1996- Ciclo A
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
SERMÓN
Quizá no hemos prestado suficiente atención a la primera lectura; los que tienen la hojita con los textos pueden volver a releerla. Es un corto episodio del libro del Éxodo, de una tradición muy antigua y una teología todavía primitiva, pero que ya nos va mostrando los rasgos con los cuales Dios se va revelando, presentando, a su pueblo.
En realidad toda la obra de la creación es ya una presentación, una manifestación de Dios, de su ser, de su personalidad. También nosotros aunque calláramos daríamos de algún modo a conocer lo que somos con nuestros actos, con lo que realizamos. Aunque no supiéramos nada de Cervantes o de Fra Angélico o de Fidias o de Picasso o de Wagner o de Le Corbussier con solo conocer sus obras algo de ellos penetraríamos: podríamos hablar de su inteligencia, de su gusto, de sus ideas, de su valía... Claro que poco sabríamos así de su intimidad. Difícilmente por su música nos percataríamos p. ej. de Wagner que fue un personaje presuntuoso, ególatra, aprovechado... o de Beethoven que fue sordo, como no sabemos casi nada de la vida de Fidias...
Solo un biógrafo o mejor, solo una autobiografía o relatos o, mejor, cartas personales podrían develarnos -sobre todo si están dirigidas a nosotros en amistad- el pensar y sentimiento interior de una persona. De hecho lo que el hombre puede conocer de Dios sin que él especialmente cuente nada de si mismo, es lo que podemos colegir de sus obras, de sus acciones: este maravilloso universo que nos rodea, el inteligente plan de su desarrollo en el tiempo, el crecimiento de la vida, la complicada química de las células, el minucioso hardware de los seres vivientes y del cerebro humano, ¿cómo no afirmar, a partir de lo que nos descubren del macrocosmos y del microcosmos las ciencias de la naturaleza, la existencia de una inteligencia superior, creadora, arquitecta, ingeniera, artista, capaz de calibrar tan cuidadosamente el ecosistema de átomos y galaxias y ubicar en su centro y cima de todo ello al hombre?
De la belleza y fundamental bondad de este universo algunos se atreven a afirmar también la bondad de ese creador inteligente (si bien los males y dolores de este mundo nos hacen aceptar más difícilmente esta conclusión...) De todos modos es solo a partir de la realidad de su obra como la mente humana puede elevarse por si misma a afirmar el existir y algunos datos del Creador.
Pero resulta que el Creador no ha sido solo un esteta o un escritor solipsista que haya obrado simplemente para complacerse en su obra, en su creatura, sino que ha tenido, como propósito, comunicarse con ella, establecer lazos de amistad, escribirle personales cartas de amor...
Y esto lo ha debido hacer al modo humano -ya que el hombre es el destinatario de ese amor-: en gestos y palabras de amistad que se han plasmado en historia, especialmente a través de su pueblo, Israel primero, etnia privilegiada, preparación del lenguaje con el cual Dios hablaría definitivamente al hombre y, finalmente, en Cristo y su prolongación la Iglesia, ahora mensaje pleno de Dios, no solo a una nación sino a todos los hombres.
El episodio del Éxodo al cual hemos hecho mención de la primera lectura, es precisamente un hito, tanto histórico como literario, de la presentación que personalmente Dios quiere hacer de si al hombre. Cuando Moisés lo invoca, cuenta el relato, Dios pasa delante de él y exclama, autorevelándose, tratando de mostrar su intimidad: Yahve, Yahve -así dice el texto hebreo, pésimamente traducido por nuestro leccionario castellano "El Señor es un Dios" (fíjense en la hojita)...- No: Yahvé, Yahvé, dice el original, -y recuerden que Yahvé, quiere decir 'el que es'- definición maravillosa, pero que permanece aún en el plano, casi, de lo que podemos afirmar desde nuestra razón: Dios existe, Dios es. Afirmación de su ser y existencia que no nos llama a ningún sentimiento ni devoción. Pero eso ya lo sabían el pueblo hebreo y Moisés, que el nombre de Dios era Yahvé, el que Es. Dios al responder a Moisés, repitiendo su nombre dos veces, Yahvé, Yahvé, continúa afirmando ser el Señor creador omnipotente de toda existencia, pero ahora enriquece el concepto, declarándose al hombre como buscador bondadoso de su bien: Yahvé, Yahvé, si, pero también "compasivo y bondadoso, lento para el enojo y pródigo en amor y fidelidad." Y Moisés cae de rodillas, pero ahora ya no solo habla de adoración, de obediencia, sino que menciona la amistad. "Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate ir en medio de nosotros."
