1998- Ciclo C
PENTECOSTÉS
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".
SERMÓN
La última fiesta de primavera del calendario judío llega siete semanas después del comienzo de la pascua, y es conocida como Shavuot , o 'Fiesta de las Semanas'. Como recae en el día cincuenta que sigue a la solemnidad pascual, también se la conoce como Pentecostés, que en griego significa sencillamente "cincuenta". Se trata de una antigua fiesta cananea que adoptaron los judíos cuando invadieron el país y que marcaba el fin de la cosecha de trigo, así como pascua celebraba el comienzo de la cosecha de cebada.
Pero en el transcurso de la historia, tal como pascua se había transformado en la conmemoración del paso del Mar Rojo, pentecostés había pasado a recordar la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí.
Ambas fiestas daban lugar a grandes peregrinaciones de los judíos a Jerusalén, llevando al templo como ofrendas las primeras gavillas de lo cosechado.
Los judíos modernos siguen conmemorando esta fecha de modo especialísimo. Es la gran fiesta de la ley, de la Torah, el Pentateuco, los cinco primeros libros de nuestra Biblia. Allí están sancionados los 613 preceptos que son el fundamento de la ley judía.
Esta ley, volcada cuidadosamente en pergaminos enrollados, es tal vez el único objeto de devoción de los judíos. Los rollos bíblicos oficiales usados en las sinagogas están escritos a mano, protegidos por coberturas de finísimas telas bordadas de seda o terciopelo, o en estuches de madera, de plata o de oro, a veces decorados con piedras preciosas. El rabino, el oficiante, en este día porta los rollos de la Torah por toda la sinagoga, en solemne procesión, haciéndolos lucir frente a toda la asistencia.
¡Ah, pero esa ley de Moisés hay que vestirla de terciopelo y joyas en los iluminados pergaminos, porque es tan difícil de cumplir y casi imposible de engarzarla en el pecho de los hombres! Es más fácil proclamarla al viento que vivirla adentro.
En la época de Jesús, la secta de los fariseos, antecesores del judaísmo moderno, habían agregado a esos 613 preceptos de la Torah infinidad de prescripciones que regulaban todos los detalles del día y de la vida con el fin de custodiar su cumplimiento. Defendían la ley con más leyes, con más indicaciones, con más regulaciones... Eso se transformaba en una madeja inextricable que solo podían dominar los rabinos, los doctores, los estudiosos, que por eso miraban al pueblo ignorante con desprecio.
Porque al mismo tiempo, en realidad con toda buena intención, pensaban que haciendo en cada instante de sus existencias aquello que estaba cuidadosamente puntualizado por esas minuciosas leyes, se ponían en perfecta consonancia con Dios. Se preciaban buenamente de alienar su voluntad y su libertad para hacer en todo momento lo que Dios les prescribía. De esta manera, pensaban, se unían con Dios, 'se hacían como Dios'.
Intento vano de los hombres: creer que por sus propios actos pudieran hacerse Dios. El orgullo farisaico del cual siempre los acusó el evangelio. En el fondo del fariseísmo -y aún del judaísmo talmúdico, su heredero- se reeditaba la vieja tentación de la serpiente "seréis como Dioses".
Aún así, sin llegar a estos extremos, este concepto de la ley como algo impuesto desde fuera, se hizo pasible de la acusación que desde Kant se viene haciendo a toda ley extrincisista: la hetero nomía, opuesta a la auto nomía, suprema dignidad del ser humano. Si el hombre quiere defender su libertad -se dice- no puede aceptar ninguna ley que alguien pretenda imponerle de afuera, ni siquiera Dios. La 'alienación' de la cual acusaban a la religión-así mal entendida- tanto Hegel como Feuerbach y Marx, alienación opuesta a la libertad.
Pero ya san Pablo explicaba que la ley -aún sin los excesos fariseos- había sido solo una etapa propedéutica, pedagógica, en la cual Dios, a la vez que mostraba el camino del bien y de la felicidad, les convencía en la experiencia de la imposibilidad de cumplirla con las solas fuerzas humanas. Desde Pablo sabemos que la ética, la moral, hoy diríamos los derechos humanos, son imposibles de custodiar plenamente sin la gracia de Cristo. La conformación de una sociedad pluralista y libertaria, aún cuando quiera apoyarse en algunas pautas morales admitidas por todos -cosa por cierto a lo que no apunta la dinámica misma del pluralismo liberal- no puede sino soportar, mientras dure, terribles abusos y, a la larga, perversiones capaces de destruirla.
