Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1979 - Ciclo B
10-VI-79

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28,16-20
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".

SERMÓN

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Uno de los cánones sobre la fe católica promulgados por el Concilio Vaticano I, el siglo pasado, 1869-1870, decía: “si alguno negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema”.
Todas nuestras obras sean “para mayor gloria de Dios”, “ad maiorem Dei gloriam”, es el lema de los jesuitas.
Esto provocaba el escándalo de Kant y de su escuela: la idea de Dios buscando ‘su’ gloria les sonaba crasamente a egolatría, narcisismo. Si, para las exigencias de la Razón Práctica, según los kantianos, aún las acciones humanas, para ser buenas, han de ser ‘altruistas’ ¡cuánto más las de Dios! Dios, al crear, no puede estar buscando ‘su’ ventaja, ‘su’ gloria, sino la felicidad de las creaturas, afirmaban.
Pero la repugnancia de Kant a este concepto de que Dios ha creado todo para ‘su gloria’ ‑repugnancia que al tenor literal de la frase todos compartimos un poco, a pesar de que alguna vez nos han enseñado de que Dios no añade absolutamente nada a su perfecta felicidad ni nada obtiene cuando crea‑ proviene de que entendemos mal la palabra ‘gloria’. O, mejor dicho, de que la palabra ‘gloria’, en su significado latino(1), traduce mal el término original hebreo. No: Dios no necesita de nuestra alabanza, ni de la fama, ni de nuestro incienso, ni de nuestros hosannas y glorias. Por eso, en esta Solemnidad de la Santísima Trinidad, será bueno preguntarnos qué es lo que estamos haciendo cuando precisamente decimos: “Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo”.

Empecemos, pues, diciendo que la palabra latina ‘gloria’ intenta traducir el vocablo griego ‘doxa’ –de allí la palabra ‘doxología’ que habrán alguna vez Vds. escuchado a algún liturgista‑. Vocablo utilizado por la traducción de los LXX para verter al griego el término hebreo ‘kabod’. Pero, para triste complicación de este sermón, no puedo hablar del ‘kabod Iahvé’, sin hablar también de la ‘santidad’ de Dios.
Dios es ‘santo’, dice el Antiguo Testamento. Más aún “Dios es ‘El Santo’”, afirma el primer libro de Samuel. Más todavía, en la impresionante visión del capítulo sexto de Isaías, los serafines usan un triple santo –“¡Santo, santo, santo!” –dicen‑ como designación del ser divino. El uso tres veces repetido de una palabra ha de entenderse, según la gramática hebrea, como superlativo excepcional que indica una intensidad insuperable.
Pero ¿Qué significa ‘santo’, ‘kadosh’, en hebreo?
El origen semántico del término hay que encontrarlo en la raíz ‘kad’ que significa ‘separar’, ‘segregar’, ‘apartar’, ‘distar’, ‘cortar’. Comparable al latín ‘sancire’ ‑de donde ‘sanctus‑’ y al griego ‘temnein’ ‑de dónde ’temenos’‑. De tal manera que el significado fundamental del término bíblico ‘kadosh’, ‘sanctus’ ‘santo’, resulta ser el de ‘separado’, ‘segregado’, ‘distante’, ‘otro’.

Justamente, a medida que la revelación progresa y el pueblo bíblico va depurando su imagen de Dios va liberando su concepto de comparaciones groseras, míticas, antropomórficas, dándose cuenta de que Dios no es como, por ejemplo, los dioses griegos y paganos, parecido a los hombres, con sus mismas rencillas y pasiones. Más aún, que Dios es distinto, sublimemente más perfecto que cualquier ser de este mundo. Paulatinamente Israel, a diferencia del resto de las religiones que identifican al todo universal con lo divino, va concibiendo a Dios como ‘distinto’ del universo, de las cosas conocidas, inaccesible en su divina soberanía, más allá de todo lo creado, el totalmente Otro, trascendiendo absolutamente todo ser mundano. Y esto es lo expresado con el término ‘Kadosh’, es decir ‘separado’, ‘segregado’, Otro. El Santo por antonomasia.
Y esta cualidad le designa tan propiamente que termina por convertirse en uno de los ‘nombres’ más usados de Dios, ya que designa precisamente su intimidad, esa inefabilidad propia del infinito misterio de su ser. “Su nombre es Santo” (Sal 33, Am. 2, 7). Por eso la palabra evoca excelsitud, omnipotencia, realidad tremenda y hasta terrífica, capaz de aniquilar todo lo que se le acerque. Por eso los serafines que están en su presencia no pueden contemplar su rostro y el hombre ‘no puede verlo sin morir’.

