ' en griego, ‘ spiritus ', en latín-.

El viento –el ‘espíritu'-, que figura la ‘respiración', el aliento de Dios, es alegoría de la vitalidad de lo Santo.

Cuando en el Antiguo y Nuevo Testamento se quiere decir que, desde su trascendencia, Dios infunde Su vitalidad, Su fuerza, al hombre, una de las imágenes más comúnmente usadas es afirmar que ‘le sopla Su aliento', que le infunde Su ‘viento', Su ‘espíritu'. Y, cuando un hombre recibe ese ‘espíritu', ya no está actuando solamente con sus fuerzas, inteligencia o virtudes humanas, sino con las fuerzas y luces de la misma Vida del ‘separado', del ‘Santo'.

El ‘espíritu santo' no es el ‘espíritu buenito'. Es el viento tempestuoso simbolizando la Vida sobrehumana del Dios que está más allá de todo, fundando todo, en todo, pero sin confundirse con nada.

Él presta, a veces, ese Su espíritu a hombres elegidos. A profetas, reyes, guerreros de Israel. En la debilidad de la carne, realiza los portentos de la fuerza de lo Santo.


Sansón desquijando al león

Pero, de hecho, el pueblo elegido, parece haber querido confiar más en sus propias fuerzas y luces humanas que en esta Fuerza –Viento y Fuego- que viene de lo alto, pero que no puede manejar a su arbitrio. Confía más en sus carros de caballos, en sus ejércitos, en sus riquezas, en sus alianzas temporales que en este Fuego y Viento imprevisibles de Dios.

Y, así, los reinos de Israel y de Judá terminan en el desastre. Y el Espíritu de Dios deja de soplar sobre su pueblo.

Sin embargo, aún en medio de las premoniciones de catástrofe, los profetas habían prometido que llegaría un día en que el ‘espíritu de lo Santo' volvería a soplar y recrearía un pueblo.

Y lo hará a partir, precisamente, de aquellos que, en la fe, se harán dóciles al querer de Dios y no se apoyarán en lo humano.

Cristo y María son los primeros ejemplares de esa nueva raza, en la aceptación plena de la voluntad divina. Ambos son llenos del Espíritu Santo, del aliento vital divino.

Ese mismo Aliento que -vemos hoy en el evangelio que Jesús- mediante su muerte, sopla resucitado a sus discípulos y que Lucas nos muestra -en la primera lectura- conmoviendo la casa y quemando la frente de los apóstoles.

Desde ahora, todos los que, en la fe, acepten asimilarse a la entrega a Dios de Cristo, recibirán ese Aliento divino que el Nuevo Testamento nos descubre como la tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu de Jesús, la Vida de Dios, el Viento Santo.

Ese ‘viento' querrá hacernos, también, hombre buenos; pero lo importante no es eso, sino que nos hace ‘santos', nos hace más que hombres, porque infunde en nuestras vidas humanos, transformándolas, el Aliento divino del Santo, del ‘ Qadosh' .

Mientras permanezcamos en la gracia de Dios, abiertos humildemente a Él, somos todos santos, porque lo separado –lo que no es ni hombre, ni naturaleza, ni cósmico- nos ha elevado a Él.

Por eso, si debiéramos corregir lo que tradicionalmente se considera un hombre bueno, mucho más tenemos que corregir lo que espontáneamente pensamos de un hombre Santo. Porque, si la santidad es participar de la Vida divina, antes que nada tendríamos que investigar qué es lo que nos dice la revelación sobre Ella, en el Antiguo y el Nuevo testamento. No podemos partir de una definición de Dios inventada por nosotros, tenemos que usar la imagen con la cual el Santo mismo se presenta.

Hay que tener cuidado, porque la palabra Dios hoy está sumamente empobrecida. Por un lado deformada e ideologizada, abstracta, por la filosofía. Por el otro edulcorada, antropomorfizada, por el pietismo y el humanismo y la superstición.

Hay que volver al Dios vivo de la Biblia. Más allá de las definiciones, el de la tempestad y el fuego. El de la ira y de la misericordia. El Santo que baja a cabalgar al frente de su pueblo.