El hombre no puede realizarse de cualquier manera; tampoco basta ni su buena voluntad, ni las leyes, ni una supuesta educación iluminista, ni la pura libertad. Es así que en el mundo bíblico el fracaso de todo proyecto social puramente humano desde la torre de Babel, pasando por la utopía primero davídica y luego sacerdotal del pueblo de Israel, hicieron dirigir la mirada de los teólogos y profetas hebreos a una efusión del espíritu de Dios que suplantaría a la ley como vehículo de perfección.
De tal modo que, en los últimos mensajes profeticos antes de Cristo, Israel esperaba una transformación del corazón de piedra de su pueblo en corazón de carne; una efusión de la vida de Dios, su Espíritu, que reemplazando a la ley mosaica mutaría desde el interior al ser humano; y una difusión de ese espíritu que traspasaría las fronteras racistas de los judíos y llegaría también a los paganos.
Eso es precisamente lo que festejamos hoy, Pentecostés de los cristianos, la coronación de la Pascua, la inyección -sobre los hombres que lo acepten- del mismo espíritu que hizo del hijo de María, hijo del Altísimo.
La divinización del hombre ahora si es posible, pero no porque éste cumpla con la moral, o determinadas leyes, o, soberbiamente, pretenda acomodar su voluntad humana al querer divino -casi, en el fondo, acomodando el querer divino a su voluntad- sino porque el mismo existir de Dios le es concedido bajo la forma de la gracia sobrenatural que lo transforma y lo cambia por dentro.
Ya no hay para el cristiano una ley que venga a serle impuesta desde afuera, heterónoma, violando su libertad, coartando sus iniciativas. El mismo espíritu de Dios se ha instalado en él en forma de impulso, de instinto, de tendencia y, al hombre que se deja llevar por su inspiración, le da la libertad superior de la autonomía divina, del divino amor.
El cristiano no es quien se dedica a descifrar antiguos pergaminos, ni desentrañar las últimas leyes de la moral, ni el que, para regular su conducta, acude a la jurisprudencia farisaica de la ética de los manuales, sino el que se ha hecho uno -permaneciendo cada vez más él mismo- con el liberador querer de Dios. En el cristiano la naturaleza humana queda sublimada y potenciada con la sobrecarga de la energía que proviene del Espíritu: su mente iluminada, su voluntad robustecida, su libre albedrío despojado de toda constricción...
Pentecostés corona la Pascua: Jesús, desde esa Resurrección que ha proyectado su humanidad a lo divino, a la derecha del Padre, se hace capaz ahora de proyectar lo divino a lo humano, de insuflar el santo Espíritu a los hombres.
El bautismo ha colocado en nosotros -en nuestro cerebro y nuestro corazón- el aparataje necesario para poder recibir el soplo de Jesús. En la medida en que lo frecuentemos en la oración, en los sacramentos, ese soplo se hará cada vez más impetuoso en nuestro dinamismo. Es verdad que, como todavía no estamos plenamente transformados, nuestra biología puramente humana, lo solamente humano -nuestra 'carne', dice San Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado- pugnará por hacer valer sus fueros desordenados, soberbios, retorcidos. Pero en la medida en que nos acerquemos a Cristo -y esto no es cuestión solo de moral y de ascética, sino sobre todo de mística, de relación de amor con El, de sacramentos vividos, de oración- en esa medida, Él podrá hacer que el espíritu que nos insufla sea potentemente liberador y facilite, en impulso, fuego y alegría, nuestro caminar cristiano.
No es cuestión solo de actuar ni de saber, como pensaban los judíos, es cuestión de ser. Actuamos de acuerdo a lo que somos. Dejémonos transformar por el Espíritu de Jesús. Y así viviremos la ley en el amor sin ni siquiera pensar en ella. Pentecostés, último fruto de la cosecha de la Pascua, es pues el festejo de esa ley que no viene ahora escrita en tablas de piedra, ni adornada en fundas de terciopelo o cajas de oro o de plata o de cristal, sino que se ha hecho carne en nosotros mediante el soplo de Cristo, y que, recreado nuestro ser, se recubre de obras de santidad, de hombría de bien, de caballerosidad cristiana, de las virtudes de los santos, esos hombres y mujeres realmente transformados -canonizados o no-, los únicos verdaderamente libres y autónomos que han andado y andan por el mundo, camino hacia Dios.