Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


VIGILIA DE PENTECOSTÉS

1996

Cuando en el canto de la creación, con imágenes arcaicas, se habla de que las aguas primordiales, matriz nutricia del universo, serán el origen de toda vida encaminada al hombre, ya allí se figura como fuerza fecundante, como impulso creador y vivificante, al viento impetuoso que se cernía sobre las aguas: "y el espíritu de Dios -dice el texto- aleteaba sobre las aguas".

 

  Porque eso es etimológicamente 'espíritu', ' ruah ', en hebreo: viento, aliento, identificado por la mentalidad primitiva con la vida. Hablar de ‘espíritu' significa sen­cillamente hablar de ‘vida'; hablar de Espíritu de Dios es referirse a la vitalidad divina.

La revelación plenificada en Cristo, en el nuevo Testamento, descubre que esa vida de Dios, esa respiración íntima de lo divino, no es sino el amor mutuo que suspiran el Padre y el Hijo en la unión insondable de su entregarse el uno al otro. Amor que se transforma en vínculo personal, más, en persona, el Espíritu Santo, que recoge en un solo haz la convivencia de Padre e Hijo, un nosotros divino suspirado en forma de supremo amor. " Dios es amor ", define San Juan, saboreando en cada palabra la novedad de semejante definición. Pero ese amor no es solo el que se proyecta hacia las creaturas, sino antes que nada el amor Espíritu Santo que entrelaza en un solo vivir divino al Padre y a su Palabra filial.

Y es por la acción del Espíritu Santo, que el amor de Dios, incontenible en la infinitud del ser Trinitario, se lanza libremente, generosamente, a preñar de vida y también de amor la creatura. Eso es la creación: obra de amor, manifestación del amor divino y, por eso, dirigida a su compleción por el Espíritu.

De allí que el mundo de ninguna manera nace estructurado permanentemente como una maqueta o un mecanismo inteligentemente planeado. El universo es historia, decurso en el tiempo, impulso hacia lo alto, superación, crecimiento, viento vital que va congregando la materia hacia la vida, y la vida hacia la inteligencia, hacia lo humano. Y lo humano, finalmente, aspirando, apeteciendo, amando, a veces sin saber, la vitalidad del mismo Dios.

Porque Dios no está solamente en el origen creado de las cosas. Dios como polo de amor, como norte magnético de belleza anhelada y admirada, está también al final del camino, queriendo abrazar a todo el universo en el pecho del Padre, como decía San Ireneo , con los dos brazos del Verbo y del Espíritu.

Y ya llevado el universo, según el plan de la Palabra y el impulso del Espíritu, a través de miles de millones de años a la aparición del hombre, con su mente capaz de Dios –‘ capax Dei', al decir de San Agustín- ahora quiere colmar esa capacidad, en el regalo de su mismísimo espíritu.

Lo hace primordialmente en Jesucristo. El, a la vez que palabra de Dios hecha Carne, engendrado por el Espíritu, vivificado por Él y, por eso, capaz de darlo a los suyos.

Así como Cristo el hijo de María es realmente el hijo de Dios hecho hombre, así también, concebido humanamente por el Espíritu Santo, puede insuflar ese espíritu a los que en él creen.

Pentecostés significa el momento en que, habiendo alcanzado Jesús por la Resurrección y Ascensión el pleno Señorío sobre el universo, es capaz ahora de insuflar ese espíritu, viento y fuego, sabiduría y amor, a los que, por la gracia, en Él creen y con Él se hermanan. Fraternidad sobrenatural que fundará a la Iglesia, cuerpo de Cristo y cuya alma es el Espíritu Santo.

Sería poco inteligente decir que en esta vigilia de Pentecostés estamos esperando la venida del espíritu Santo, como en Navidad que estamos esperando el nacimiento de Jesús. En ambos casos se trata de una mera memoria, una conmemoración. Cristo ya ha nacido, más aún: doblemente nacido, porque ha resucitado y de una vez para siempre. Y el Espíritu Santo ya nos ha sido donado.

A la Iglesia en el expirar del Verbo en la Cruz, en el soplar su espíritu a los discípulos, en la reunión orante de aquel primer cristiano Pentecostés junto a María y, por eso, la Iglesia es ‘santa', a pesar de los pecados de los varones y mujeres que la forman. Y también a nosotros, que un día lo recibimos, cuando nos hicieron renacer del agua y del Espíritu en la pila bautismal.

Pero ¿qué es recibir el Espíritu Santo? ¿Qué es lo que realmente se nos ha dado? ¿Acaso el darse de Dios al hombre sea una cosa física, algo que se introduce adentro nuestro y modifica nuestro ser?

