Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2002 - Ciclo A

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 26-05-02)

Lectura del santo Evangelio según san Juan   3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna.  Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

SERMÓN

            A pesar de que, pasada la cincuentena pascual, ya hemos reanudado el tiempo durante el año -hoy sería simplemente el domingo octavo-, la Iglesia, quiere aprovechar que tenemos fresco todo lo acontecido en estos cincuenta días y hacernos levantar, brevemente, en piadosa reflexión y admiración, nuestra mirada al que es fuente de toda esta maravilla sucedida en la historia de los hombres por el amor de Dios, en la benevolencia del Señor Jesucristo y la comunión del espíritu santo.

            Todas estas pasadas jornadas -desde la liturgia de la Vigilia Pascual hasta Pentecostés- nos han reavivado, en la mente y en el corazón, los hechos que transformaron el mundo y la historia de los hombres. La gratuita iniciativa de Dios que nos ha enviado y glorificado a Jesucristo, quien, desde su señorío, nos ha infundido su espíritu, es decir su misma vida divina. Hemos visto como Jesús, se ha relacionado, en perfecta obediencia a Dios, como un hijo al padre; que ha sido engendrado por Éste a la gloria de la Resurrección. Hemos visto cómo el espíritu, a la vez que embargaba al Hijo desde el seno purísimo de la Virgen, lo proyectaba, a través de aquella obediencia colmada en cruz, hasta su final glorificación. Hemos visto, también, cómo, desde ese estado señorial, glorioso -Dios con Dios-, Jesús insuflaba a los suyos el espíritu vivificante. Por eso, hoy, la liturgia, mediante esta solemnidad de la Santísima Trinidad, nos pide elevemos nuestros ojos al misterio de la interioridad divina que está detrás de todos estos sucesos.

            Es sabido que la Iglesia los vivió intensamente durante mucho tiempo, casi sin reflexionar, Su realidad sintiéndose transformada por el espíritu, integrada con el Señor Jesús, en alabanza y obediencia plena a Dios Padre.

            Pero ya en el Nuevo Testamento se van planteando problemas que, bajo la guía de la gracia, harán avanzar a los cristianos hacia un conocimiento cada vez más explícito y reflejo del ser de este Dios vivido. La afirmación sin vacilación alguna de la divinidad de Jesucristo que aparece en los escritos apostólicos no parecía condecir con la inconmovible afirmación del monoteísmo que la Iglesia heredaba del Antiguo Testamento. Pero decir que Jesucristo era el mismo único Dios que asumía la naturaleza humana parecía contradecir los datos evangélicos, en donde Jesús dialoga con Dios, lo nombra su Padre, se pone frente a Él como otro distinto. Por eso, hacia el siglo tercero, se empezó a afirmar -al comienzo tímidamente, luego tomando fuerte conciencia del hecho- que ya en el seno de la infinita riqueza divina, antes de los acontecimientos pascuales, o mejor, desde toda la eternidad, existía en el unicísimo Dios algo dialogal, algo que -tratando de purificar al máximo nuestros conceptos- podía entenderse lejanamente como una relación de padre a hijo (o de madre a hija -ya que en Dios no hay masculino ni femenino-).

            Por otro lado, si era verdad que a Dios en esta vida se lo puede conocer de alguna manera y con la sola razón a partir de las cosas creadas, de su belleza, de su orden, de su trabazón; tanto más con la revelación y mediante la fe se lo podía conocer, aún más íntimamente, a partir de la historia de la salvación y, especialmente, desde los acontecimientos pascuales. Ahora bien, los protagonistas indisolubles de estos hechos habían sido claramente tres: Jesús en su relación a Dios Padre y la gracia del Espíritu. Tres actuando de consuno en relación mutua y llevando al hombre a la santificación y, finalmente, a la gloria.

            De esa actuación ternaria experimentada en el tiempo, la Iglesia, poco a poco, irá alzando su vista, como a partir de la creatura, hacia la realidad misma de Dios. Lo hará para explicar las afirmaciones inconcusas de los dos grandes primeros concilios ecuménicos. El primero, el de Nicea, en el año 324, declara, contra la herejía arriana, la consubstancialidad de Jesucristo con respecto al Padre -"engendrado, no creado"-. El segundo, el de Constantinopla, en el 381, afirma dogmáticamente la igual divinidad del Espíritu Santo, que "con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".