Dios que crea si, que sostiene a todo en la existencia, pero sobre todo Dios que perdona y ama, Dios que busca encontrarse con el hombre en amistad.
Cuando en la plenitud de la revelación hay que volver a redefinir a Dios, ya Juan sabe que si aún la existencia del ser humano en cuanto sirve para algo solo puede definirse por el amor, tanto más la de Jahvé, la de Dios, y de su pluma saldrá esa maravillosa definición que todos conocemos: Dios es amor.
Pero amor a la manera de Cristo, que no busca nada para si, sino que busca, dándose, afirmar el bien del amado. Precisamente esa revelación de que Dios que es amor, Juan la había experimentado en Cristo: "Dios amó tanto al mundo, que le entregó su único Hijo".
Pero ¿qué era ese Hijo único sino la expresión del amor que el mismo Dios ya convivía en el seno de su mismidad? Como dirá más tarde Ricardo de San Victor, si Dios es amor ¿como su existir podría ser de tal manera unidad que al mismo tiempo fuera soledad? La soledad, pobreza en el hombre, ¿debía ser acaso riqueza en Dios?. ¿No es siempre la soledad tristeza del no compartir o, cuando buscada, autosuficiencia del egoísta? ¿Podía ser la soledad un atributo divino: orgullosa, incomunicada, solitaria majestad? ¿Acaso el amor que se vuelve sobre uno mismo puede llamarse amor? Y, si el amor que se abre centrífugamente es darse al otro, en Dios, ese darse ¿no debía ser don tan pleno que no podría ser nada menos que el de su propio ser? ¿de tal manera que el amado que necesariamente ha de existir en Dios no puede ser sino también él Dios? ¡El Hijo amado, el hijo Dios, tan Dios como el Dios amor, el Padre Dios! ¡Los dos un solo Dios en la compartida y comunicada unidad del amor!
Pero -seguía el santo Abad Ricardo de San Víctor, eminente teólogo y místico medioeval- ¿acaso no hay algo de egoísta también en el amor del que ama y el de la amada o el amado? ¿no aparece como algo imperfecto y hasta risueño el amor enamorado de los que solo tienen ojos el uno para el otro? Para que el amor se plenifique ¿acaso no es necesario que rompa la aislación del mirarse mutuo y exclusivo, y se abra a los demás, a los hijos, a los amigos, sin celos, sin envidias..? Así se desencierran el Padre y el Hijo, en verdadero amor, a un tercero, que hace de 'nosotros', de vínculo de amor auténtico, el Santo Espíritu, también él totalmente Dios, 'consubstancial' -como decía San Gregorio Nacianceno- al Padre y al Hijo.
Un solo Dios, tres hipóstasis -explicita técnicamente la teología, para que cuando digamos tres personas no creamos que son tres dioses-.
Y es desde esa única y perfecta circulación de amor que, más allá de la necesidad de amar que lo lleva a definirse en tres personas, Dios, libremente, quiere regalar ese vivir que es amor, a sus criaturas y, para ello, las crea también hambrientas de amar y ser amadas, realizadas solamente cuando actualizan esa su necesidad de amor. Porque al modo de las tres hipóstasis divinas también la personalidad humana se realiza no cuando se cierra en su ego y se enclaustra en los deseos centrípetos de su yo, sino cuando sale de si en entrega y servicio, en afirmación del otro, en auténtico amor.
Así como Cristo, a la vez que revelación y don del Padre al mundo, en aceptación del querer Paterno, se hace don de si en su espíritu, expirado en la dinámica de la cruz que conduce a Pentecostés, así también se hace paradigma y ejemplo de lo que ha de ser el vivir cristiano: asumir en la propia vida el querer amante y liberador del Padre -'hágase en mi según tu palabra' dice la Virgen Madre de Dios, la Virgen discípula de Cristo- y al mismo tiempo regalarse a los demás en amor viril, en donación de si mismo, en 'visitación', en lucha y trabajo por los otros, en activa ternura por aquellos a quienes amamos.
Y es así, que ,si, en consonancia con la vida trinitaria, entreverados por la fe, la esperanza y la caridad con el Padre, el Hijo y el espíritu Santo, asumimos cristianamente nuestro vivir en este mundo, será así que, en éxtasis de amor, pasaremos, a través de la muerte, a abrazarnos a la alegría perenne que, en gozo sin sombras, convive y comparte Jahvé, el que Es porque ama, nuestro Dios, santísima y augusta Trinidad.