VIGILIA DE PENTECOSTÉS
1994
Señor Jesús, aquí estamos, frente a tu presencia augusta, velado Tú, humildemente, bajo la apariencia del pan, para que no nos abrume tu gloria, tu magnificencia, tu esplendor.
Por eso hemos venido casi informalmente, sin prepararnos demasiado, con esa confianza que tu nos das, en esa tu ocurrencia de esconderte en aspecto de trigo, de modesta miga, quizá para que no nos asustemos, quizá para que el respeto y temor que nos daría el verte como sos no nos hiciera alejarnos de vos, no nos apartara de tu loco amor por nosotros, de tu deseo de hacernos partícipes de tu vida, de tus bienes, de tus quereres, de tus empresas...
Pero, déjanos hoy, lo mismo, hacer un esfuerzo de comprensión y darnos cuenta de que allí estás Tu, poderoso, en el centro de la custodia, creando el universo, sosteniendo todas las cosas, dirigiendo la marcha de las estrellas y el movimiento de los átomos, conviviendo con el Padre y, sobre todo, amándonos, tratando de seducirnos, de hacernos tuyos, de llevarnos a tu amistad, de encaminarnos a tu gloria...
Permítenos hoy, en estas vísperas de la fiesta de Pentecostés, que nos hagamos permeables a ese tu amor que nos demuestras entregándonos tu vida, tu espíritu.
Porque eso es lo que haces allí, en el centro de la custodia. No estás allí simplemente puesto, expuesto, entre dos pedazos de cristal, como detrás de la vitrina de un museo, como la mariposa descolorida clavada con un alfiler y su pequeño cartelito indicando su especie y su familia; no estás tampoco en marfileño trono, abanicado por tus esclavos, y esperando el homenaje de tus súbditos; tampoco como el líder que se asoma a su balcón agitando sus brazos sobre el tumulto anónimo de la plaza... A pesar de que hemos querido hacer con vos un poco de cosmética, y te hemos rodeado de dorado bronce, de cirios, de luces y de incienso, -porque nos parece un poco demasiado que te hayas hecho pan...- lo mismo allí estás, familiar, hermano, amigo y, sobre todo, tratando de darte...
Porque eso es lo que sabemos de vos: no es que este sacramento sea simplemente la prolongación de tu presencia. Eso sería poco: la presencia escrutadora, callada, del que está por ahí mirando, vigilando, juzgando... No, no es esa presencia la que clama desde el sagrario, la que ahora brilla iluminada en la albura de la hostia: es la prolongación de tu darte, de tu estar regalado por nosotros; no de tu estar presente, sino de tu ser presente, obsequio, don, regalo; de tu entrega y suspiro de amor por cada uno de los que están aquí, y a quien no miras como grupo, como masa, desde tu altura divina, sino a quienes llamas por nuestro nombre, conociendo a cada uno, casi, si no es falta de respeto decirlo, guiñándonos el ojo a cada uno...
Sí: Regalo. Eres regalo que fluye de tus manos y de tu corazón. Porque allí, desde el centro brillante de la custodia, prolongas el momento mismo de tu consagración. Desde allí, ahora, nos estás llamando y diciendo, " vengan, tomen y coman, este soy yo entregado por vosotros , entregado a vosotros..."
Pero aquí las palabras se hacen equívocas. Entregar la vida. Porque eso también se dice de un soldado que muere defendiendo a los suyos. Decimos, " entregó su vida por la patria ". O del científico que muere investigando en su laboratorio, enfermo por alguna radiación misteriosa de sus experimentos: " entregó su vida por la ciencia "...
Pero ¿dónde está esa vida del soldado, del científico, entregada? Está en una tumba, está quizá escrita en algún libro de historia, en una placa de mármol, en un busto, a lo mejor en algún descubrimiento...
Esa no es la manera que tiene Jesús de entregarnos su vida. No es simplemente 'murió por nosotros' " descansa en las islas irredentas " o " en el fondo del mar ". La vida de Jesús, ya lo sabemos, no terminó en la tumba oscura sobre la cual José de Arimatea hizo rodar pesada piedra; para quedar luego perpetuada en enseñanzas, o en escritos sagrados, o en una institución que recuerde sus hechos...
La vida de Jesús no se extinguió en el último suspiro que Juan describe en la escena impresionante de su muerte: después de decir " Tengo sed " -sed de nosotros, sed de vos- " entregó su espíritu ...": "Nos entregó su espíritu", en ese último exhalar su aliento que fué como el signo externo de esa entrega.
Ese suspiro, ese exhalar el espíritu, no fue el extinguirse de su vida, sino el momento mismo en que esa vida se difunde hacia los hombres.
Por eso repetirá ese gesto tres días después cuando, apareciendo a sus discípulos, sopla sobre ellos y les dice, en medio de la paz y la alegría que despierta su presencia, " Reciban el Espíritu Santo ."
Si, porque lo que ha alentado desde la anunciación en el pecho del hijo de María, no es solo vida humana, espíritu humano, caduco, mortal... En el misterio de la Encarnación, lo que circula vehemente y cálido por las arterias y venas de Jesús, es el mismo espíritu que desde la eternidad espiran juntos el Padre y el Hijo en la convivencia única y amante de la santísima Trinidad.