            De allí, pues, que, en Jesús, habrá que distinguir algo engendrado en el tiempo, lo humano y algo, lo divino, engendrado desde siempre en la eternidad. Del Espíritu Santo habrá que, también, distinguir algo que como gracia creada se derrama en Jesús, en el creyente y en la Iglesia y algo o alguien que, desde siempre, en Dios, une a los otros dos en el mismo lazo vital de unión, de amor y de mutuo don.

            Que en la historia, en la Pascua, Jesús era distinto de Dios Padre y el espíritu santo resultaba muy evidente; pero que, en el único y mismo Dios, desde toda la eternidad, hubiera Tres que respondieran a ésta manifestación en el tiempo, resultaba dificilísimo de entender. Es así que algunos sostuvieron, simplemente, que se trataba del mismo Dios que, en el Antiguo Testamento, tomaba el aspecto, la careta, de Dios Padre, en el Nuevo, el disfraz del Hijo y, en la vida de la Iglesia, se presentaba bajo el ropaje, la máscara, del Espíritu Santo. Negaban, pues, que en Dios existiera ninguna distinción.

            Otros había que insistían tanto en la diferencia que, finalmente, en la práctica, sostenían la existencia de tres dioses de desigual entidad.

            Los primeros han sido llamados modalistas, porque, en resumen, decían: "los tres son simplemente modos de aparecer para nosotros del mismísimo Dios". Los segundos están representados, por ejemplo, por los arrianos, que decían que el Hijo era un Dios distinto e inferior al Padre.

            Los primeros judaizaban, al mismo tiempo que, con los tres disfraces o apariencias o modos, dejaban oculto el verdadero ser de Dios, haciendo inconsistente y falaz la revelación de Jesús. Los segundos alejaban definitivamente a Dios de los hombres, ya que Jesús -y tanto menos el Espíritu- siendo distintos e inferiores al primer Dios, no podían hacernos alcanzar el verdadero existir y amor del Padre.

            Pero ¿cómo, entonces, afirmar la igual divinidad de los tres sin desdibujar su identidad? o ¿cómo afirmar su identidad sin romper la unidad? fue algo que los teólogos y la Iglesia apenas pudieron ir resolviendo poco a poco.

            (Vds. perdonarán que nuestro sermón de hoy sea algo complejo, pero es la única vez en el año que hacemos referencia a este misterio y algo tenemos que decir, para darnos cuenta de los basamentos sublimes de nuestra fe. No se inquieten, en adelante no tocaremos el tema.)

            Se hizo, entonces, una lista de términos para designar lo distinto en cada uno, y otra para designar lo único. El monoteísmo, la unicidad divina se designaba por medio de vocablos como "una sola esencia", "una sola substancia", "una sola existencia", "una sola naturaleza". Se utilizaba, sobre todo, el adjetivo canonizado en Nicea: "consubstancial"; en griego el célebre "homousios". En cambio, para designar lo distinto, se acuñaron nuevas voces que, luego, harían un largo camino en la historia de la filosofía: "persona" los latinos -o, a veces, "subsistente"-; los griegos, "hipóstasis."

            Por cierto que usaron estos términos con inmensa cautela. San Agustín sostenía que el empleo del substantivo persona era peligroso, porque decir 'tres personas' podía llevar a la gente a pensar que se estaba hablando de tres dioses. Finalmente, a regañadientes, acepta sostener "tres personas, una sola substancia o naturaleza", pero -dice-, "solo por penuria de nuestro lenguaje, por imposibilidad de encontrar una palabra mejor en nuestro vocabulario", acuñado solo para nombrar cosas que están a inmediato alcance de nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Nuestro lenguaje -afirma Agustín- casi no sirve para hablar de Dios en su mismidad divina.

            Tampoco quedaba en absoluto claro porqué el Hijo era hijo y no lo era el Espíritu Santo. Porqué uno era 'engendrado' y el otro 'procedía' o era 'espirado'. ¿Cómo podían distinguirse realmente y ser tres, sin romper de alguna manera la unidad de la naturaleza?