Algo de eso hay, porque, precisamente, la gracia, la gracia ‘santificante', es una ‘cualidad' que penetra nuestros corazones y nos hace aptos para entrar en comunicación con Dios. Es esa gracia la que nos eleva de nuestra simple condición humana, carnal, condenada a la muerte y nos permite introducimos en los dominios de Dios.

Pero todavía esa gracia no es Dios, sino condición necesaria para nuestra comunión con El. Porque El se nos da, sí, con el Hijo y su santo Espíritu, pero a la manera que se dan las personas humanas, cuando de la indiferencia o el desconocimiento se nos abren en la amistad. Podemos estar muy junto físicamente a una persona, incluso poseerla como esclava, ser sus dueños y señores y en realidad no ‘tenerla' como tal. Solo en el amor comenzamos realmente a comunicamos, a ser compañía el uno para el otro, a convivir, a participar nuestras alegrías y nuestros bienes.

También ese es el darse de Dios, el abrirse a que podamos amarlo, Él, que nos ama ya a nosotros desde toda la eternidad. Pero es cuando, por la gracia santificante, produciendo actos de fe y de amor nos unimos a Cristo y al Espíritu, cuando la vida de Cristo que es su Espíritu se hace vida en nosotros.

En este tiempo de Pentecostés, Dios quiere que agucemos nuestros oídos para que podamos oír mejor los aleteos del Espíritu, ese espíritu que ya nos ha sido dado y sigue constantemente a nosotros ofrecido, pero que nuestra incapacidad de amor y nuestros egoísmos y nuestros pecados parece alejar de nuestras vidas.

La liturgia de Pentecostés no es una nueva presencia del Espíritu; es una instancia anual de la liturgia a que nos volvamos a él, con ese privilegio del poder hacerlo que se nos ha dado el día de nuestra consagración bautismal.

Por eso Señor, estamos hoy aquí, frente a tu majestuosa presencia humillada y velada en la forma del pan. No nos engañamos Señor, sabemos que así te ocultas y de alguna manera nos dejas mirarte, porque verte en tu gloria no lo resistiríamos. Si no velaras no solo el resplandor de tu señorial presencia sino el fuego de amor con que nos amas, así como estamos quedaríamos enceguecidos e incendiados por ti.

Pero sabemos que, desde el humilde lugar que has elegido para estar entre nosotros, esa modesta custodia de bronce, esos cirios encendidos, esa luz con que tratamos de enfocarte -¡justo a Tí, fuente de toda luz!-, ese altar que te hemos reconstruido, esas flores color de fuego con que te ha adornado Rosa, sabemos que allí mismo has instalado tu trono, que, desde este punto, sostienes el universo, sigues creando el mundo de la nada, y continuas presidiendo la marcha de la historia y recogiendo uno a uno el más pequeños de nuestros actos y el más inútil de nuestros pensamientos.

Y creemos, sobre todo, que en este centro del cosmos en que se ha transformado hoy nuestra pobre custodia parroquial, en esta sala del trono en que hemos convertido hoy nuestro templo, tú has pensado y piensas en cada uno de nosotros y desde el mismo centro del vidrio desde el cual nos miras y nos amas, derramas tus torrentes de amor, tu Espíritu y tu fuego sobre nosotros.

Pobre puñado de fieles que nos hemos juntado esta noche junto a tu Madre admirable, en medio de nuestra ciudad indiferente. ¡Tantos hermanos nuestros también que a lo mejor querrían estar aquí y no lo hacen porque no te conocen! Tú, la visita más importante que pueda tener la ciudad y el mundo y tan pocos que nos hemos sentido llamados a acompañarte.

Pero menos eran cuando empezaste. Y los transformó tu espíritu y conquistaron el mundo.

Hoy, como entonces, estás aquí en medio de nosotros y bien sabemos que todo poder te ha sido dado en el cielo y en la tierra y que, así, poca cosa como somos, así nos mandas a ser maestros de todas las naciones, enseñándoles cuanto nos has mandado.

Pero entonces, ¡ayúdanos! ya que somos tan pocos, para que ese viento y fuego que nos envías desde tu blanca presencia de pan, ese tu santo Espíritu, avente nuestra miseria, barra nuestros pecados, multiplique nuestras fuerzas, ahuyente nuestras cobardías, incinere nuestros vicios, e irrumpa tumultuoso en nuestros corazones en forma de amor a Ti y a los demás.

Ven , . ¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!

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