Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1991 - Ciclo B

PENTECOSTÉS

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

"Allí está Belet-illi , la matriz, la comadrona de los dioses, la sabia Nintu . Le dijeron: 'Tu has de ser la matriz formadora de la humanidad para que soporte el yugo y reemplace el trabajo de los dioses...' Nintu abrió la boca y contestó: 'Que Enki me de arcilla y yo obraré.' ...El primer día del mes, el siete y el quince, se reunió la asamblea de los dioses, mataron a We, un dios que tenía espíritu y con su carne y su sangre Nintu mezcló arcilla... Cuando hubo terminado su encantamiento, escupió sobre su arcilla, separó catorce puñados; puso siete puñados a la derecha, siete puñados a la izquierda: siete fueron varones, siete mujeres"

Estas son las principales frases del mito de la creación del hombre en el poema acádico de Atra-Hasis , el "Superinteligente", héroe principal del relato. Uno de sus más antiguos ejemplares y el mejor conservado, en tablillas escritas en alfabeto cuneiforme, está fechado en el reinado del rey de Babilonia Ammisaduqa (1646-1626 AC), es decir ochocientos años antes de que tomara su forma definitiva la tradi­ción más antigua del Génesis respecto de la creación del ser humano.

Y el mencionado relato no es sino uno de los tantos que conforman los mitos de Mesopotamia que han llegado a nosotros sobre la aparición del hombre y que, en su mayor parte, hablan de su formación a partir de una mezcla de arcilla con sangre de un dios.

Ya sabemos que la sangre, para los antiguos, es el vehículo de la vida o del espíritu; de tal manera que el hombre estaría conformado, según estos mitos, por una amalgama de tierra y de vida divina, materia y espíritu divino.

Estrictamente pues el hombre no sería una creatura sino una porción de espíritu divino venida a menos, encerrada en la materia, en la arcilla, en el cuerpo.

En esto coinciden los babilonios con todos los mitos y cosmovisiones de la antigüedad: el hombre posee por naturaleza una porción divina. Es precisamente hombre no por la materia que comparte con animales plantas y minerales, sino por esta partícula espiritual que lo emparenta con los dioses. Tal sostienen los egipcios, tal los hindúes, tal los griegos desde Parménides, pasando por Platón y Aristóteles, hasta más allá de Plotino. Más aún, de una manera u otra, sigue siendo la afirmación de la filosofía moderna, de la Cábala judía, de la gno­sis, de las teosofías, de las religiones orientales, y de la mayor parte de las ideologías contemporáneas no cristianas.

De tal manera que, siendo ya divino por naturaleza, el hombre no tiene más que hacer que dominar su cuerpo, la arcilla, la materia, su biología, su entorno material, para liberar y desplegar esa potencia­lidad divina que tiene encerrada en si.

Y, efectivamente, el hombre, desde la más remota antigüedad, ha puesto su empeño en este intento: desde por medio de la magia hasta de la técnica; desde los ejercicios yogas y su meditación trascendental conducidos por el gurú, hasta los ejercicios psicoanalíticos conduci­dos por un gurú diplomado; desde la bioingeniería médica hasta la re­volución política; desde la afirmación soberbia de la divinidad del déspota hasta la de la divinidad del pueblo y la democracia; desde la liberación de toda legítima autoridad hasta la liberación de toda ética; desde la secta Umbanda hasta la secta Moon... y sobre todo mediante la negación de la existencia del Dios que, por el solo hecho de existir distinto del hombre, le dice a éste que no es dios, que es creatura. Afirmación insoportable para un hombre que pretende ser divino, autónomo, autosuficiente por naturaleza. Todos, pues, esfuerzos prometeicos, fáusticos, babélicos, satánicos. del hombre, intentando rescatar, liberar o conquistar por sus propias luces y fuerzas, su alienada divinidad primigenia.

Esfuerzos vanos porque el hombre, de por si, no es más que creatura y todos esos intentos desesperados, rabiosos, de autoafirmación, tarde o temprano se encuentran con el límite de su biología, o finalmente con el límite finito del universo destinado al desgaste y al frío.

