1972- Ciclo A
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
28-V-72
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
SERMÓN
¡Qué fácil acostumbrarse a todo, incluso a las cosas más grandes!
Vivimos un poco como los guardianes de los museos, rodeados de maravillas sin siquiera prestarles atención. La costumbre termina por prosaizar, envilecer todo lo que tocamos. Nos despertamos todas las mañanas sin ni siquiera pestañear por el asombro que debería causarnos el hecho de seguir viviendo. Nos damos cuenta de lo estupendo que es la compañía de los que amamos recién cuando un aciago día nos separamos de ellos para siempre. A todo nos acostumbramos: a que se trasplanten corazones; a que una imagen recorra miles de kilómetros por el aire y llegue a nuestros televisores; a que el sol surja en oriente todos los amaneceres; a que estallen en flor los capullos multicolores en las primaveras; a que el hombre se pasee por la luna. Todo se va convirtiendo en normal, rutinario, cotidiano. Para sacudir nuestro letargo frente al desfile exuberante y opimo de la existencia, necesitamos –hombres prosaicos y groseros- el impacto sensiblero y epidérmico de la novedad. ¡Grandes novedades! ¡último modelo! ¡última moda! ¡nuevo método de enseñanza! ¡novedoso invento!
Solo lo nuevo, lo último, lo inconsueto, impacta, mueve, asombra. La importancia de las cosas se mide no por su valor intrínseco sino por su novedad, su ‘originalidad'. Ser ‘originales' –no verdaderos, o bellos, o buenos- es la meta de todo escritor o pensador o dirigente o cura.
Sí: a todo nos habituamos, todo termina por convertirse en rutina, en gesto mecánico, en mirada distraída.
Y eso no sería grave cuando se trata de cosas sin importancia. Al contrario, la rutina, el hábito, la costumbre, nos liberan de prestar excesiva atención a los pequeños gestos cotidianos de la vida. ¡Pobres de nosotros si tuviéramos que prendernos los botones, lavarnos las manos, utilizar los cubiertos en la mesa, escribir, sin la ayuda del hábito o de la costumbre, pensando cada vez en cómo tenemos que hacerlo! Gracias a Dios se han transformado en gestos maquinales que realizamos sin apenas atención y nos permiten pensar en otra cosa.
Pero lo grave es cuando nos acostumbramos a lo que jamás deberíamos acostumbrarnos. No puedo transformar en rutina el amar a mi mujer o el criar a mis hijos; no debiera, en ningún puesto que me toque, automatizarme en el trato con los hombres; no puedo acostumbrarme jamás, si soy médico, al dolor de mis pacientes y al drama de sus enfermedades; no puedo resignarme nunca, si soy argentino, al desquicio de las instituciones y a la ruina de la Patria.
Tampoco puedo transformar en costumbre el ponerme en la cola de las comuniones y deglutir mecánicamente el cuerpo del Verbo encarnado. Ni tampoco debería acostumbrarme al perpetuo motivo de asombro y alegría del ser bautizado, católico, hijo de Dios y hermano de Jesucristo.
Nos hemos acostumbrado a Dios. Lo manoseamos todos los días con pedidos absurdos; tenemos su nombre en nuestros labios por cualquier cosas; le prestamos atención cuando se nos antoja y, si no, nos olvidamos olímpicamente de Él; le protestamos cuando las cosas nos van mal o no conseguimos novio, ni empleo o nos suenan en un examen; lo dejamos de lado si el sábado nos acostamos tarde o si vinieron visitas; le hablamos de ‘vos', de ‘che' y de ‘tu'; tenemos el tupé frecuente de no dar importancia a sus leyes o sus consejos; intentamos comprarlo periódicamente con una confesión mal hecha o con unas lágrimas; lo imaginamos a la medida mezquina de nuestras inteligencias.
Culpa de Él, en parte, si, que se nos dio a conocer como Padre, en Jesucristo. Pero que el Señor haya bajado hasta nosotros no nos da derecho a ser groseros con Él y pegarle palmadas en la espalda.
Dios no es un camarada al que podamos tratar a nuestro antojo. El terror sagrado frente a Dios, que define todas las religiones del mundo, el respeto, la sumisión, la veneración, no han sido anulados por el cristianismo. El Dios cristiano es también el Dios del Antiguo Testamento. El Dios que se manifiesta a los hombres en medio del pavor del Sinaí, en el seno del espanto provocado por los truenos, los relámpagos, la tempestad rugiente. “Todo el pueblo tembló de miedo –dice el Éxodo - y se postró en tierra y se mantuvo a distancia y dijeron a Moisés temblando: ‘Háblanos tu. Que no nos hable Dios, porque moriremos' ”. El Dios cristiano es ese mismo Dios que Isaías vio “ sentado sobre un trono elevado que apenas se podía divisar; la cola de su manto llenaba el santuario del Templo; le rodeaban infinitud de serafines, cada uno de seis alas; dos para cubrirse la cara, dos para cubrirse los pies, y dos para volar. Y gritaban atronadoramente unos a otros: "¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los Ejércitos!”. El Dios cristiano –nuestro Dios- es el Dios que exclama en el Apocalipsis: “Soy yo, el Alfa y Omega, el que es, que era y que ha de venir: el Señor de todo”; haciéndose eco de la revelación que hace de si mismo a Moisés: “Yo soy el que soy” Dios, majestad y poder. Dios incomprensible y lejano. Dios infinito y trascendente.
“El es el que es y nosotros –como decía Catalina de Siena- los que no somos” Entre Él y nosotros hay infinitamente más diferencia que entre una gota de agua y el Océano, un grano de polvo y una montaña. Apenas podemos conocerlo ni hablar de Él. Está más allá de todas nuestras imaginaciones y maneras de pensar. Trasciende y supera infinitamente todos los términos y conceptos que le aplicamos. “De Él se puede saber más lo que no es” –dice Tomás de Aquino , siguiendo a todos sus predecesores- “que lo que es”. Nuestra mente, en el intento de conocerle, es menos que un fósforo iluminando un obscuro espacio infinito.
Miserables de nosotros si nos acostumbramos a que se haya hecho carne en Belén, y pan en la Eucaristía.
Miserables de nosotros si decimos que creemos, pero nos encaminamos sin pensarlo, mediocremente, sin deseos de santidad, al convivio sempiterno con la augusta y radiante e indivisible Trinidad, a Quien sea todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.