Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995 - Ciclo B

PENTECOSTÉS

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Cualquier estudiante de secundario sabe hoy que los vientos son desplazamientos más o menos veloces de masas de aire, de parte de la atmósfera, que se producen desde puntos de alta presión o anticiclones, hacia los de baja presión o borrascas. La velocidad del desplazamiento es tanto mayor cuanto mayor sea el gradiente o diferencia de presión entre ambas regiones. Su dirección, determinada por mangas o veletas se mide en grados; su velocidad es registrada por los anemómetros en millas náuticas por hora o en kilómetros por hora; su presión o fuerza es medida por la escala de Beaufort. Hoy en día los satélites meteorológicos son capaces de determinar las isobaras de nuestro globo terráqueo minuto por minuto, y darnos una idea bastante exacta del movimiento atmosférico y sus pronósticos.

La ciencia, pues, ha despojado al viento, a la atmósfera de su misterio, de su imprevisibilidad. Cristo hoy no podría decir como lo hace en el capítulo tercero de Juan: "El viento sopla donde quiere, tu oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va". Hoy se sabe de donde viene y a dónde va.

Pero hay que pensar que ni siquiera, hasta el siglo XVII, se tenía idea de que el aire era un gas, compuesto de moléculas, principalmente nitrógeno y oxígeno, y capaz de tomar estado sólido a determinadas temperaturas.

Era cuanto mucho uno de los elementos, junto con el fuego, la tierra y el agua. Pero un elemento muy especial; en realidad, no material.

El hombre lo concebía como algo misterioso: intangible, impalpable, todo lo penetraba, sin nada ocultar; cálido o frio, calmo o rugiente, parecía dotado de una vitalidad impredecible. Tanto es así que los grandes vientos se consideraban deidades, personajes mitológicos: Bóreas, Céfiro, Noto, los grandes vientos de la mitología griega, hijos de la aurora.

Pero este aire que todo lo impregnaba, que parecía el suspirar mismo de la tierra, del mundo, no solo estaba vivo para los antiguos, sino que era el mismo dador de la vida. No en el sentido de que sin oxígeno nos ahogamos porque la hemoglobina no puede cumplir sus funciones en nuestro cuerpo: eso está muy lejos de la mente primitiva: sino porque el aire era la vitalidad misma del mundo.

Así como la vida animal la concebían los antiguos como un compuesto de cuerpo y de alma: así el mundo, ser viviente para la mente primitiva, estaba compuesto de tierra y de, a manera de alma, aire. Nuestro término atmósfera: esfera de atma, proviene, justamente, de una raíz indoeuropea que significa alma. El término castellano alma viene del sánscrito atma, aire. De allí por ejemplo que a los grandes hombre o a las grandes almas se las llama maha atma, como al maha atma Ghandi.

Casi todos los vocablos que designan al aire o al viento o a la respiración se usaron en las lenguas primitivas para designar el principio vital, animador de los animales o del hombre.

Vean por ejemplo la palabra anemómetro, de ánemos, viento en griego, medidor del viento: y de ánemos viene ánimo o ánima y animal o animado.

O pneuma , -el mismísimo término que en el NT se utiliza para designar al Espíritu Santo- también en griego: aire, de allí viene pneumático -el del automóvil-, neumatología, estudio de los pulmones, de la respiración. Al mismo tiempo, como digo, es el vocablo que designa en griego al espíritu.

Spirare , en latín, soplar, ventear, de ahí respirar, expirar; pero también espíritu, espiritual.

En realidad estas analogías, o comparaciones que hoy nos parecen ingenuas entre el aire y la tierra y el alma y el cuerpo, dominaron y dominan gran parte del pensamiento de la humanidad.

Efectivamente, toda la antigüedad identificaba la Naturaleza, la materia, el universo, con el absoluto, con lo único existente, con lo divino. Y este universo era concebido como un gran ser viviente, una especie de enorme ser humano, dividido fundamentalmente en aire por arriba, alma, atma, ánemos, viento, animo, espíritu... y tierra o cuerpo por abajo: ¡un gigantesco ser viviente, un hombre primordial! Lo llamaban el macrocosmos, o el macroántropo, o el Adán kadmón... Eso lo encuentran, si quieren, en el Timeo de Platón, o entre los estoicos o en la concepción hindú o Inca o cabalística del universo...

Y los seres vivientes no serían sino pequeñas réplicas de este macrocosmos, de este hombre primordial, del universo así concebido. De tal manera que cada ser humano era llamado un microcosmos. Así como el macrocosmos estaba compuesto de aire y tierra, es decir espíritu y materia, así también el microcosmos, cada individuo humano, estaría compuesto de atma, y de cuerpo.

