Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1997 - Ciclo B

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28,16-20
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".

SERMÓN

            El pasaje que acabamos de leer muestra en san Mateo la tempranísima proclamación de la Iglesia apostólica de la divinidad de Jesucristo. El Jesucristo de Mateo se revela no como un profeta más o líder carismático del pueblo de Israel, sino como el Resucitado dotado del poder mismo de Dios. A Mateo no le gusta pronunciar el nombre de Dios, por eso, para señalar la intervención divina, muchísimas veces, cuando no reemplaza el nombre de Dios por el término cielo -como cuando dice el Reino de los cielos, en vez de hablar del Reino de Dios-, usa la llamada voz pasiva divina: en lugar de decir 'Dios me dio todo el poder'..., redacta: 'he recibido todo el poder'... y así no tienen que pronunciar el nombre de Dios. Ese poder es el poder mismo de Dios: Jesucristo resucitado detenta en sus manos la mismísima autoridad divina, no solo en este planeta, sino en todo el universo y universos posibles y razas pensantes posibles: eso es lo que quiere decir "en el cielo y en la tierra".

            Pero si esta afirmación no fuera clara, manda a bautizar no en nombre de Dios, sino en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es decir que Mateo coloca a Jesús al mismo nivel de Dios Padre, y, si eso fuera poco, también pone a ese nivel a aquella misteriosa fuerza divinizadora, el 'ruah' de Dios, el viento tempestuoso de Dios: el Espíritu Santo.

            Es la acción de estos tres personajes: Dios, Jesús y el espíritu, quienes precisamente han realizado la obra maravillosa de la plenificación del hombre, de su divinización: Dios el Padre, como fuente creadora de todo este proceso de transformación, Jesucristo el Hijo, como ejecutor, modelo y mediador, y el Espíritu Santo como fuerza que se instala en el interior del hombre para llevar adelante su asimilación a Cristo y por lo tanto su filiación respecto del Padre. Ese espíritu que, según San Pablo, nos hace llamar a Dios, 'Abba', es decir, 'Padre' y nos hace herederos de Dios y coherederos de Cristo.

            Cuando ya terminados y cerrados los escritos que hoy llamamos el nuevo testamento la Iglesia se puso a reflexionar sobre todo ésto, resulto claro que si lo divino debía alcanzar realmente al hombre era obvio que Jesús y el espíritu Santo debían de ser tan divinos como el Padre porque era mediante ellos que Dios llegaba a lo humano.

            Y esto era lo que la Iglesia predicaba desde el tiempo de Pablo y de Mateo pacíficamente, sin meditarlo demasiado. Pero cuando el anuncio del cristianismo se difundió por todo el mundo y, apaciguadas las persecuciones en el imperio romano, la doctrina cristiana se puso a dialogar con los científicos y filósofos de la época, ya a mediados del siglo segundo, estas afirmaciones suscitaban inmediatos problemas: sostener que Jesucristo y el Espíritu Santo eran tan Dios como el Dios yahvé del antiguo testamento ¿no era acaso comprometer la unidad divina, el monoteísmo y en la práctica sostener la existencia de tres dioses?

            La respuesta que dieron algunos fue que esto no era así porque Padre, Hijo y espíritu Santo no eran sino tres modos distintos de aparecer en la historia del mismo Dios. Dios se mostraba como padre en el antiguo testamento, como hijo durante la vida de Cristo y como espíritu santo en la vida de la Iglesia. Era como si el mismísimo Dios se disfrazara de Padre, de hijo o de Espíritu según la época y circunstancias. Eso no tocaba para nada la unidad de Dios. Pero es claro, argüían sus adversarios, destrozaba la veracidad y verosimilitud de la revelación. Si ser padre hijo y espíritu santo no eran sino disfraces de Dios, a Dios no lo conocíamos realmente, sino a sus máscaras. Con el tiempo esta posición fue declarada herética y sus maestros, unos tales Sabelio, Praxeas, Noeto y otros, fueron denominados modalistas, precisamente porque sostenían que la Trinidad no era sino 'modos' externos y temporales de presentarse Dios a los hombres, pero nada realmente de El en su eternidad.

