2003 - Ciclo B
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 15/06/03)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28,16-20
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".
SERMÓN
La Iglesia, ya terminadas las fiestas pascuales, reiniciando el tiempo litúrgico 'durante el año', festeja este Domingo, la solemnidad del misterio de la Santísima Trinidad.
Pero el término 'misterio' utilizado para hablar de la Trinidad comienza bañando de equívoco esta verdad central de nuestra fe: la maravilla de la comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo en la participación de la única e indivisible vida divina. Por eso, y aunque ya lo hemos hecho en otras ocasiones, será bueno aclarar, nuevamente, qué quiere decir la Iglesia cuando habla de misterio.
En una de sus acepciones -y probablemente, la que más difundida está en nuestro lenguaje usual-, el Diccionario de la Real Academia Española, define: "Cualquier cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar". En el siglo pasado, se llamaban 'novelas de misterio', las policiales -iniciadas gloriosamente con Conan Doyle y su Sherlock Holmes, seguido de Agatha Christie y su Hércules Poirot- en las cuales tramas, empero, los investigadores siempre terminaban encontrando al asesino. Y toda mi generación recuerda, aquí, en Argentina, la colección "El Séptimo Círculo", dirigida por Borges y Bioy Casares, dedicada a ese tipo de novelas. Sin más que éste no es el sentido de misterio que usa la Iglesia.
Empeorando la situación, el mismo Diccionario, en otra de sus acepciones, ya más específica para lo nuestro, determina: 'misterio'// 2. "En la religión cristiana, cosa inaccesible a la razón y que debe ser objeto de fe".
A pesar de que el DRAE lo intenta, tampoco esta manera de entender el término misterio se adapta exactamente a su uso en teología católica. Será bueno, por ello, recordar, la historia semántica del vocablo.
Vayamos, antes que nada, al griego, de donde deriva directamente nuestro misterio: 'mysterion'. Su sentido es prácticamente inmediato, porque su raíz deriva del sonido onomatopéyico 'mmmm', 'mmy' que es el ruido que uno hace cuando intenta hablar con la boca cerrada, o cuando quiere decir que no puede hablar. ¡Mmmmm!
Desde ya, vemos que no querer hablar o cerrar la boca no significa 'no entender' o 'no comprender', sino simplemente 'no querer decir'. De tal manera que misterio, en griego, es algo que puede ser perfectamente comprensible y que se sabe, pero que no se quiere transmitir. Misterio, por tanto, es lo que nosotros llamamos 'secreto', aquello de lo que se guarda silencio; no aquello que no se entiende. El mismo término latino 'secreto', proviene del verbo 'segregar', 'segregación': lo que se separa, se pone aparte, lo que se guarda bajo cautela. Y 'secretario' o 'secretaria' se supone que son los que ayudan a los jefes y dirigentes en aquellas cosas que no debe saber todo el mundo. (Aunque, en la práctica, suelen ser, al respecto, grandes fuentes de información.)
El término griego misterio, tiene su equivalente en el hebreo bíblico sod, cuya raíz es un verbo que quiere decir 'reunirse'. De tal manera que sod, en principio, significa 'reunión', pero no una reunión cualquiera, sino de gente que está estrechamente vinculada por algo. Guerreros, por ejemplo, que se reúnen para organizar un plan de batalla; o dirigentes que se juntan para debatir algún punto.
De allí, el término bíblico sod pasa a designar las deliberaciones que se desarrollan en esos círculos íntimos y, sobre todo, sus 'resoluciones' o 'designios'. Por cierto que esas resoluciones o designios quedan reservadas -mientras no se decida otra cosa-, al conocimiento de los que integran el círculo. Otra vez: se trata de 'secreto', no de algo que no puedan entender los del círculo ni que, una vez divulgado, si corresponde, no entiendan los que tomen noticia de ello.
De allí que, cuando la Iglesia Católica habla de los misterios de nuestra fe, de ninguna manera está aludiendo a cosas incomprensibles que haya que aceptar ciegamente porque sí, renunciando a nuestra razón e inteligencia. De ninguna manera. Se está aludiendo sencillamente a aquellas verdades o realidades que pertenecen a la intimidad divina y, de por si, no se dan a conocer en las obras normales de la naturaleza creada -al alcance de todo el mundo-, pero que Dios puede revelarlas, hacerlas saber a quien quiere. Al hacerlo, integra, al que recibe el secreto, en el círculo de sus íntimos, de sus amigos. Recuerden la famosa frase de Jesús: "Ya no os llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre" (Jn 15, 15).
Esos pues son los misterios de nuestra fe: cosas de Dios que el hombre común, solo mirando a su alrededor y con la información que le da el mundo, el universo, no puede saber, pero que Él hace conocer a sus amigos. Por más que los más inteligentes físicos, matemáticos, astrofísicos, biólogos escruten con sus microscopios electrónicos o sus radiotelescopios lo ínfimo de lo pequeño y lo vasto de lo enorme, sabrán, como hombres que son, que Dios existe, que Él ha creado el universo, que es único, que es inteligente, que es todopoderoso y unas cuántas cosas más, pero no podrán nunca -si no son invitados o no aceptan la invitación-, introducirse en la intimidad divina, en su círculo, en lo que saben sus amigos, sus secretarios, aquellos a los cuales Dios, libremente, por amor, revela, participa su vivir.
Quizá, ya que la palabra misterio, en nuestros días, se presta a confusión si no se aclara, habría que sustituirla por la expresión 'secreto' -"secretos revelados a sus amigos, a sus hijos"-.