La revelación bíblica, usa más o menos la misma temática y el mismo vocabulario mítico del pensamiento mesopotámico, empero su men­saje es radicalmente distinto. El viejo relato, fijado por escrito en su forma actual allá por la época de Salomón, nos habla también de un hombre hecho de arcilla, sí, pero de ninguna manera mezclado con sangre o espíritu divino. El relato antropomorfo, simbólico, dice: " Entonces Jahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida... " Aliento de vida, nada más, 'neshamá ', dice el hebreo. Algo bien distinto al ' ruah ', al espíritu, que pertenece sólo a Dios.

Por eso dice el AT el hombre no es más que "carne". De ninguna manera carne o cuerpo y espíritu , sino simplemente carne. Nosotros dejados llevar por el dualismo griego a veces contraponemos el cuerpo al alma, la carne a la razón. El pensamiento bíblico jamás hace esta dis­tinción: el hombre es simplemente carne, carne viviente, carne pensante, persona carne. Y precisamente cuando la Escritura se refiere al hombre -aunque creado a imagen y semejanza de Dios y virrey del uni­verso- cuando se refiere a él -digo- como simplemente carne, lo que intenta es destacar su situación no-divina, simplemente creatural, limitada, frágil, destinada a la muerte.

Esa es la vida que concede Dios naturalmente, inicialmente, al hombre insuflando en sus narices aliento de vida. Esa es la vida que le devuelve Elias, soplando el propio aliento en su boca, al hijo muerto de la viuda de Sarepta.

El hombre, de si mismo, de su carne, de sus talentos, podrá sacar muchas cosas, realizar muchos inventos, descubrir muchos arcanos, salir de su planeta y alcanzar lejanas estrellas, conquistar incluso la inmortalidad -al menos mientras dure el universo-; lo que no podrá nunca es traspasar el límite de lo humano, de la carne, ni acceder por si mismo a la vida plena de Dios, ni hacerla surgir de su propia creaturidad. Por más que cuantitativamente sea capaz de sumar años luz y parseks cuadrados a la superficie de su hacienda y miles de siglos al flujo temporal de su vida, siempre perseguirá a su ánimo hambriento de infinito la inconsistencia porosa de la carne, de la creaturidad, de la materia corroída por el gusano de la entropía.

Pero Dios que ha creado al hombre a su imagen, a diferencia de los animales, con ésta 'neshamá' frágil pero insaciable, porque hecha para el diálogo divino, no lo ha hecho así baldío. Dios quiere transmitir a Adán más allá de la carne, del hálito de vida humana, su propia vida divina. Pero eso el hombre ha de conseguirlo no de su propia naturaleza, pues no lo tiene, sino por gracia, por don de Dios, a lo cual tantas veces el orgullo de Prometeo, de Satán no se aviene: "no quiero adquirir el cielo con una moneda que no lleve mi propia retrato" pone Anatole France en boca del Rebelde.

Ya en el AT todas las acciones que llevan a cabo, más allá de sus fuerzas, reyes, jueces y sacerdotes, son atribuidas no a la carne, sino al espíritu, al ruah, fuerza y vitalidad que promanan del mismo Dios, no del hombre.

Más aún, cuando proféticamente, en el libro de Ezequiel se vis­lumbra para el pueblo de Israel el futuro de una vida plena, acabada, la forma de expresarlo es a la manera de una nueva creación a partir de la arcilla que el hombre deja a su muerte: "Ven espíritu, y sopla sobre estos muertos para que vivian". Pero ahora ya no se trata del 'neshamá', del hálito de vida que infunde la vida de la carne, se trata del 'ruah', del 'pneuma', del espíritu, de la vitalidad divina.

Esa es la vida a la que accede plenamente Cristo en su resurrec­ción. Ese espíritu que había fecundado el seno de María concibiéndole al Hijo de Dios, transforma ahora plenamente la humanidad de Jesús y sentándole a la derecha de Dios, lo hace capaz de respirar y espirar el mismo Espíritu que procede del Padre y del Hijo desde la eternidad.