            A esta concepción extrema se opuso la del extremo contrario: la que aseveraba que Dios estaba realmente dividido en tres substancias o esencias diversas. Eran triteístas. El más famoso de éstos fue Arrio, allá por los años trescientos, que decía que el Verbo era un segundo Dios, para peor algo inferior al Dios Padre y, para colmo, que ese Verbo hacía de alma de Jesucristo con lo cual a Jesús le faltaba el alma humana. Era un disparate, pero como halagaba a la ciencia de la época que era neoplatónica, arrastró a muchísimos cristianos y lamentablemente fueron arrianos los que convirtieron a los godos, visigodos y vándalos que durante mucho tiempo crearon en España y en el norte de Africa reinos arrianos que fueron feroces adversarios de la cristiandad.

            Fue el primer concilio ecuménico de la historia, el de Nicea, convocado por el emperador Constantino que veía como estas doctrinas dividían políticamente a su imperio, el que en el año 325 aclaró las cosas y definió que el hijo era tan Dios como el Padre; no solo eso sino consubstancial al Padre, es decir integrado a la unidad del Padre; y fue el concilio de Constantinopla del año 381 quien dijo más o menos los mismo del Espíritu Santo.

            Es decir la Iglesia a partir de la acción de Jesús y la efusión del Espíritu en los creyentes llegó a deducir dogmáticamente en el siglo IV que no solo en la historia, sino en la interioridad del mismo Dios, en la intimidad de su vida única, había tres, llamados Padre, Hijo y espíritu Santo. Dios era uno y único, pero no era solo.

            Esto quedó desde entonces afirmado y definido; pero no por ello entendido. ¿Cómo era posible instalar la trinidad en Dios sin hacer peligrar su unidad? Los grandes teólogos de entonces San Basilio Magno, San Gregorio Nacianceno, San Atanasio, acuñaron entonces nuevos términos -que no figuraban en la sagrada Escritura- para referirse a estas realidades: en Dios decían, hay una sola naturaleza, esencia o substancia, pero hay tres hipóstasis. Claro, era un vocabulario muy técnico ¿que puede significarle a la gente que uno le diga que en Dios hay tres hipóstasis? Por eso en el mundo latino de occidente se comenzó a traducir hipóstasis por persona. En Dios -decían- hay una sola naturaleza, pero tres personas. San Agustín, el gran doctor africano, en la época en que los vándalos arrianos invaden el norte de Africa, acepta ese vocabulario, pero con repugnancia. Sostenía que el pueblo que usaba la palabra persona para designar a la persona humana, bien distinta y separada de cualquier otra persona, se iba a confundir y cuando le dijeran que en Dios había tres personas iba a entender tres seres distintos y por lo tanto se iba a hacer politeísta. Pero, finalmente acepta usar esa palabra: "ya que no tenemos -decía- por pobreza de lenguaje, un término que designe adecuadamente lo que es cada uno de los tres, pase, aceptemos la palabra persona, aunque en Dios eso tenga un significado sumamente distante al que usamos habitualmente". Y así quedó: "una substancia, tres personas".

            Desde entonces, la teología ha intentado desentrañar el sentido profundo de esta Trinidad sin lograr por supuesto nunca agotar las luminosidades de esta revelación.

            Pero hay algo que quedó claro: ninguna de estas que se llaman personas dividen a Dios, porque en ellas no hay la más mínima huella de un yo a la manera humana, sino que hay pura afirmación del tú. En Dios no existe ni el él indiferente de la tercera persona de la gramática -'yo', 'tu', 'él'- ese él que nos desvincula y no nos compromete; ni el ego centrípeto del yo humano, conjugado siempre en primera persona, sino la pura afirmación amical del tu, del vos, que nos hace uno en el diálogo de la amistad y que hace desaparecer al ego en el verdadero amor: te amo, amo tu bien. Ese 'amo tu bien' que hace esfumarse al yo en el gozo del tu, es lo que describe a las hipóstasis divinas y nos hace entender cómo no se trata de seres diferentes sino de puras relaciones al otro, en la conjunción de un único yo, que es a la vez un nosotros, para los cuales es común, compartida y sincrónica la única infinita riqueza del ser y la belleza divinas.

