2005 - Ciclo A
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 22/05/05)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
SERMÓN
Cuando Marco Furio Camilo , nombrado por el Senado dictador, se pone al frente de las tropas romanas y toma la ciudad de Veyes en el 396 antes de Cristo -ciudad de la cual hoy no quedan más restos que los de su necrópolis hipogea- signa el inicio de la desaparición total de la magnífica nación etrusca o tirrena -como les llamaban los griegos-. Ellos que muy probablemente habían sido los verdaderos fundadores de Roma , sobre la tosca aldea anterior, como lugar y puerto de paso entre sus territorios al Norte y sus colonias del Sur. En efecto fueron los etruscos, en la dinastía de los Tarquinios , quienes construyeron, entre otras cosas, la famosa Cloaca Máxima que hoy todavía sigue funcionando y puede verse desde la orilla opuesta del Tíber; el Foro , que era una ciénaga y ellos con la cloaca desecaron -de la palabra etrusca 'foras', fuera, porque en ese tiempo estaba fuera de la ciudad - ; el Circo Máximo a los pies del Palatino; los primeros muros de la Urbe cuyos restos todavía pueden verse cerca de la Stazione Términi.
Veyes, una de las más importantes ciudades-estado etruscos, a pocos pasos de Roma, fue arrasada hasta el suelo por Camilo, y sus piedras sirvieron para reconstruir la urbe devastada en el 390 por los galos. Los últimos vestigios de la civilización etrusca fueron destruidos cien años después, en la arremetida romana hasta los Alpes.
Los historiadores romanos se ocuparán luego de esfuminar la importancia de los etruscos y dar -en la Eneida y la leyenda de Rómulo y Remo - tintes divinos y troyanos al nacimiento de su ciudad, pero los arqueólogos han podido restituir a Etruria, la hoy llamada Toscana -nombre etrusco- la importancia enorme que tuvo en el nacimiento de lo que es hoy parte inamovible de nuestra herencia cultural.
Dejemos de lado lo arquitectónico -el arco, la bóveda, legado de su arquitectura avanzadísima-; o el arte que de ellos aprendieron los romanos de fabricar puentes y rutas. 'Pontífices', 'hacedores de puentes', llamaban los etruscos a sus arquitectos que, a la manera pitagórica o masónica, eran considerados personajes sagrados. Así todavía, aunque en un sentido más espiritual, seguimos llamando al Papa: Sumo 'Pontífice'. Nombre pues que les debemos.
Dejemos de lado sus diversiones, deportes, supersticiones religiosas, escuelas de arúspices y adivinación, todo adoptado luego por los romanos, o la insignia de las fasces -las varas unidas con el hacha en el medio, símbolo que luego utilizaron los fascistas-; o su arte de elaborar el hierro, cuyo mineral traían de Elba; sus astilleros. Dejemos también sus artes médicas y aún odontológicas -dientes postizos, puentes, encontramos en las calaveras de sus tumbas-. Detengámonos solamente en el campo del lenguaje. Lenguaje todavía indescifrado, pero, como escrito en caracteres griegos, perfectamente discernible en su fonética.
Y hagamos notar el origen etrusco de algunas de las palabras, que a través del latín, lengua de sus vencedores, fueron asumidas por nuestro castellano. T érminos de uso cotidiano como 'silla', 'ventana', 'asno' vienen de ellos. También les debemos el nombre de la 'rosa', del 'lirio', el 'ciprés', el 'laurel', el 'higo' y, si esto fuera poco, del 'vino'. Todos sustantivos de raíz etrusca, no indoeuropea. Pero también palabras importantísimas como 'mundo', 'pueblo', y, muy probablemente, 'amor'.
También es legado etrusco uno de los vocablos quizá más importantes de nuestra lengua: ' persona '.
Con el término ' persu ' los etruscos denominaban a las máscaras o caretas que se ponían los actores -los 'histriones', voz también etrusca- cuando salían a la escena. Término recogido como 'persona' por los latinos cuando, por influjo etrusco, se introduce el teatro en Roma. El término griego ' prósopon ', también 'máscara', en ese idioma, a pesar del prestigio de sus tragedias, dramas y comedias, no logrará imponerse sobre el etrusco ' persona '.
De la jerga teatral -'persona', personaje' con el cual pasa a designarse por sinécdoque al protagonista- se comienza a tildar como 'persona' a cualquier individuo importante. "¡ Es todo un personaje, una persona! " decimos todavía. A continuación, el término persona termina por designar a la gente 'de pro'. Luego, a todo ciudadano romano varón, hombre libre, sujeto de deberes y derechos; entrando así la palabra en el lenguaje jurídico. Persona, personería.
Pero es por influjo del cristianismo que, finalmente, se distingue con el nombre de 'persona' a todo ser humano, por el solo hecho de ser tal. Varón o mujer, judío o gentil, libre o esclavo -como decía Pablo a los Gálatas-, en el vientre de su madre o anciano. Claro que únicamente al individuo humano, no al resto de los individuos animales o vegetales, como tontamente tienden a querer extender el título las gnosis y panteísmos orientales hoy nuevamente de moda, y los movimientos verdes -'greens'- o New Age de nuestros tiempos, que así degradan el término.