Sin embargo, este Dios inaccesible, separado, infinitamente distante, ‘Santo’, arcano, recóndito y tremendo, se acerca al hombre, ‘se manifiesta’, se revela. Y, precisamente, el vehículo de su manifestación, aquello por medio de lo cual ‘lo santo’, lo separado, lo infinitamente distante de Dios se entreabre al hombre es el ‘kabod’, la gloria.
Y ¿qué quiere decir ‘kabod’ en hebreo? Etimológicamente significa ‘pesado’, ‘macizo’, ‘grave’. De allí ha pasado a significar ‘el peso’, ‘la densidad’, ‘la importancia de un ser’, es decir “ese algo” que constituye su importancia, su consistencia, el respeto y admiración que inspira, el reconocimiento que obtiene.
Y así ‘kabod’, ‘gloria’ es todo esto, pero con una precisión indispensable, que es la de que esa realidad ‘pesada’ que impone respeto, se manifiesta, no queda oculta, se extrovierte con esplendor, luminosidad, fascinación. De allí que ‘gloria’ no designe nunca una realidad ‘en sí misma’, sino ‘en cuanto se manifiesta’ y se presenta. Por eso la gloria de Dios, el ‘kabod Iahvé’ es la ‘manifestación de su Santidad’, de su ‘kadosh’.
De aquí que, para decir que Dios revela su Rostro, es decir su santidad, la Sagrada Escritura afirma que Dios ‘se glorifica’. ¿Ven qué lejos estamos de una especie de egolatría o vanidad divinas? Glorificarse es, para Dios, revelar su Santidad, es decir ‘ofrecerse’, ‘darse’, ‘manifestarse’, ‘comunicarse’ para que otros puedan, de alguna manera, hacerse partícipes de su santidad.
Para Israel hay dos lugares principales de glorificación divina: la creación y la historia. Dios manifiesta su gloria precisamente como autor de la creación y como salvador de su pueblo.
La gloria de Dios nos habla en la naturaleza, en las estrellas, en la tempestad, en los fenómenos cósmicos, tal cual lo describen los salmos. Pero sobre todo en los acontecimientos salvadores en favor de su pueblo.
Así se unen los dos conceptos de lejanía que lo define y de cercanía que lo hace nuestro: “Santo, santo, santo, Iahvé altísimo, llena está toda la tierra de su gloria”.
Como Vds. se van dando cuenta la ‘gloria de Dios’, es decir la manifestación externa de la inaccesible ‘santidad’ divina, en el antiguo Testamento, a pesar de la benevolencia y amor de este Dios que hace alianza con un pueblo, esta ‘gloria’ no es sino preanuncio de la gloria plena que traerá –como lo llama San Pablo‑ el ‘evangelio de la gloria’.
Porque en el Nuevo Testamento no es solo algún aspecto de la santidad de Dios el que se revela en gloria, sino la imagen perfecta de la santidad divina, el Verbo, pleno reflejo del Padre.
Cristo el Hijo de Dios, es, según la epístola a los Hebreos, el ‘resplandor de la gloria’, la ‘efigie de su substancia’. “La gloria de Dios está sobre su rostro”, dice Corintios y, allí mismo, “Jesús es el Señor de la Gloria.”
Gloria velada durante su existir terreno, pero plena en su muerte y Resurrección. Dice San Juan “por su muerte y resurrección Jesús entra en la gloria divina que el Padre le había dado en su amor antes de la creación del mundo”.

También los hombres a nivel puramente natural tienen su propia pequeña gloria: la manifestación externa de lo que son y, a veces, también de lo que no son. Pero esta gloria es ‘vana’, dice la Escritura. “No temas cuando se enriquece el hombre, cuando se acrecienta la gloria –el ‘kabod’‑ de su casa. Al morir no puede llevarse nada. Su gloria no desciende con él” (Sal 49).
Pero, justamente, porque, al final, todo es vano y la gloria humana perece, Dios te ofrece en Jesús ‘Su propia Gloria’.
‘Gloria’ que no es sino la oferta del don maravilloso de ‘su santidad’, de ese ser de por si inaccesible, segregado, tres veces santo, y que hoy se nos revela como el misterio de tres Personas conviviendo la mismísima divina esencia.
Jesús te muestra, en su rostro luminoso, esa gloria. Gloria divina que obtuvo también para el hombre, renunciando en la cruz a la gloria humana en su propia humanidad.
Si tú la aceptas en la fe y en el amor Él te soplará su propio Espíritu de santidad, de Vida divina, para que tu también te haga ‘santo’, divino y puedas clamar con tus palabras y con tus actos “Gloria al Padre, gloria al hijo, gloria al Espíritu Santo”.


(1) Se entiende en latín, según la vieja definición de Cicerón: “clara cum laude notitia.”

 

 

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