1977- Ciclo C
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
5-VI-77
Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Jesús dijo a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os hará conocer toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso os digo: Recibirá de lo mío y os lo anunciará»
SERMÓN
A parte las amoralidades e inmoralidades que hay que aguantarse –y, además, pagando‑, si hay algo que cada vez me convence más de que no tengo que ir al cine es que, cada vez que, muy de tanto en tanto, lo hago, tengo siempre la mala suerte de clavarme con un bodrio. Ayer, precisamente, atraído por la crítica de una revista hojeada en un momento de debilidad –me engaño a mí mismo diciéndome que hay que mirarlas para darse cuenta de en qué cosas andan los intereses de la gente‑ ayer, digo, se me ocurrió ir con mi padre a ver “Fuga en el siglo XXI”. Un disparate y, para peor, plúmbeo. Dos o tres ideas paupérrimas, escenografía futurista, vestuario brevísimo, música electrónica y pare Vd. de contar. El asunto es que, así y todo, cuando la vista terminó, se oyeron unos cuantos aplausos y daba la impresión de que los espectadores, habían quedado, en general, satisfechos.
Y, supongo yo, que esto se debía a las mencionadas dos o tres ideas paupérrimas, ya que uno de los objetivos de la película era reivindicar los beneficios del amor estable de la pareja y de la convivencia de los padres con los hijos y del intercambio de experiencias generacionales frente a una sociedad en donde no existía el matrimonio, cada individuo vivía solo, bajo una inmensa esfera de vidrio que hacía de vivienda personal, y disponía de todo lo que pudiera necesitar o desear. Nacía en incubadoras, era educado por ordenadores y podía conseguir varones o mujeres durante las noches con solo apretar un botoncito de la mesa de luz. Pasaba de la multitud abigarrada en los lugares públicos a la soledad de su habitación. Claro que todo esto duraba solo hasta sus treinta años, en que era eliminado y transformado en alimento para los que le sucedían en este vivir.
Cuando, por no me acuerdo qué motivo, una pareja lograba escapar de esta ciudad, se encuentra afuera con las ruinas de la antigua civilización y se sorprende de las cosas qué descubre. Entre otras, al pasar por un cementerio, leer las extrañas inscripciones de las lápidas: “To my beloved wife”, “A mi amada esposa, a mi amado marido”. Y se preguntan entonces qué quiere decir ‘marido’, ‘esposa’. Su asombro no tiene límites cuando se encuentran con un anciano en la biblioteca del Congreso en medio de los escombros del ex Washington que afirma haber vivido cuando chico con sus propios padres y haber convivido con ellos.
En fin, como Vds. ven, la idea, bien desarrollada y si no la hubieran mezclado con otras memeces, podría haber andado. No anduvo: no vayan a verla. Pero el hecho de que, aún en forma de semiidea, haya suscitado la aprobación de los espectadores indica dos cosas: una, la pobreza intelectual de nuestro medio que hace que una semiidea parezca una gran idea. Otra, que, dentro de todo, nuestro medio es aún lo suficientemente sano como para continuar aprobando la defensa de ciertos valores tradicionales.
Sea lo que fuere del bodrio de película que, al menos ha conseguido hacerme prometer que no voy a ir más al cine –promesa ¡ay de mí! que, por supuesto, seguramente no voy a cumplir‑ sea lo que fuere, digo, la semiidea, si la llevamos a idea, expresa una gran verdad.
Porque es cierto que el mundo moderno cada vez más tiende a aislar al individuo y, al mismo tiempo, arrojarlo inerme al hormiguero de las multitudes que conforman nuestra sociedad. El yo se encuentra cada vez más aislado, frente a una multitud de la cual es parte integrante y que lo devora al mismo tiempo que lo sigue dejando solo.
Encuentros fugaces más o menos cortos o largos entre hombres y mujeres en una sociedad en donde la tolerancia de las costumbres y de las leyes conspira contra la estabilidad del amor conyugal. Encuentros de ese tipo, digo, son incapaces de romper el aislamiento del individuo. Porque la soledad se rompe solo en el compartir que es ‘para siempre’ y que es un convivir ‘comprometido’.
Del venero de ese amor se prenden todos los demás amores: el de padres a hijos, el de los hermanos, el de amigos, Destruida esta convivencia que se da naturalmente en la familia y en los cuerpos intermedios más inmediatos al individuo, solo queda ‘lo social’ abstracto y artificial.