            Allí se remodeló otro concepto, la categoría  aristotélica de 'relación' o 'correlación'. Las personas se distinguen, decía San Agustín, solo por propiedades relacionales o relativas que, de hecho, si bien señalan distinción, al mismo tiempo exigen indisolublemente lo otro. El termino 'amigo', por ejemplo, es relativo. Yo no puedo ser amigo sin postular la existencia del co-amigo. No puedo ser amigo solo: necesito imprescindiblemente del otro, del tu. ¿Ven? amigo es un concepto que, como tal, distingue y a la vez une. Lo mismo el concepto de hijo, no se entiende sin el correlativo de padre. O el de marido, sin el de mujer. Allí, en lo relativo, en lo relacional, y con infinitas purificaciones, encontró la Iglesia un concepto que, estirado al máximo y vuelto a rellenar, podía designar lo que eran esos 'cada uno de tres' del mismo e indivisible Dios. Santo Tomás afinará hacia el siglo doce el concepto y los llamará 'relatividades subsistentes': tres relatividades en una misma subsistencia. (Y Vds. perdonarán que los abrume con este vocabulario técnico.)

            Finalmente, todas las explicaciones de los teólogos estarán contestes en que estas distinciones relativas tienen algo que ver con el vivir de Dios que es, antes que nada, actividad espiritual, es decir, conocer y, sobre todo, amar. Desde San Agustín se pergeñará un modelo de Trinidad surgido analógicamente del modelo del pensar y el querer humanos.

            En fin, no se asusten, la solemnidad de hoy se mueve en medio de afirmaciones de la Iglesia y especulaciones de los teólogos que lo único que pretenden es salvar la coherencia y explicar 'técnicamente' lo muy sencillo que hemos de vivir los católicos de ponernos en relación con el Padre, santificándonos por el espíritu a imagen de Jesús. El Credo de nuestra Misa -díganlo hoy con atención- no se refiere directamente a los Tres de esa Trinidad que late desde la eternidad en Dios, sino a la que hemos visto en la historia, actuante en los libros del Nuevo Testamento, y que hemos de vivir nosotros en nuestro existir diario de cristianos.

            Al fin y al cabo, el Padre del "Padre nuestro" que rezamos todos los días, no es estrictamente el Padre del Verbo eterno, sino el Dios Creador de todas las cosas, el Padre de Jesús, hijo de María de Nazareth.

            No nos inquietemos si no entendemos demasiado las especulaciones de los teólogos. De todas maneras, a la manera de los científicos en sus laboratorios con sus complicadas fórmulas matemáticas, nos prestan un gran servicio, sabiendo que de algún modo confirman nuestra fe investigándola desde todos los ángulos pasibles al ingreso de la inteligencia, de la razón. Si no queremos estudiar, descansando en ellos, vivamos sencillamente nuestra condición de bautizados en el nombre del Padre, de Jesús y del espíritu. Nadie se hizo santo solo por entender su fe, sino por vivirla en la caridad, en el amor.

            Y si algo queda claro de lo que sucede en el hervidero del vivir eterno de Dios es que ser personas, ser distintos, ser Dios, depende sobre todo de una cuestión de amor. Es el amor el motor último de las diferencias de los tres en el despliegue trinitario. Es el amor también el circular perfecto de su indisoluble unidad. Son, porque están relacionados en el amor; porque cada uno apunta al otro olvidado de si mismo; porque cada uno es solo relatividad al amado, a los amados.

            En el fondo, el acontecimiento pascual no es sino el fruto sobreabundante y, a la vez, el reflejo brillante, de esa circulación de relatividades divinas en el amor. Por eso, en Jesús, se hace relación de obediencia y de amor al Padre hasta la cruz; en Éste, relación de amorosa paternidad hasta la Resurrección; en el espíritu santo, lazo del relacionarse de ambos en el amor y, desde los tres, desbordado al hombre.

            Bástenos hoy saber que todo lo que de bueno hay en el ser humano -y de lo más bueno y gozoso podemos decir sean las relaciones mutuas de amor de los amigos, de los hermanos a los hermanos, de los padres a los hijos, de los maridos a sus mujeres, de camarada a camarada...- que todo lo que de bueno hay en este entrecruzarse de corazones y manos que se estrechan, y vidas que se entregan los unos a los otros y ennoblecen la historia humana, sobre todo cuando sublimado en caridad, en martirio, en santidad de vida, ¡y todo lo que viviremos gozosos, transidos de amor, en la eternidad!, todo surge de ese venero de divino querer que, al modo de un tres que se multiplica al infinito, bulle en la inextinguible vida del amor trino, que se entrega a nosotros en "la gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo".

Menú