1996 - Ciclo A
PENTECOSTÉS
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
No es casual que los discípulos se encontraran orando el día de Pentecostés. En realidad, cincuenta jornadas después de la pascua, todos los judíos se reunían -y aún hoy muchos se reúnen- para festejar la llamada ‘fiesta de las semanas'. La ‘ Hag ha savuot' , ‘ Pentecostés' en griego, precisamente por celebrarse siete semanas transcurrida la Pascua. Claro que su significado no correspondía plenamente al que hoy tiene para la Iglesia.
Y en realidad tampoco es casual que las grandes fiestas de la liturgia católica coincidan con las grandes celebraciones judías ya que, precisamente, el cristianismo no quiere ser sino la culminación de la revelación y del camino de la Vieja Alianza.
Porque ya en el Antiguo Testamento hay un progreso desde los significados más arcaicos de las fiesta hasta el que habían adquirido en los tiempos de la llegada de Jesús. Por ejemplo, la Pascua, comenzó siendo una mera fiesta agraria: la de las primicias de la primera cosecha o siega, que era la de cebada. Eso se festejaba ofreciendo a Dios dos panes de ese cereal sin levadura, ya que también en esos días había que tirar la levadura vieja del año anterior y esperar que fermentara la nueva. Pascua también coincidía con la primavera, el inicio del renacimiento de la vida decaída en el otoño y muerta en invierno.
Pero, al correr de la historia de Israel, ese festejo agrícola fue cargándose de un significado superior. Ya en época del primer templo la Pascua se había transformado en una especie de 25 de Mayo: la celebración del nacimiento del pueblo de Israel cuando liberado, independizado, de Egipto. El pan de cebada sin levadura, ‘ les matsot' , no era sencillamente la ofrenda de la primera siega, sino que es ahora el recuerdo del pan comido en la esclavitud. El que presidía la mesa decía: “ He aquí el pan de desgracia que nuestros antepasados comieron en el país de Egipto. Todo el que tenga hambre, venga a comer, este año aquí, el año que viene en el país de Israel; este año esclavos, el año que viene ¡libres!”
Así la Pascua se celebraba finalmente en el recuerdo del paso del Mar Rojo, del hundimiento de las tropas del faraón en sus aguas procelosas y de la adquisición de la libertad en la otra orilla: el inicio del camino a través del desierto.
En tiempos ya cercanos a Cristo, la Pascua, sin perder los anteriores, había adquirido sentidos aún superiores. Ya la interpretaban los rabinos como una liberación de todo tipo de esclavitudes, también la de las propias pasiones y egoísmo.
Pentecostés, la segunda gran celebración judía, en realidad nunca fue una fiesta independiente de la Pascua. Los judíos Ia interpretaban como una especie de final, de completamiento, de conclusión, de la Pascua y, de hecho, en sus orígenes agrarios, era la celebración del final las cosechas, pero ahora no la de cebada con la que se iniciaba la época de siega, sino la del trigo que era más tardía y al mismo tiempo superior y más sabrosa. Allí la ofrenda ya era no de pan de cebada sin levadura, seco e insípido, sino la del crocante y sabroso pan de trigo bien levado.
Traspuesta más tarde a Ia historia, esa fiesta agraria se había transformado en la conmemoración de la organización definitiva de Israel mediante la entrega de los mandamientos en el Sinaí. El pueblo liberado en Pascua era ahora amalgamado por la alianza. Algo así como si nosotros festejáramos el día de la constitución u organización nacional, rememorando 1853.
Había sido en esa fecha legendaria, en el Sinaí, cincuenta días después de la Pascua, pentecostés, en donde realmente el pueblo de Israel se constituía como tal al entregar Dios a Moisés la Tora, concentrada en los diez mandamientos.
Y los rabinos jugaban con el contraste del pan de cebada sin levadura, que era Israel liberado, recién salido de Egipto, y el rico pan fermentado de trigo, Israel ya elevado a categoría de pueblo por el don de la Torá.
“Bendito seas Señor; Dios nuestro, Rey del mundo, que nos has escogido de entre todos los pueblos y nos has exaltado entre todas las lenguas y nos has santificado hoy por tus mandamientos.” Así todavía rezaron el jueves pasado los judíos.
Pentecostés se interpreta así como la maduración de la Pascua. Maduración en el plano de la naturaleza, desde el comienzo hasta el final de la siega, desde la primavera al verano, de los ázimos al pan con levadura. Maduración igualmente en la historia: paso de una liberación exterior a una liberación interior; liberación de un yugo humano que esclaviza para recibir voluntariamente el yugo de Dios, el yugo de la Torá, que hace libres. Desde la pascua del éxodo hasta el don de la Torá se da el paso de la esclavitud al servicio, de la liberación de la tiranía que oprime a la acogida de una autoridad, la de Dios y su Torá, que liberan.