El alma del hombre, pues, no sería sino una pequeña porción de esta alma universal, del espíritu o aire cósmico, sumergida en una pequeña porción, a su vez, de materia: su cuerpo. Cuando esta pequeña porción de espíritu o aire o alma del individuo lograba separarse de su materia o cuerpo, volvía a sumergirse en el espíritu universal, en el alma del universo. Así piensan todavía los hindúes y todos los papanatas que creen en la transmigración de las almas o la reencarnación: porque estas partículas de aire o de espíritu o vuelven al uno primordial del alma del cosmos o podrían regresar, como Sai baba o el gurú Maharayi, a sumergirse otra vez en otro cuerpo.

Para la Biblia en cambio el aire es aire: viento, simún, brisa, ciclón o vendaval... Nada más.

Y el hombre no es nada más que hombre. Es verdad que se usa la imagen de Dios que sopla en el barro, para figurar la vitalidad del ser humano, pero eso no pasa de ser una imagen poética, y precisamente a ese hálito de Dios se le da un nombre totalmente prosaico, el de neshamá , soplo o soplido, que nada tiene que ver con lo divino o con el macrocosmos, sino que es simplemente el aliento frágil de los pulmones que, mientras aspiran y expelen, conserva la precaria vida del hombre, pura creatura, mortal y finita.

Porque el hombre no es de ninguna manera un pequeño Dios destinado a reencarnarse indefinidamente, ni volver a la inmortalidad de un mítico origen divino, como piensa el budismo o el hinduísmo o el teosofismo o el espiritismo, sino, lamentablemente, mera creatura temporal que, si dejada a su pura naturaleza, está destinada a la muerte...

Es verdad, también, que la Biblia utiliza el término viento, espíritu, ruah en hebreo, traducido al griego como pneuma , de un modo no material, traslaticio, pero no para designar nada que el hombre posea por naturaleza, sino para designar o caracterizar la vida que es propia y exclusiva de Dios. Un Dios que de ninguna manera se identifica con el cosmos ni con el macrocosmos, sino que es trascendente al universo, perfecto y bellísimo en el éxtasis permanente de su existir trinitario.

El espíritu, en la Biblia, no es nada que tenga el hombre por naturaleza, sino la existencia propia de Dios.

Los mitos orientales, el hinduísmo, el racionalismo, el materialismo, piensan que el hombre puede alcanzar la perfección, tan pronto como ponga en juego sus poderes interiores, su inteligencia, sus ejercicios yogas, su meditación trascendental o los descubrimientos de su ciencia.

El cristianismo en cambio nos enseña que todo ello es vanidad, el universo está encerrado en límites de tiempo, de espacio y de desgaste de energía: es pura creatura, átomos, radiaciones electromagnéticas, gravedad... El cosmos no es absolutamente un ser viviente y menos un ser autosuficiente. Es materia pensada no pensante... Y el hombre, aunque en este universo ocupe un estatuto particular y dignísimo, de por si participa de la finitud de la materia y del desgaste del tiempo, como bien lo vamos experimentando aquellos que ya hemos pasado los cuarenta años.

El ser humano no es espíritu, no es divino, no es una partícula de Dios sumergida en la materia, sino que es puro animal; racional si, cerebral, lleno de neuronas, pero de ningún modo espiritual, en el sentido bíblico.

Si el hombre es dejado a su naturaleza, no hay nada en él que se reintegre a ningún alma universal ni espíritu cósmico ni reencarnación, hay pura muerte, carroña, cajón, tumba.

Pero, como dice la escritura, Dios no ha querido crear al hombre para la muerte, sino para la vida; y no la vida que acaba, la vida de este cuerpo o mundo o cosmos o universo en el que estamos encerrados, sino la vida propia de Dios.

Todo este tiempo de Pascua la liturgia nos ha hecho reflexionar en esa vida de Dios que el primogénito de la creación, el verdadero Adán, Jesucristo, ha conseguido mediante la Resurrección, que ha sido no una reencarnación o vuelta a la vida, sino -como lo festejábamos el domingo pasado en la fiesta de la Ascensión- una promoción a la vida divina, a la vida del espíritu.

Desde esa dimensión celeste, verdaderamente espiritual porque divina, Cristo ahora si consigue para el ser humano el poder vivir la vida de Dios, desde allí sí es capaz de alcanzar al hombre su espíritu. Y es precisamente lo que hace en nuestro evangelio de hoy cuando simbólicamente sopla sobre los apóstoles y les dice 'recibid el Espíritu Santo'.

Desde Pentecostés, desde la recepción del Espíritu Santo en nuestro bautismo y mientras no lo perdamos por el pecado, los cristianos, ¡por ser cristianos no por ser hombres! participamos de la dignidad de ser hijos de Dios, vitalizados por la gracia, impulsados por esa misma gracia a vivir las obras de amor a Dios y amor a nuestros hermanos que son la esencia misma de ese vivir divino, y llamados a participar para siempre la vida que comparten perennemente el Padre y el Hijo, y el Espíritu Santo.

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