Y hay que volver al Cristo del evangelio, más allá de sus imágenes enruladas y de labios pintados. Al de la ternura viril, sí, hermano de los pobres, pero altivo frente a los poderosos, airado ante los fariseos, látigo en la mano aventando mercaderes.

Por algo Pentecostés es Viento y es Fuego. Por algo el ‘espíritu' que da Jesús a los Apóstoles no solamente perdona, sino que también ‘retiene'.

Por algo uno de los dones del Espíritu es la Fuerza, la Fortaleza.

Porque no siempre es posible el diálogo, la componenda, el beso de paz. (Judas también besó a Jesús.) El mal y el pecado son terribles realidades que no serán extirpadas del mundo sino en la victoria final. Mientras tanto, actuantes en la historia, exigen del hombre y del cristiano la Fuerza para combatirlos y vencerlos, si es posible. Y, si no, de resistirlos hasta la muerte.

Y allí está en la historia de la Iglesia la Fuerza del espíritu sosteniendo a los mártires –forma suprema de la Fortaleza-, pero, también, en el cotidiano combate con el mal, con el pecado, a veces impersonal, como en las tentaciones, en las debilidades y desalientos. A veces encarnada en hombres, en sistemas y en pueblos. Y, por eso, también, la Fortaleza, tantas veces ha de hacerse espada. La espada de los agentes del orden, la espada de los ejércitos cristianos que luchan por la fe y por la justicia cuando son agredidos injustamente.

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28 de Junio de 1807. La Gran Aldea parece dormida. Son apenas treinta mil habitantes –hombres, mujeres, ancianos, niños- con las costumbres sólidas y rutinarias de un pueblo que trabaja, vive en el amor de sus familias y amigos, y reza al Señor.

Las grandes fiestas de la liturgia son los acontecimientos del pueblo. Las campanas de las Iglesias marcan los ritmos de amaneceres y de ocasos y el ruido de la jornada termina siempre envuelto en el murmurar de los rosarios.

Mansa, fácil presa, parece al pirata inglés, brazo de la prepotencia del primer imperio del mundo.

Doce mil soldados es la desproporcionada cifra que desembarca Whitelocke en la Ensenada de Barragán, deshaciendo una pequeña tropa de criollos y estableciendo allí su cabeza de puente.

A los cuatro días ya están en Quilmes con 9000 hombres y 18 cañones. Al día siguiente toma los corrales de Miserere batiendo a la tropa de Liniers .

El cinco de julio los ingleses se preparan para el ataque final, en tres columnas de dos mil hombres cada una. Una, por la Recoleta hacia Retiro, otra por la calle de la Merced y otra por San Miguel. La ciudad parece perdida.

Pero todos sabemos el fin.

El inglés Holland , uno de los oficiales británicos, comenta el agobiador bochorno, después de rendirse en Santo Domingo, luego de haber tomado el convento para rescatar los trofeos perdidos en la primera invasión, profanando altares y matando a dos monjes dominicos. Escribe:

Los soldados estaban todos llorando. Se nos hizo marchar a través de la ciudad hasta los fuertes. Nada podía ser más mortificante que el paso a través de las calles, entre la gentuza que nos había conquistado. Eran gente de tez muy oscura, bajas y mal hechas, cubiertas con mantas, armadas con largos mosquetes y algunos una espada

Pentecostés. Pidamos hoy a Dios que el aliento de tempestad y fuego que es capaz de encender en los corazones cristianos y su Espíritu Santo, repita en nuestras Malvinas el milagro de la Reconquista.

Un capellán ha dicho por radio -en medio del ruido de fondo de los disparos- que, en esos momentos, todos los soldados cristianos en Malvinas estaban confesados y comulgados. Estaban en gracia de Dios.

Que esa fortaleza que tantos de ellos ya han demostrado entregando la propia vida, de alas al resto, para la victoria.

Y así podamos cantar siempre en nuestra Patria, en la libertad plena de los hijos de dios: “Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios de los ejércitos”.

1 ‘Ángel', precisamente, en griego ( ? ??e???), quiere decir ‘mensajero'. Traduce en la Biblia al término ‘mal'ach', con el mismo significado. Por lo menos, aunque se quiera discutir su ser personal, en esta función, significa la proximidad del supremamente ‘Otro' a sus criaturas.

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