La vida de Jesús de Nazareth, el hijo del carpintero, se hace sacramento y vehículo de la Vida misma de Dios, esa Vida que es la fuente primigenia de todo vivir y que, más allá de nuestra pobre biología destinada a la muerte, el quiere participar a los hombres. Ese mismo espíritu -que es la vitalidad amante por medio de la cual el Padre y el Hijo son un solo Dios- es el que alberga el corazón de Cristo y se exhala en última cena y en cruz para todos aquellos que lo reciben.
Señor, aquí estamos, tus discípulos, tus amigos, un puñado, casi "a puertas cerradas por temor a los judíos", en medio de este Buenos Aires que desconoce tu presencia, cerca los grandes bancos de la calle San Martín, los negocios de Florida y de Santa Fe y de los paseos de compras, ahora cerrados, después de haber gastado tanto tiempo, tanta vida de la gente, y dando lugar, sábado a la noche, a las luces de Lavalle y de Corrientes, a los ruidos de los motores por Libertador en su veloz huída hacia las discotecas y restaurantes de Olivos... en búsqueda engañosa de esa vida que sabemos que solo tu nos puedes dar...
Sí, aquí estamos Señor, pocos, privilegiados, un puñado de tuyos, abrigados en esa paz y esa alegría serenas que nos causa tu estar aquí. Y venimos a pedirte lo que ya sabemos que quieres darnos: te pedimos, hoy, que nos des la vida, que nos des tu vida, la Vida con mayúsculas; que soples -Pentecostés- tu espíritu sobre nosotros.
¡Sopla, sopla sobre nosotros Señor!, como esa brisa suave que descubrió tu presencia a Elías cuando se refugió en el Horeb, en la montaña, perseguido por sus enemigos... Caricia de tu espíritu que consuele nuestras penas, mitigue nuestras fatigas, restañe nuestras heridas, nos haga levantar de nuestras agachadas y pecados... No estamos aquí esperando sanaciones, ni milagros, ni que extraña locura nos invada en palabrerío que nadie entiende, ni en ritmos, ni en danzas... Esperamos no que excites nuestros sentidos o nos produzcas falsas devociones, fervores sentimentales, trances, sino que ilumines nuestra mente, aclares nuestros pensamientos, modeles nuestra conducta con tu palabra, con tus ejemplos, con tu verdad, y nos la hagas entender y cumplir en los siete luminosos dones de tu Espíritu...
¡Sopla, sopla, sobre nosotros Señor!, como el viento fresco y limpio, sal y yodo, que viene del mar. Aventa nuestros miedos, nuestras debilidades, nuestras inseguridades... Que tu espíritu aclare y barra nuestra mente de la neblina y el smog que insufla en ella constantemente este ambiente contaminado de Buenos Aires: las ideologías falsas, los medios mentirosos, los periodistas petulantes, los políticos corruptores y corruptos, los programas procaces, las cátedras de la impiedad y la mentira... Que no nos ahoguemos, que no nos ahoguen: danos luz, danos aire puro que respirar...
¡Sopla, sopla, sobre nosotros Señor!, y aviva esas brasas que depositó el bautismo en nuestro interior, casi apagadas por las cenizas de nuestra mediocridad, de nuestra pachorra burguesa, de nuestra crónica tibieza... Que se encienda dentro nuestro la hoguera bullente de tus iras y de tus amores.
Sí, también de tus iras: ira, cólera, a la injusticia, a la mentira, a la corrupción, al pecado, a los que arruinan las mentes y corazones de nuestros chicos y jóvenes, a los que defienden a los delincuentes y desprotegen a los honestos, a los que medran con el trabajo de los otros, a los ñoquis y los prebendados, a los que reciben comisiones y los que las dan. Ira y rabia contra nuestras propias perezas, egoísmos, desarreglos...
Pero, sobre todo, danos tus amores: amor a las causas nobles, a la belleza, a la excelencia, al trabajo bien hecho, al estudio consciente, a los compromisos dignos, a la familia, a la Patria, a tu Iglesia, a los que no te conocen, a los solos, a los tristes, a los enfermos, a los que pecan por debilidad o por ignorancia, a todos aquellos a los que nos quiera hacer alcanzar tu caridad...
¡Sopla, sopla, sopla sobre nosotros Señor! Que tu Santo espíritu se transforme dentro nuestro en vendaval que impulse las velas de nuestros pechos a la conquista, las aspas de nuestros brazos al trabajo, las alas de nuestro temple hacia las cumbres, hacia lo alto...
¡Sopla, sopla! y que esta calma cobarde en que me muevo, este cristianismo agua y lodo en que chapoteo, esta conformidad y sonrisa a un mundo y sus ideas y sus costumbre que me traga, se transforme en tempestad y fuego, en bramido y grito de guerra, en decisión y coraje, en amor a Vos y a los míos, en raudo vuelo hacia la santidad...
Ven espíritu Santo, ven.