La cuestión es que este singular vocablo de origen etrusco, 'persona', termina por designar lo que significa en nuestros tiempos por influencia del cristianismo. " Sujeto individual de naturaleza intelectual ", la definió el filósofo Boecio, autor, cuando estaba preso, de su famoso 'Consuelo de la filosofía' , 'De consolatione philosophiae '. Torcuato Severino Boecio , filósofo neoplatónico cristiano, había sido cónsul de la decaída Roma del 510, antes de caer en desgracia con el rey ostrogodo Teodorico , que dominaba la península. Fue ejecutado en Pavía el 524 entre horribles suplicios. Obviamente a Teodorico, arriano como era, todavía no le había llegado del todo el mensaje cristiano sobre la dignidad de toda persona humana.
Pero claro, el término 'persona' alcanza vuelo único, cuando San Agustín busca una palabra para designar, de alguna manera, a esos impalpables Tres que la Iglesia , al pasar de los siglos, había descubierto existían con la única, simple e indivisible existencia divina. De la actuación de Jesucristo; de la existencia trascendente del Dios creador considerado por Jesucristo Padre; de la efusión de la gracia santificante en los cristianos y su permanencia en la Iglesia hasta el fin de los tiempos como Paráclito, los grandes teólogos y obispos de la cristiandad habían llegado a la conclusión, a fines del siglo IV, que, más allá de la historia de Jesús y de la Iglesia Dios era, eternamente, lo que hoy llamamos Trino. Lo definieron en los dos famosos concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381).
Pero eso no era fácil entenderlo. ¿Cómo la unidad simplicísima de Dios podía desplegarse hacia adentro en algo 'trino' o triple? Y, en el caso de explicarlo, ¿cómo denominar, sin separarlos ni dividirlos el uno del otro, a estos, digamos, Tres?
Que Jesucristo era un individuo, que Dios era otro, que la gracia o el espíritu Paráclito era distinto a los anteriores era evidente; pero que, en Dios, 'lo' o 'los' que formaban la llamada trinidad fueran tres individuos, eso demolía el monoteísmo, la unidad de Dios, su infinita simplicidad. Se empezaron a acuñar términos para designar a cada uno de los tres. Los griegos utilizaron el término filosófico ' hipóstasis ': "una sola esencia, o ' ousía ' -afirmaban- pero tres hipóstasis". Algunos intentaron usar el término ' prósopon ', el de la máscara griega de teatro, pero eso sonaba a disfraz, a algo exterior y simulado. No podía ser. Los latinos dudaban. El teólogo africano Tertuliano , que era además doctor en leyes, había propuesto, a mediados del siglo III: "una sola substancia , pero tres personas ". ¡Otra vez los etruscos, desde el pasado, aportaban a la teología esta palabra!
Las discusiones continuaron hasta que el prestigio de San Agustín , a comienzos del siglo V, hizo que se aceptara la fórmula de Tertuliano. 'Una substancia, tres personas '. Pero es bueno saber que San Agustín aceptó este término a regañadientes. No tenemos palabras para cosas tan fuera de nuestras posibilidades de comprensión. Sabemos que, en el único individuo Dios, hay tres 'algos' o, mejor, 'álguienes' -porque 'algo' en Dios nunca puede existir, Él es, todo y siempre, 'Alguien'- tres 'álguienes', pues, que participan del mismo 'Alguien'. Pero ¿con qué palabra nombrar a esos 'álguienes'? " Usemos, pero cautamente, porque no tenemos otra palabra para hacerlo -termina dubitativo San Agustín- el término 'persona' ". ¡Pero Dios nos libre de hacer pensar a la pobre gente que cuando decimos tres personas usamos la palabra en el mismo sentido de Boecio: tres sujetos individuales, tres dioses! ¡Dios nos ampare de caer en el triteísmo! Así se lamentaba, con angustia, Agustín.
Claro que, mientras tanto, para no dar lugar a división en Dios, Agustín había elaborado otra categoría teológica la de ' relación '. No es el momento de explicarlo. Pero con esta categoría Agustín intenta defender cómo en Dios no existe partición del uno aunque haya distinción del tres. No hay diferencias -dice Agustín- concretas, absolutas, substanciales: ninguno de los tres tiene nada divino que los otros no tengan -¡como lo iban a tener si los tres son el único Dios!-. Sin embargo en el mismísimo Dios hay reciprocidades, ¡relaciones!, que hacen a la riqueza de su ser; y, en la medida que alguna de ellas se pone frente a la otra -solo como relación, se entiende-, se produce una distinción. Esa distinción 'relativa' bastaría, según Agustín para distinguir realmente a estas tres llamadas 'personas'.