Para el evangelista Juan es prácticamente un mismo acontecimiento el resucitar, el ascender a los cielos y Pentecostés. El Pentecostés que celebra Lucas cincuenta días después de la Resurrección -concen­trado en los acontecimientos históricos que hemos escuchado en la pri­mera lectura-, Juan nos los presenta, en su evangelio, la tarde misma del domingo de la resurrección. Ya allí el Señor Jesús, el Resucitado, el ascendido a la derecha del Padre, repitiendo el viejo signo bíblico de la insuflación, sopla sobre la carne, sobre la arcilla de sus dis­cípulos, su propio hálito, símbolo de la plena vida que lo embarga, del Espíritu que lo diviniza, y los recrea como hijos de Dios, muertos al pecado, partícipes de la vida eterna.

Cuando en las viejas tierras de Egipto que nos robaron a los cristianos los musulmanes, era elegido al Sur, en Etiopía, el nuevo Arzobispo, el Abuna de los etíopes, como éste era sufragáneo del patriarcado de Alejandría, para simbolizar la transmisión del poder apostólico, el Patriarca insuflaba en un odre su propio aliento, su respiración, y un diácono, remontando el Nilo durante días, lo llevaba a Etiopía, donde durante la ordenación del nuevo Arzobispo se soltaba ese aire, ese pneuma, sobre su cabeza.

Todavía hoy en el rito del bautismo de adultos -y antes de la últi-ma reforma en todo bautismo- está previsto que el celebrante sople hacia la cara del bautizando diciéndole "Exi ab eo, immunde spíritus, et da locum Siritui Sancto Paraclito", algo así como "Recibe el Espíritu Santo".

Esa recreación en el Espíritu de Dios que nos viene hoy mediante el santo Bautismo inaugura en nosotros germinalmente la vida divina que nos transformará totalmente, después de la pascua de nuestra muerte, a imagen del Resucitado. Nacemos como carne, pero en el bau­tismo renacemos en el Espíritu de Dios. Y así como ya Jesús era Dios antes de la Resurrección y Ascensión, así también nosotros somos ya de alguna manera lo que seremos resucitados. Esa vitalidad que, no por la fuerza de la carne sino por gracia de Dios, ya vivifica nuestro ser, pugna por desarrollarse y nos impulsa al dinamismo de la santidad, de la perfección, de la imitación de Cristo.

Pero, ¡ay! la carne, Adán, el hombre viejo, lo puramente humano, aún subsisten en nosotros, luchando todavía por sus propios fueros, por su decrépita autonomía, por su cascada falsa libertad. Esa es la rivalidad de la cual hemos oído hablar en la segunda lectura entre la carne y el espíritu, no según el viejo dualismo griego entre el alma y el cuerpo, entre la materia y la razón, sino entre lo detenido en lo humano, en lo razonable, en el neshemá, y lo divino que Dios gratuitamente ha infundido en nuestro ser, tratando de transformarnos, de ele­varnos, de perfeccionarnos, de santificarnos. Eso es lo que dice San Pabo: "déjense conducir por el Espíritu de Dios y así no serán arrastrados por los deseos de la carne... La carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne". Esto no tiene nada que ver con una lucha entre la razón y las pasiones. La razón, si no se deja iluminar por el Espíritu de Dios es aún más perversa y demoníaca que las ciegas pasiones.

Para que la gente no se confundiera en realidad habría que traducir no "la carne contra el espíritu" sino, "lo humano contra lo sobrenatural; lo sobrenatural contra lo humano". Por supuesto que lo falsamente humano, lo humano cerrado en si mismo, porque lo verdadera y auténticamente humano es el hombre abierto al don divino, a lo sobrenatural, a la vitalidad que Dios gratuitamente ofrece.

Cristianos, hijos de Dios, hermanos de Cristo aquí presentes, aristocracia y nobleza de la humanidad, dejémonos conducir por el Espíritu que nos ha recreado a imagen del Rey. En esta época en que aún muchos eclesiásticos se ocupan solo de lo humano, demostremos con nuestra conducta cristiana, caballeresca, hidalga, bien nacida, que la única manera de ser verdaderamente humanos es viviendo lo divino, siguiendo a Cristo, el Señor.

Que el Espíritu Santo descendido en Pentecostés sobre su pueblo, sobre su Iglesia, en luz, en tempestad y en fuego, conmueva nuestros corazones y nos impulse, llenos de coraje y de gozo, al buen combate.

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