1991 - Ciclo B
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 26-5-91)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28,16-20
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".
SERMÓN
"El Señor no hace nada sin revelar su secreto a sus servidores los profetas". Así cantaba allá por los años 740 antes de Cristo precisamente el profeta Amós. Queriendo decir con ello que Dios no tenía secretos, ocultamientos, misterios, para los suyos. Y con la palabra secreto hemos traducido el vocablo hebreo 'sôd', que significa el secreto inteligible, entendible. Lo que Amós afirma, pues, es que Dios revela, hace patentes, sus pensamientos luminosos, sus ideas brillantes, a sus profetas, a sus amigos. Y el profeta lo comunica a su vez al pueblo de Dios.
Esta palabra, secreto, 'sod ', también se usa en la Biblia para designar a los secretos humanos, como, por ejemplo, cuando en el libro de Ben Sirá, se dice "Quien revela los secretos, es decir, algo que se le ha confiado reservadamente, jamás hallará un amigo".
Hasta aquí vamos bien. Pero la cosa entra a complicarse cuando vemos cuál es la palabra griega que los traductores del siglo II antes de Cristo utilizaron para verter el término 'sod', secreto luminoso, cuando tradujeron la Biblia a ese idioma, en la famosa versión de los LXX. La palabra que usaron fue 'mysterion '.
Como el idioma de los LXX es el griego con que sus autores escribieron el nuevo testamento, cuando escriben la palabra 'mysterion', le dan el significado hebreo subyacente. Por ejemplo, San Pablo dirigiéndose a los Efesios dice -refiriéndose al hecho de que no solo los judíos sino también los paganos estaban destinados a convertirse al cristianismo-: "por medio de una revelación 'kata apokalupsin' se me dio a conocer este 'mysterion'", es decir este "secreto luminoso", a saber, que los gentiles podían entrar en la Iglesia.
Vean Vds., pues, que contrasentido se produce cuando en vez de traducir según el significado, simplemente se traslitera el término y se vierte, no: "se me dio a conocer este secreto luminoso", sino: "se me dio a conocer este misterio". Porque resulta que, en nuestro idioma común, misterio significa todo lo contrario de lo que quiere decir la Biblia. La Biblia habla de verdades que solo conoce de por si Dios, pero que, para enseñar, iluminar a los hombres, sacarlos de la oscuridad, se las revela, se las enseña. En cambio en nuestro lenguaje diario, misterio es lo misterioso a lo Agatha Christie, lo difícil de entender, lo oscuro, lo enigmático, lo abstrusamente inteligible, lo que causa problemas a la mente.
Y, entonces, cuando se habla, por ejemplo, de los "misterios de nuestra fe" ¿qué puede pensar la gente?: tiende a interpretar que nos estamos refiriendo a cosas poco inteligibles, poco luminosas, abstrusas, opacas, que los pobres cristianos, retorciendo nuestra mente, exigiendo a nuestro cerebro, en contra de nuestra razón, deberíamos aceptar porque así nos lo obliga la fe. Pensemos que el asunto se complica más todavía porque la traducción que el latín hace del término 'mysterion' es 'sacramentum'.
Otra vez: ¿qué puede entender un pobre cristiano cuando, después de la consagración, el sacerdote, refiriéndose a lo que acaba de suceder en el altar exclama: "Este es el misterio de la fe" o "Este es el sacramento de nuestra fe"? Entiende todo lo contrario de lo que la expresión quiere decir, o entiende poco. Porque lo que la exclamación quiere afirmar en la antigua fórmula "este es el misterio de la fe" es que lo que se ha hecho presente frente a la asamblea de los fieles después de la acción litúrgica, es la luminosa, maravillosa, encandilante revelación de lo que sí ciertamente estaba escondido, secreto, en la intimidad de Dios, pero que se hace ahora patente, tangible, comible, inteligible, para el cristiano, en la especies del pan y el vino: la vitalidad regalada de Dios, la prueba evidente de su amor, su interioridad entregada al hombre sin reservas, las puertas totalmente abiertas de su palacio, de su casa rosada, para que podamos entrar allí, libremente, amicalmente, familiarmente, todos los cristianos. Se acabaron los secretos de Dios para el hombre, las habitaciones privadas, los salones exclusivos. Lo único que oscurece nuestra comprensión de su Ser es la limitada potencia de captación, de recepción de nuestro cerebro, pero no ninguna reserva altiva, majestática, pudorosa que Dios pudiera hacer de si. El se abre totalmente al hombre en Jesús, en su Iglesia. Nada hay oculto que no deba ser revelado. El aire de la Iglesia está exuberantemente poblado de los mensajes y sinfonías y colores mediante los cuales Dios seduce al hombre para acercarlo a El. Y si la captación humana oscurece y deforma la extroversión divina, Dios mismo se encarga, mediante potencias luminosas que promanan de su misma mente -la gracia de la fe, los dones del Espíritu Santo-, de ir haciendo captar cada vez más y mejor al hombre el luminoso mensaje divino, el 'sod', el 'mysterion', hasta que, conducido por él pueda llegar un día al cara a cara gaudioso de la Resurrección.