Y la poesía hebrea de la fiesta comenta esta recepción de la Ley, como la firma de un pacto y, más que un contrato de negocios, un pacto de amor, una alianza matrimonial, en hebreo, una ' kettubá '. Aún en nuestros días el que preside la celebración recita: “ En este día el novio, príncipe de los príncipe, jefe de los jefes, único e incomparable, le pide a su hija amada que se haga su es posa y le da como kettubá la Torá y sus seiscientos trece mandamientos y como complemento la Torá oral y todo lo que los discípulos y los ancianos se verán obligados a renovar y legislar en el futuro".
Pero es verdad que ya aquí, en esta hermosa oración percibimos eso que tiene de imperfecta la vieja Ley. Esa multiplicación onerosa de mandatos en que se había convertido la Torá mucho más allá de los diez mandamientos (1). Porque los rabinos descubrían en el solo Pentateuco 246 mandamientos positivos (‘harás') y 365 mandamientos negativos (‘no harás'), multiplicados Iuego al infinito por las distintas escuelas rabínicas, y que se recogerían finalmente en el Talmud. La ley, que en su esencia debía ser el cauce motor de la persona, y la sociedad terminaba en Israel por transformarse en esa letra muerta, casi imposible de cumplir, que más que impulso era rémora, freno, cerrojo, en el fondo -como decía San Pablo- una nueva esclavitud.
Pretendiendo ser el modo de asimilar el querer humano a la voluntad de Dios expresada en esa Ley, esa Ley, demasiado humana ella, terminaba por alienar al hombre sin asimilarlo más que a sus propios errores, extravíos, interpretaciones y tabúes.
De allí que, en la línea de la esperanza de Israel, se avizorara un futuro en donde todos llevaran la ley inscripta en sus corazones, no en folios externos, no en multiplicidad de reglamentos morales, éticos o culturales, sino en impulsos de sangre, en fuego de instinto. No, trabajosamente, interpretar en viejos pergaminos qué es lo que Dios pedía al hombre, sino ese mismo querer de Dios hecho empellones de acción en su interior.
De eso se trata nuestro Pentecostés.
El mismo espíritu de Dios, el que en la eternidad es incendio de amor mutuo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. El mismo Espíritu de Cristo, aquel que presidió su concepción, le hizo crecer en gracia y sabiduría, lo llevó al desierto, inspiró sus palabras y produjo sus milagros; el mismo que, a través de la Pascua, lo vivificó en la Resurrección, ese Espíritu es el que, después de su ascensión, Cristo envía a su Iglesia, a los suyos, para transformarnos no desde afuera, con instrucciones enseñadas o leídas, sino desde dentro, en atracción y sabor, en lucidez y verdad, en entusiasmo y caridad.
Aquello que antes de la Pascua Jesús enseñaba en la elocuencia de su palabra y en la fuerza de su testimonio, ahora, por el Espíritu Santo, se imprime violento en el corazón de los discípulos como una marca de fuego, como instinto de santidad, como empuje de amor.
Pascua ha sido el comienzo, la liberación de la muerte, el paso del mar Rojo, el pan ázimo de Cebada amasado primaveralmente en la Cruz. Pentecostés es el trigo maduro, la vida que se expande, la ley del amor haciéndose carne en la Iglesia y los cristianos, el verano del fuego que circula por la sangre del hermano de Jesús.
Ahora el esposo es Jesucristo, la novia la Iglesia, la ‘kettubá', el contrato, no las tablas calcáreas de la ley llena de prohibiciones, sino el acicate positivo del espíritu que nos lleva, en el amor, a la oración y a la acción.
Ese espíritu es el que transforma a la humanidad y funda a la Iglesia, el que nos ha hecho hermanos de Jesucristo en el bautismo, el que tenemos que dejar actuar en nuestros corazones para ser verdaderamente de los suyos, el que un día nos despertará en soplo vivificante, cuando más allá de la muerte, resucitemos, espiritualizados, para sumergirnos, en diálogo eterno, en el amor Espíritu Santo, que es la mutua ternura del Padre y del Hijo, y que será la nuestra, en el gozoso convivio eterno de sus santos.
1- En realidad los diez mandamientos ya habían sido un intento tardío, deuteronomista, de reducir lo fundamental de la legislación a uno por cada dedo de la mano.