1989- Ciclo C PENTECOSTÉS
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
Que el mundo está lleno de planes, de proyectos, de plataformas políticas, de promesas; que nuestras propias vidas plenas de intenciones, ideales, designios, aspiraciones, intentos, todos lo sabemos, y hacen al dinamismo de la existencia, de la historia, de la realización personal.
Que muchísimos de esos programas y sueños fracasan, también todos lo sabemos. Algunos porque ideales utópicos, irrealizables, faltos de inteligencia, porque no miraron la realidad, porque apuntaron a más allá de lo posible, porque, a lo mejor, fijaron bien la meta, pero se equivocaron con los medios. Faltó lucidez, prudencia, talento, juicio, vista, cerebro, clarividencia. Otros, en cambio, fracasaron a pesar de que todo se había planeado y calibrado cuidadosamente, de acuerdo a pautas verdaderas, matemáticas, porque falló el impulso, la fuerza, ganas para llevarlos a cabo. No faltó visión ni lucidez: faltó dinamismo, entusiasmo, kilovatios, perseverancia. El ideal existía, pero no hubo agallas para defenderlo, ni espada para imponerlo. Las cosas estaban claras, el parabrisas límpido, los faros rutilantes, el mapa subrayado, pero no había motor, faltaba nafta. Veíamos bien las cosas en el papel, las palabras convencían, se reconocía la razón objetiva de lo dicho o de lo leído; pero no surgía de nosotros la más mínima moción al respecto. Veíamos la verdad como teorema ingenioso, no como belleza subyugante.
Y así anda el mundo, lleno, al contrario, de ímpetus fanáticos detrás de concepciones falsas, de exaltaciones arrobadas y enardecidas frente a líderes o caudillos de opereta, de adhesiones y furores arrebatados a favor de vacíos mitos democráticos, de terquedad, pertinacia, obstinación sin tregua para imponer inhumanas ideologías, de solidez, violencia, brío, eficacia y nervio para llevar adelante la destrucción de los pocos valores y verdades que quedan. Casi como si, para el error y la mentira, se suscitara una potencialidad diabólica que hace que el que hasta ayer era una nada, una mosca muerta, convertido a la izquierda, o a la revolución marxista, o a la liberación freudiana, se transforme, de la noche a la mañana, en un profeta vehemente y activísimo de sus nuevas ideas; propagador constante de lo falso; mordaz, lleno de inquina por la verdad; pertinaz en su labor destructiva y deletérea del bien.
Entre los mismos cristianos y aún monjas y clérigos, si más o menos buenos, piadosos y creyentes, helos allí pacatos y sin prisa, inofensivos y pacíficos. Si, de pronto, convertidos a la teología liberadora o al feminismo o a cualquier otro disparate postconciliar, invadidos súbitamente por un activismo ubicuo, brioso, redoblado, ansioso de prensa, proselitista, carismático, infernal.
Es verdad que la eficacia inmediata de la destrucción es más atractiva, para los espíritus débiles, que la lenta eficiencia de la construcción. Mientras haya valores, verdades y bienes que destruir, siempre habrá lugar para la vocinglera vehemencia izquierdista y el porfiado salvajismo revolucionario. Mientras quede algún señorío y nobleza, habrá diversión fácil para el escupitajo de la plebe. Pero ya se va acabando la diversión.
Por un lado, digo, pues, esta ebullición de fuerzas y pasiones para el error, lo sin verdad, sin razón, sin logos, camino al caos, a la disolución, al frenesí, a la pérdida –finalmente- de la libertad.
Y por el otro, la verdad, pero sin nervio, sin fuego, sin viento, sin calor, sin santidad. Cristianismo exangüe, anémico, clorótico, incapaz de sostener la antorcha ni defenderla a puño y sable; ni de testimoniarse en calidad y en hidalguía, en dignidad y grandeza. Cuando no se vive un cristianismo desleído, lacayuno y obsequioso con el mundo, pobre de ideas (en la catequesis para menguados y sandios que se imparte en nuestros días), ‘sentimental y coqueto', delicado y emotivo.
Cuando no, digo, esta burla de cristianismo monjil y afeminado, la verdad católica se oculta o, porque universalmente perseguida, pusilánimes y pávidos nos avergüenza y la vivimos en la mezquina frontera de nuestra intimidad; o porque, a lo mejor, la hemos transformado en una ideología más, quizá bien estudiada en los libros, razonablemente fundada, inteligentemente defendida, pero sin gana, sin entusiasmo, sin más calor que el que me da la defensa de mí mismo, de mis propias opiniones. Porque es ‘mi' verdad, no porque es ‘la' verdad. Y, mucho menos, porque esa Verdad sea Cristo, Jesús viviente, mi Señor y mi Caudillo, de quien recibo banderas y pendones ‘y no frías razones'.
"Ni sentimientos acéfalos, ni pensamientos ajenos a las pulsiones cordiales”, decía José Isaacson, en su libro “La Argentina como pensamiento”.
Y nosotros tenemos, sí, el pensamiento, la palabra, el logos, la razón, la Verdad. Ella se ha encarnado en Cristo Jesús y nos es transmitida por la enseñanza inmutable e infalible del magisterio auténtico de la Iglesia -que hay muchos que hablan en nombre de la Iglesia , pero no son su magisterio auténtico-. Sí, la Verdad la tenemos: Jesús nos muestra meridianamente la verdad y el camino, y nos revela los designios del Padre para cada hombre, para las naciones y para la historia.
Pero, ¿quién nos dará, ahora, las ‘pulsiones cordiales', el sentimiento, la pasión, el amor y la cólera, la fuerza, la nafta, los kilovatios, la savia que vitalice el pensamiento? ¿El colorido que dé brillo y belleza y fascinación a la verdad? ¿La sangre que llene de vida el edificio abstracto de nuestras ideas, y de carne y corazón a nuestra fe?
Pentecostés. Espíritu Santo. Temblor de tierra, rugido del cielo, ráfaga de Pampero, ardimiento de fuego.
Sí. Espíritu ardiondo y hervoroso, pon en ignición e incendios nuestro puñado de verdades. Inflama y enardece nuestras ansias de vocearlas, de bramarlas. Convierte en torrente arrebatado el lánguido circular de nuestra sangre.
Espíritu tempestuoso, pon pujanza y reciedumbre en nuestro cristiano aliento; fibra y brío a nuestros brazos para que hagan flamear los estandartes y blandir las tizonas. Da vigor a nuestros mandobles y ternura a nuestras caricias. Enamóranos.
Santo Espíritu del Padre y del Verbo-Hijo, Tú, que no quisiste nunca manifestarte frente a nosotros -como lo hizo el Padre a través del Hijo- y permaneces anónimo y sin rostro, porque has querido meterte dentro nuestro. Y allí estás, desde el bautismo, cubierto por el celemín de nuestras frialdades y nuestros miedos. Destápate hoy, Pentecostés, tu día. Descúbrete, sopla y ruge, quema y hiere, haznos -en este mundo de falsedades y promesas, de carnavales electorales y fementidas libertades-, haznos portadores de la luz. Sea que, una vez saciados odios y venganzas, apagadas las pasiones y desnudada la mentira, desde los escombros podamos volver a construir. Sea que cada vez nos reduzcan más el espacio de aire y de luz. Danos, lo mismo, valor y alegría, danos coraje, danos santidad.