1975- Ciclo A
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
25-5-75
11 Inmaculada; 19 San Benito
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
SERMÓN
La psicología profunda ha observado recientemente que una de las causas más frecuentes de los conflictos psíquicos infantiles es la desavenencia entre sus progenitores. No basta –dicen los psicólogos- que el padre ame al hijo, que la madre ame al hijo: es necesario que el hijo perciba que el padre y la madre se aman entre sí. Y este mutuo amor paterno de ninguna manera es experimentado, por el hijo –salvo desviaciones que el freudismo tiende a generalizar‑ como competitivo respecto al amor que él desea recibir, sino, por el contrario, como garantía de la calidad del mismo.
Más aún: obscuramente, percibe el niño que el amor marital, por ser de orden diverso al filial y materno, enriquece su propio amor y, de alguna manera, lo salva de esa dependencia absorbente y hasta despersonalizadora en que se puede transformar el amor ‘padre-hijo’ o ‘madre-hijo’ cuando se cierran en la pura bipolaridad.
Algo parecido sucede, al revés, en el amor de la pareja: el amor de los esposos comienza a madurar y salir de la excitación puramente egoísta del sentimentalismo o del eros cuando fructifica en los hijos y se abre a la procreación.
El verdadero amor jamás se cierra en sí mismo en la satisfacción egoísta del mutuo placer o contento. Falso amor en que el egoísmo queda, incluso, satisfecho en la propiedad exclusiva de la comparte. El verdadero amor, fortificado en la unión de la amistad, revierte siempre hacia afuera y se abre a los demás.
De allí la desconfianza instintiva que todos tenemos a esas amistades exclusivistas y celosas que tienden a acapararnos; o la sorna burlona con que miramos a esas parejas de enamorados que, en etapa transitoria y obligada del amor, parecen no vivir sino el uno para el otro como aislados del mundo. De allí la, también, repugnancia natural que todos tenemos al afecto ‘contra natura’ e infecundo de los homosexuales.
Y es justamente a ese nivel egoísta del amor sexual no abierto a la procreación donde caben las descripciones freudianas y sartrianas cuando acusan al acto marital de expansión de la agresividad o del sadismo. O del intento ególatra de apropiación y sumisión del otro o de la otra.
Cuando la iglesia, pues, defiende la integridad del acto matrimonial y prohíbe los impedimentos artificiales de la concepción, no está promoviendo una natalidad a todo trapo –eso es secundario‑ y, menos, irresponsable, sino que está defendiendo la calidad del amor matrimonial y una de las condiciones indispensable para su plenitud.
Un amor, pues, que se cierra en la contemplación narcisista de mi ‘yo’ en el ‘tu’ y del ‘tu’ en mi ‘yo’, no es nada más que la potenciación de mi amor propio. La amistad del ‘tú’ y el ‘yo’ que no se desborda hacia el ‘él’, hacia los ‘otros’, es un ‘yo me amo, al cuadrado, un ‘egoísmo compartido’.
Y lo mismo pasa en con el amor a Dios. Un amor a Dios que no desbordara en amor al prójimo sería un falso amor. Aquel que piensa que puede encerrar su vida cristiana en el marco estrecho de sus privadas devociones, aquel que dice pensar en Dios pero nunca piensa en el prójimo, aquel que de la oración saca solo soberbia y desprecio por los demás, aquel que pretende cumplir sus deberes con Dios olvidándose de sus deberes para con sus hermanos, aquel que ‑en la oración‑ va a sacar consuelo o pedir soluciones para sus problemas personales pero no sale de ella motivado para amar a los demás, no se engañe, no ha encontrado a Dios, solo se ha encontrado a sí mismo.
Porque la Revelación nos muestra que Dios es todo lo contrario a esa majestad trascendente, lejana, inmensa y solitaria que podría hacernos imaginar la filosofía o incluso el Antiguo Testamento. La vida íntima de Dios ya es compañía, amor que dialoga y se desborda, eterna fecundidad que engendra, en la amistad, el ‘yo’, el ‘tú’, ’él’ –el ‘nosotros’-: Trinidad admirable de Personas en Una misma divina esencia.
Dios no es el Gran Solitario, omnipotencia venerable y aburrida que, para divertirse, de vez en cuando se asoma de una nube y observa nuestras travesuras y mendiga nuestras plegarias y oraciones. “Dios es amor” –definía San Juan‑. Amor que se abre, en la fecundidad del Padre, a la personalidad del Hijo, Verbo reflejo de la riqueza de Su esencia. Pero mutuo amor que no se encierra en un puro y exclusivo mirarse auto satisfechos sino que se desgaja generoso y altruista en la personalidad del Espíritu Santo. Tres yo o Tres en un mismo ‘yo-nosotros’ que, en el Amor que se identifica con la esencia divina, participan, sin reservarse nada propio, de la misma y única riqueza y gozo de la Una divinidad.
Un solo Dios, pero no un Dios solo. Un Dios ‘acompañado’ en que la ‘compañía’ y el amor fecundo constituyen nota inseparable de Su Esencia.
Y, si el amor admirable del Padre que se desborda fecundo en el Hijo y ambos, en el Espíritu Santo, constituye la vida íntima de Dios ¿cómo nos va a extrañar que ese amor, libremente, siga desbordando, no ya adentro, sino hacia afuera, ofreciendo sus riquezas, dándose a Sí mismo?
Theophanes el Griego, La Trinidad, 1378. Iglesia de Nuestro Salvador. Novgorod, Russia
Creación‑Redención, misterios del Amor de Dios. De un Dios no egoísta que quiere darse, que se abre, que se ofrece, que se entrega en compañía de amistad.
Por eso –y por supuesto no lo pretendemos explicar en estas breves palabras‑ no se entiende nada de la creación, del misterio del hombre, de la Redención, del cristianismo, sin la revelación del misterio de la Trinidad.
De allí salimos y el motivo de nuestro existir hunde sus raíces en la Trinidad. Por Ella vivimos. El modelo de nuestra vida es la Trinidad, a cuya semejanza fuimos diseñados. Con Ella nos encontraremos, hacia Ella vamos y cuando estemos en Ella, eso es el Cielo.