Pero ya decía Ortega y Gasset (1883-1955) que esto no puede colmar al hombre. El hombre hecho para estar con ‘otros’ no para estar solo –dice‑ no puede hallar al ‘otro’ auténticamente en ‘lo social’ –‘lo social’ del socialismo o ‘lo social’ de las reuniones sociales‑. A esta clase de relaciones las llama: encuentro ‘inauténtico’ con ‘la gente’. Es necesario al hombre, en cambio, el encuentro ‘auténtico’ con el ‘prójimo’. Y la gente se transforma en ‘prójimo’ no en ‘lo social’, sino en la ‘convivencia’. Porque, nuevamente, el ser del hombre es ‘ser con’, ‘estar con’. Su vivir es ‘con‑vivir’.
José Ortega y Gasset
Algo parecido, aunque de modo más metafísico, afirmaba Heidegger (1889-1976) cuando, respondiendo a la pregunta angustiosa de la filosofía moderna subjetivista y solipsista de como introducir al ‘otro como otro’ en el ‘cogito’ cartesiano, decía que era una pregunta ociosa ya que no se debe partir del ‘yo’ para descubrir al ‘otro’. No hay que partir del ‘sí mismo’ para luego pasar al ‘otro’. Ya el análisis del ‘sí mismo’ incluye el análisis del ‘otro’, porque el ser hombre –su ‘sein’ (ser) o, mejor, su ‘da‑sein’ (ser allí)‑ es ya un ‘mit sein’, un ‘mit‑da‑sein’, un ‘ser con’.
Tema existencialista o personalista lo retoma Sartre (1905-1980) cuando sostiene que el ser ‘para sí’, el ‘pour soi’ del hombre, diferente del ‘en-soi’, ‘en sí’ de las cosas muertas, incluye ya el ‘ser para otro’. El ‘ser para otro’ pertenece a la naturaleza misma de lo humano.
Es claro que este ‘ser para otro’ en Sartre –como toda su filosofía que tacha de entrada al ser de ‘absurdo’‑ adquiere un significado negativo. Porque –dice‑ “el ser del otro se mide en su realidad por el conocimiento que el otro tiene de sí mismo, no por el que yo tengo. Tendría que alcanzarle no en cuanto lo conozco, sino en cuanto me conoce.” Esto, afirma, es imposible, y, por ello, cuando el otro me conoce, no me conoce como soy, me ‘objetiva’, me ‘define’, me ‘deforma’, me ‘cosifica’, me ‘aliena’. Por eso Sartre termina diciendo ‘el infierno son los otros’.
Y algo de razón tiene, si los ‘otros’ son los ‘otros’ de la sociedad definida por Ortega y que es un poco la nuestra y no los ‘prójimos’ de la ‘convivencia’. Verdad es en la sociedad individualista, en la de los egoístas, en la del amor erótico –y Sartre describe magníficamente el egoísmo y sadismo implícito en el acto sexual cosificante (cuando no es cristiano, diríamos nosotros)‑. Verdad es, sí, en la sociedad del dinero y del consumo.
Martin Buber
O, como diría Buber (1878-1965), filósofo judío contemporáneo, el infierno son los otros, sí, pero en este mundo moderno que tiende a transformar a los hombres en cosas, en objetos. Cuando el sujeto se encuentra con un ‘objeto’, dice, se establece la relación del ‘yo’ al ‘ello’. Cuando se encuentra, en cambio, con otro ‘sujeto’, se da la relación del ‘yo’ al ‘tú’. Y la autenticidad de cada hombre se mide en su capacidad de inserirse en la relación ’yo-tu’. La vida verdadera ‑afirma‑ se halla en el ‘encuentro’ de los sujetos., es alteridad. La vida contemporánea, en cambio, convierte a todo y a todos en ‘ello’. Aranguren (1909-1996), español, diría la primera es ‘alteridad’; la segunda, ‘aliedad’.
Pero ¿cómo evitar la dificultad de Sartre: “no puedo conocer al otro como otro, solo conozco lo que pienso de él no lo que él piensa de sí”? Falso dilema del ‘cogito’ cartesiano, del subjetivismo idealista contemporáneo. Primero, porque lo que el otro es no siempre coincide con lo que él piensa de sí mismo. Y, segundo, porque, precisamente, la definición clásica y de sentido común del conocimiento es “la potencia que me permite de alguna manera ser yo mismo el otro dejándolo como otro”, respetándolo en su subjetividad.
Pero más. Algunos filósofos, recogiendo antiguos temas tradicionales, pero expresándolos en distinto lenguaje, sostienen que este esencial ‘ser con’ del hombre, este encuentro de sujeto a sujeto, de yo a tu, es justamente tal porque, más allá del mero conocimiento del otro, el encuentro se produce en la ‘empatía’ –algo más que la mera ‘simpatía’‑; más allá de la ‘comunicación’, en la ‘comunión’. ‘Empatía’ o ‘endopatía’ que es, justamente, la capacidad de padecer –gozar o sufrir‑ ‘en’ el gozar o sufrir del otro. Un adentramiento en el yo del otro que, cuando es pleno, produce la perfecta integración. Por eso el encuentro con el otro no es solo intelectual sino ‘emocional’, decía Max Scheller (1874-1928).