Bien, no es sencillo referirse a estas cosas. Nuestro cerebro está especializado en el conocimiento directo de los seres de este nuestro cosmos. Y aún a muchos de estos seres llegamos solo por deducción, no por observación directa. Como el caso de los electrones o los quarks o los rayos gamma. Solo los conocemos por los efectos que producen en los cables eléctricos o en placas fotográficas o en pantallas; nunca directamente en nuestras retinas. Solamente podemos simbolizarlos con lenguaje matemático. Algo similar hacemos con Dios: Lo deducimos y sabemos que existe, aún cuando seamos totalmente incapaces de imaginarlo, solo simbolizarlo analógicamente con lenguaje metafísico.
Pero así como los efectos hablan de las causas; así como la huella que deja en la placa fotográfica habla del protón; así como la actuación de los hombres, sus obras, hablan de su interioridad invisible y de su personalidad; así la obra de Dios nos dice no solo de Su existencia, sino de lo que es. Leyendo el Quijote, aún cuando no conociera su biografía, podría saber -además de que existió un autor- muchísimas cosas del gran tipo que fue Cervantes. Así el hombre puede deducir, a partir de la magnificencia de la obra creada, algo del que realizó la creación: Su poder, por ejemplo, Su inteligencia y aún Su bondad.
Más aún: sabemos que nadie puede dar nada de lo que no tiene. Si Mozart no hubiera tenido música en su cabeza, no hubiera podido nunca componerla.
Por eso la razón humana puede sostener rigurosamente que todo aquello que en la creación existe de bueno, de bello, de armonioso, de feliz, de genial, en Dios existe no solo sin la más mínima imperfección, sino en grado sublime, infinito, maravilloso, sin mezcla de mal, de fealdad, de desarmonía, que, por principio, no son sino carencia de ser, límite, impredicables del que necesariamente es el Ser por esencia.
Así pues, todo lo bueno que podamos ver y vivir en la creación existe sublimadamente en Dios. Y no como una sumatoria de riquezas y de cualidades y de seres, sino, en la unidad indivisa de la riqueza suprema de Su existir. Las diversas realidades y maravillas creadas de este universo no son más que la difracción de la opulencia simplicísima del vivir divino cuando quiere desbordarse gratuita y libremente hacia nosotros a través del prima del espacio y del tiempo propio de nuestro ser finito y creatural.
Cualquier bien, cualquier belleza, pero también cualquier sensación o gusto estético, cualquier euforia, cualquier placer, cualquier felicidad o beatitud, todo eso existe porque previamente está en quien lo crea, en la fuente de toda existencia y bien que es Dios.
Y de todas las buenas cosas que tenemos y gozamos, de todas las maravillas que nos ofrece esta vida, este universo; de todas las cosas que el hombre con su ciencia prestada por Dios es capaz, a través de la técnica, de fabricar y darnos para usar; de todo aquello que poseemos y disfrutamos ¿no son acaso fuente de los mayores gozos nuestras relaciones con los demás? ¿La vida de familia? ¿La amistad entre los hermanos; entre marido y mujer; entre padres e hijos; entre amigos y camaradas; y aún entre socios y conciudadanos? ¿No es cuando se producen fricciones en estas relaciones o al romperse cuando tenemos los dolores más grandes, las desdichas menos fáciles de sobrellevar? ¿No es verdad acaso que la dicha que podemos compartir con los que amamos se multiplican como dichas y la felicidad del solo se enturbia porque no hay nadie con quien participarla? Y ¿acaso no nos hacemos cada vez más personas cuando más nos relacionamos? ¿No es mi relación de hijo a padre -que lo diga el psicoanálisis- la que me hace inicialmente persona? ¿No es el abrirme a los demás y a su ciencia y a su saber y a su arte y a sus riquezas y diferencias, en el aprecio y la amistad, lo que favorece mi crecer y ser cada vez más persona y libre?
Si toda esa riqueza que supone la maravilla de estas relaciones -además del relacionarse ecológico de todos los seres del universo entre sí- proviene de su creador ¿no habría El mismo de tener toda esa riqueza de modo infinito y sublime?
Todas las relaciones de padres a hijos, de hermanos, de esposos, de amigos, de camaradas, la Iglesia sostiene -y si no se puede deducir exactamente de la creatura, sí de la revelación de Jesús- existe, antes y ahora y siempre, en la fuente de todo vivir que es Dios. 'Tres personas' les decimos, en pobreza de lenguaje. Un tres más apto para interpretarse desde la gematría -la simbólica de los números- que desde la geometría; porque no conforma un numeral cualquiera, aritmético, sino la sublimación infinita de todo el vivir interpersonal de la historia de los hombres y de los ángeles y de cualquier creatura. Un tres que, sobre la riqueza creada de nuestras pobres relaciones humanas nos llama a hacernos relación con El, ahora sí como verdaderas personas llamados a relacionarnos con el Increado.
Eso es lo que hoy celebra la Iglesia en su solemnidad de la Santísima Trinidad. Dios, tres místicas personas, tres infinitas relaciones, sostenidas en la comunión del mismo ser, el mismo vivir y el mismo amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Gloria al único e infinito Dios, por los siglos de los siglos.