Y la fe, entonces, de ninguna manera es un violentar a la mente para que acepte verdades increíbles: sino una potenciación, una mejoría, una promoción de la mente del 'homo sapiens', para que sea capaz de alcanzar panoramas y zonas inmensas de la realidad que con su solo cerebro no puede penetrar, pero que en simbiosis con la luz divina es capaz de entender y comprender.
La fe es luz. Y el misterio el secreto luminoso, el esplendor relumbrante que -como un relámpago que estalla fúlgido en medio de la noche apenas iluminada con la vacilante linterna de nuestra razón- descubre la inmensidad y la belleza del paisaje, el trazado preciso del camino y la fascinación sin palabras de la meta.
La confusión del lenguaje llega lamentablemente a nuestra fiesta de hoy: la de la Santísima Trinidad. Hablar del misterio de la Trinidad hoy significa para casi todos referirse a de qué manera es que tres pueden ser uno y uno puede ser tres. Como si el misterio consistiera en la imposibilidad matemática del hecho o en el oscuro lenguaje con el cual la terminología teológica debe referirse a El: tres hipóstasis, una substancia, consubstancialidad, relaciones subsistentes, etc. Pero eso es, más o menos, como los términos difíciles que usan los médicos para designar las enfermedades más ordinarias. Cada ciencia tiene sus vocablos técnicos, y la teología no es una excepción. Lo cual no quiere decir que el misterio de la trinidad consista en que sea difícil entender lo que de ella dicen los teólogos. Por supuesto que toda realidad para ser comprendida exige que frente a ella utilicemos la inteligencia y tratemos de pensar. Toda palabra, todo discurso pide para ser entendido un mínimo de atención. Tanto más la realidad y el lenguaje divinos y cuando nos hallamos ante la realidad infinita, ante la palabra supremamente inteligente. Pero, por eso mismo, encontramos en ella suprema inteligibilidad, máxima claridad, superna simplicidad.
Todos los grandes místicos han hallado en la Trinidad la fuente de su profunda comprensión de lo divino y de lo humano. Y cualquiera que tenga el más mínimo deseo de estudiar encontrará en el tratado teológico de la Trinidad, no solo las razones últimas del ser divino y la única explicación posible de la muerte y la resurrección de Cristo, sino el paradigma pleno de toda vida y personalidad y las razones últimas de toda la psicología, la sociología y la política juntas. ¡Otra que enigma incomprensible! ¡Misterio clarificante, el de la Trinidad!
Digamos hoy solamente que este misterio nos habla de una fuente de ser y existir que no se define solo por su omnipotencia, por su saber o por su voluntad; ni por su solo ser el que es , tal cual se había revelado a Moisés. Y, menos todavía, por ser el substrato ontológico del universo, o por su aseidad, o por su autarquía, o por cualquier otro término metafísico con el cual quiera designársele. Se define por una existencia que, siendo única, no es sola, sino vivencia personal, compartida relacionalmente en la unidad de un mismo existir, por tres cuyo vivir es en cada uno buscar el bien de los otros dos.
¿Como hubiéramos podido imaginar que Dios podía vivir solitario su inmensidad? Por más monoteístas que seamos en la concepción del único, absoluto y simplicísimo Dios ¿cómo negarle a El, al origen de toda vida, aquello que en nosotros es la mayor riqueza: la posibilidad de convivir, de compartir en común, de vincularnos en amistad y amor? Toda la riqueza de nuestras relaciones de padres a hijos, de hermanos a hermanos, de amigos a amigos, de mujeres a maridos, de compadres, de colegas, de compañeros, de camaradas, de compatriotas, todo ello es surgencia de las relaciones trinitarias que a todos acoge y sublima, abrazados en el nosotros plenamente uno del perfecto amor. La opulencia de Dios en su vida tripersonal es la que pálidamente se refleja en todo lo que de positivo hay en las millones de relaciones interpersonales de los hombres y de los ángeles y de quien quiera exista como persona a lo largo y a lo ancho del universo y de la historia.
No es que Dios, cansado de soledad, haya un día decidido crearnos para paliar su hastío, para mendigar el halago de nuestra compañía y amor. Es que conviviendo eternamente la alegría del triple éxtasis de estar enamorado y de ser amigo y de ser el uno para el otro, ha querido repartir el gozo del amar también a sus creaturas y para ello nos ha dado la vida, y la superación de la vida, abriéndonos la fuente de toda gracia, su secreto luminoso, el misterio coruscante de la Santa Trinidad.