Precisando, diríamos nosotros, el verdadero ‘encuentro’, ‘diálogo’, ‘convivencia’, se da en el conocer y el amar. Conocer y amar que se hace amistad plena cuando el encuentro del ‘yo’ al ‘tú’ se hace total en la ‘mutua entrega’. La relación del yo al ‘tu’ –contrariamente a la del yo al ‘ello’‑ sostenía Buber, solamente puede ser enunciada con el ser entero. Al que amo como sujeto, como tú, no doy ‘cosas’ ni pido cosas: ‘me’ le doy, ‘se’ me da.
Que en la mentalidad moderna vivir se defina hoy individualmente y no en el con‑vivir, eso se lo debemos en gran parte, por un lado, al ‘yo pienso’, al ‘cógito’ de Descartes ‑transformado luego en el yo divino y absoluto de Fichte y Hegel‑ y, por otro, a Rousseau y su concepción del hombre natural ‘aislado’, ‘libre’, ‘desvinculado’. En el fondo también divino.
Y es que la filosofía moderna, no puede escaparse a su pecado original de construida sobre la autonomía y autosuficiencia del sujeto, del yo, reeditando el pecado original de ‘querer ser como dioses’. Porque, solamente Dios se basta a sí mismo, solamente Dios es autónomo.
Pero, aún en su idea de lo que significa ‘hacerse Dios’ se equivoca el individualismo subjetivista, porque, a pesar de toda Su autonomía y autosuficiencia, Dios no es solo. Es único, pero no es solo. También su Ser divino es un Ser Con, un ‘mit sein’, un ‘con‑vivir’, un ‘encuentro’, eterno ‘diálogo’, unidad ‘empática’ trascendente de ‘yo’ y de ‘tus’, de ‘yo’ y ‘otros’ y ‘nosotros’.
Robert Campin, Trinidad, Hermitage, St. Petersburgo, Rusia
Eso es lo que nos revela Dios de Sí mismo y que celebramos hoy en esta Solemnidad: Dios siendo Uno es tres Personas, ‘endopatía’ esencial, comunión absoluta, entrega mutua y plena que hace que el mismo Ser sea compartido por tres ‘yos’.
Y así la Revelación, a la vez que nos muestra la intimidad del ser divino, nos explica nuestro mismo ser humano, necesitado del otro, vivo por en y hacia el otro. De allí que en la Trinidad es donde alcanzamos la última explicación del humano ser que es ‘ser con’, a la manera del ‘Ser Con’ de Dios, de su ‘ser para otro’.
Pero más: el misterio de la Trinidad nos revela que ese ‘ser para otro’ de la divinidad se da a través de la empatía que, precisamente, es permitida por nuestro conocer y nuestro amar a los otros. Porque se da el caso que, parangón sublime, también Dios ‘con‑vive’ en el conocimiento y el amor. Más aún: de alguna manera comparamos lejanamente el desplegarse trinitario analogando el nacer del Hijo al paterno conocer y el espirar del Espíritu al mutuo amar.
No quiero alargarme, pero quisiera que al menos entreviéramos lo importante que es saber algo del misterio de la Trinidad, no solamente para repetir la fórmula del catecismo o para aceptar sus afirmaciones en pura fe, sino ‑incluso pedestremente‑ para conocernos a nosotros mismos. El misterio de la Trinidad está en la base misma de la existencia humana, porque es justamente el que la crea, imprimiendo en ella Su imagen.
Pero, más aún, ese vivir divino que es su ‘Ser Con’, su ‘mit sein’ trinitario, es el Convivir, el ‘mitsein’ que, más allá del convivir humano, nos ofrece Dios como suprema posibilidad de nuestra naturaleza de hombres. Nuestro vivir que es esencialmente ‘convivir’ entre nosotros, pero podrá ser un día convivir con la Convivencia divina.
Por ahora en el ‘diálogo’ de la fe, en la ‘empatía’ de la esperanza, en la ‘comunión’ de la caridad. Un día, si lo merecemos, en el encuentro pleno en que, ‘extasiados’ y fuera de nosotros mismos, los ‘otros’ Tres y los ‘otros’ que hemos amado en este mundo, seamos plenamente unos en la mutua, total y plena entrega de la eterna felicidad, del eterno ‘ser con’.