            Si todo esto es difícil entenderlo en la limpidez encandilante de la trinidad que nos encandila, se puede hacer enseñanza para nosotros en la opacidad más visible para nuestros ojos miopes de la conciencia que tenemos de nosotros mismos.

            Porque la predicación de Cristo, el hijo de Dios hecho hombre, consistió precisamente en eso, en enseñarnos a ser personas a la manera de la trinidad. También a nosotros Jesús nos dice "amaos los unos a los otros con ese amor del que da la vida por el amigo", olvidándose de sí; y que el camino de la perfección pasa por renunciar a uno mismo para darse a Dios y a los demás y que en cambio el que busca afirmar su propio yo lo perderá, en cambio el que lo entregue por Jesús y el bien de los demás lo encontrará. Así son las personas divinas, 'siendo' porque precisamente desapareciendo y regalándose a las demás.

            Todo el evangelio, todo el proceso de nuestra santificación e identificación con Dios están resumidos en esa vida trinitaria en que la realización eterna del mismo Dios consiste en la renuncia a los egos. En Dios hay tres personas, pero de ninguna manera tres egos o tres yos.

            Y esta es la única manera de vivir realmente una amistad, una familia. ¿Que posibilidad de unidad familiar hay si todo se reduce a la llamada relación de pareja, que de por si no es sino el encuentro de dos subjetividades que pretenden realizarse mediante el otro, en medio de las sensibilidades de un apetito instintivo que como mecanismo biológico no llega a la persona como persona, y que incluso usan al hijo -cuando lo tienen- como una forma más de realización de si mismos? Se vive en la misma casa, en el mismo departamento, en el mismo dormitorio, pero no hay auténtica convivencia, vínculo profundo, sino pura sociedad de 'toma y daca', en el corto engaño del embeleco amartelado, que se disuelve tan pronto vos no me das todo lo que yo esperaba.

            En el 25 de Mayo que hoy celebramos ¿de qué patria podemos hablar cuando patria -como dice la palabra misma patria que viene de 'pater', de padre- supone vínculos fraternales, reconocimiento de las mismas raíces, entretejido de sociedades amicales, familias, empresas comunes, identidades regionales ligadas en respeto y aprecio mutuo? ¿cómo llamar patria a una sociedad cada vez más disuelta en meros números, en puros individuos, sin nudos religiosos, sin ligaduras familiares, sin armonías morales, sin lealtades raigales, sin artistas sino los mercenarios de las ideologías disolventes o de las ventas, sin auténtica política encaminada a los valores y al bien común, sino puro partidismo, lucha sectorial por la tajada que pueda dar el poder del Estado, sin servicio, y todo reducido a la economía, que hoy debe someterse a la globalización y que, en aras de la eficiencia, no duda en poner en competencia a todos contra todos, piezas intercambiables y descartables, -sin alma, sin nombre- de la ganancia, la producción y el consumo?

            Quizá las leyes de la economía sean inmisericordes y no haya más remedio que ajustarse a ellas so pena de subdesarrollo y a la postre de mayores males... pero que eso no nos haga olvidar a los argentinos nuestras raíces católicas, nuestra independencia ganada un 25 de Mayo a partir no de la masa informe sino de un grupo de patriotas -eclesiásticos, militares, y civiles- vinculados por los mismos ideales, desde esta ciudad de la santísima Trinidad en el puerto de Santa María de Buenos Aires. Que el fortalecimiento de la verdadera fe, los lazos de las familias católicas y los vínculos de la solidaridad cristiana y la caridad fraterna, paliando las carencias de nuestros hermanos dejados de lado por el sistema, puedan seguir manteniendo como verdadera patria a nuestro país, llevándolo otra vez a hermanarlo en ese gran nosotros que hace a las verdaderas naciones, a imagen de la Trinidad santísima, múltiple en personas, una en el vínculo de amor de su única substancia.

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