En fin. De todos modos esto explica el por qué, a ese bellísimo compendio de nuestra fe, de cosas lindísimas que Dios nos cuenta de si y sus propósitos sobre nosotros, que son las meditaciones que acompañan al Rosario, las llamamos "Misterios del Santo Rosario". Lo cual sería contradictorio si el término misterio fuera sinónimo de 'incomprensible', 'oscuro'. Más absurdo todavía, el que el Papa hubiera querido añadir a estos iluminadores misterios los que ha querido designar de manera especial como 'misterios de luz'. ¿Cómo algo misterioso va a ser, al mismo tiempo, 'de luz'? Y el mismo Papa se ocupa de aclararlo: "En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es 'la luz del mundo'".
Lo mismo, cuando acabada la consagración, el sacerdote, exclama "¡Este es el misterio de nuestra fe!" De ninguna manera está diciendo "aquí nos encontramos con el oscuro problema de que lo que era mero pan y vino ahora es el cuerpo y sangre de Cristo". No. Está diciendo: "este es el regalo más bello que Dios, de su intimidad, nos da para que podamos participar alegre y gozosamente de su círculo de íntimos, de amigos".
O, el misterio de la Redención. De ninguna manera es algo hermético, arcano, sino al contrario: Dios viniendo a rescate del hombre, para salvarlo de su límite y mortalidad, de su ignorancia y obscuridades, para, en Jesucristo, llevarlo al círculo iluminado de los suyos. Este si 'el séptimo círculo' de los amados, de los elegidos por Él.
El misterio, finalmente, de la Trinidad: no el absurdo matemático de que tres Dioses son iguales a un Dios, y un Dios igual a tres Dioses, afirmación palmariamente absurda, ni siquiera oscura: simplemente inadmisible. Sino la revelación encandilante de que el mismísimo y único Dios es la plenitud de una realidad de amor que enlaza en único ser y vivir tres relaciones, tres amistades. A la lejana y, a la vez, inalcanzable manera, cómo una paternidad infinita engendra a un hijo y cómo, del amor del que ama al amado y del amado al que ama, se acrece la comunión en el amor que es Espíritu. Sublimando así al infinito todo modo de relacionarse y de amar de todos los amores y amistades que ha habido, hay y habrá en la historia finita de este mundo y de esta humanidad.
Tan lleno de luz y de comprensibilidad está este misterio -digamos: este 'secreto develado'-, que los santos y teólogos que se dedican a escudriñarlo se ven deslumbrados por su esplendor y descubren desde allí multitud de verdades, no solo sobre Dios, sino sobre su actuación en Jesús, en la Iglesia, en la naturaleza y psicología del hombre, en la armonía de la naturaleza y de su belleza una, inteligible, buena.
El que la Trinidad pueda parecer difícil de entender a los legos, y a los que no son amigos de Dios, y a los nos cristianos, y a los que no se ocupan de querer comprenderla -y, sobre todo, amarla- proviene de la ignorancia del que no sabe o no quiere saber, no de la luminosidad del objeto conocido, del Dios Trino revelado.
Como en cualquier disciplina científica: los grandes principios o teoremas que, para los que no son estudiosos, parecen dificilísimos, para los sabios son fuentes de comprensión y de nuevos conocimientos. Nadie será tan tonto de decir que la teoría de la relatividad o la cuántica son misterios porque no las entienden, cuando es sabido que hay multitud de físicos que sí las entienden y con ellas resuelven problemas intrincadísimos.
Pero el misterio, el luminoso secreto revelado a sus íntimos de la Santísima Trinidad, es muchísimo más que una noción científica, una noticia, un comunicado de prensa que Dios hace a los suyos para enseñarles lo que Él es en Su mismidad. Es al mismo tiempo una invitación fabulosa a que entremos en su círculo, en su amistad, y participemos, no solo del conocimiento, sino de la vida de esa constante comunicación de amor que viven Padre, Hijo y Espíritu Santo, único Dios verdadero. Eso es el bautismo: no solo la comunicación de la noticia, sino la inmersión en la vida trinitaria, significada en el agua santificada en nombre de cada una de las personas.
Es lo que intenta explicarnos Pablo en la segunda lectura. Los que han llegado a la vida de Dios por la fe, es decir "los que son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios". "No habéis recibido espíritu de servidores, sino el espíritu de hijos adoptivos", de amigos, que haciéndonos hijos en el Hijo, ya introducidos en el torbellino de la vida trinitaria, nos hace llamar a Dios "abba", es decir Padre. Y eso, en el Hijo, desde el mismo espíritu que "se une al nuestro, para dar testimonio" -dice Pablo- "de que somos realmente hijos de Dios".
Por ahora, en este mundo, en la luz de la revelación, de la fe. Un día, en la plenitud de la experiencia y la visión, porque, como termina Pablo: "si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, para ser glorificado con él".
A esa gloria de la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo nos llama el maravilloso misterio, secreto, que Dios ahora nos susurra al oído y cuyas primicias imprime en nuestros corazones cristianos. Ese es el misterio que todas las misas nos convoca y que celebramos especialmente en esta solemnidad. Pero que, al mismo tiempo, se nos impone, como misión, transmitirlo, -secretarios de prensa que somos de Jesús-, revelarlo a nuestros hermanos. Como nos dice Jesús, "Id y haced que todos los hombres sean mis amigos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".