Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Jesús dijo a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os hará conocer toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso os digo: Recibirá de lo mío y os lo anunciará»

SERMÓN

           Los argentinos, siempre rápidos para imitar lo malo, cuentan con una de las tasas más grandes de hijos extramatrimoniales del mundo. Se encuentra en ello exactamente en tercera posición: antes, con el 50%, Suecia y con el 47% Dinamarca, países de quienes conocemos sus posiciones liberales en este campo, luego viene con el 45% Argentina, bastante después Francia con el 32%, Estados Unidos con el 31% y Alemania con 15%. En realidad en los tres países mencionados al final ha habido en los últimos años una recuperación bastante notable del sentido de familia y se está volviendo atrás respecto de los excesos de las dos últimas décadas. De todos modos, como Vds. pueden ver, no se trata de un problema de pobreza o riqueza, ya que esta decadencia de las costumbres se da precisamente en países de los que tienen el más alto ingreso per cápita del mundo.

            En cuanto a los pobres hijos, súmenle a esto de la falta de nupcialidad las separaciones, las familias destruidas, los chicos de la calle y otras calamidades, frutos todos de la miseria moral, no de la pobreza material, y se podrá estar seguro de que estamos frente a cifras terriblemente alarmantes para nuestro futuro. Hay que tener en cuenta que más del ochenta y cinco por ciento de la población carcelaria juvenil de nuestro país, de los drogadictos, de los que necesitan tratamiento psiquiátrico y de los homosexuales han nacido o han sido criados en estos medios anómalos.

            Porque, claro, no se trata solo de la educación o la instrucción intelectual y aún ética de los chicos que podría hipotéticamente prestar la escuela. El ser humano no es solo mente, inteligencia. Se trata de su educación afectiva, de sus quereres, de sus necesidades de relación, de cariño, de amor. El ser humano no ha nacido para estar solo y crecer en un repollo, tiene inscripta en su corazón la necesidad vital de amar y ser amado. La mayoría de los fracasos en el camino de la vida se deben más a desórdenes del orden del querer, que a problemas de inteligencia. Es muchísimo más importante educar la voluntad y la afectividad que solo la inteligencia.

            Con el agravante de que para educar la inteligencia basta que haya un maestro inteligente, en cambio para educar el querer es necesario no solo alguien que sepa sino alguien que sepa amar y de hecho ame. Hombres y mujeres probos. Inteligentes o vivos sobran.

            Amén de que esta educación emocional comienza prácticamente desde el vientre de la madre. El niño -en realidad ya el bebe, el infante- es una aspiradora de cariño e intuye aún antes de pensar si es realmente querido, apreciado o no. Y es ese amor o aprecio que recibe de su medio -fundamentalmente de su padre y de su madre- el que va modelando su yo, su personalidad, y lo va formando a su vez como sujeto de afectos.

            Pero es curiosa la observación de los psicólogos y psicoanalistas: es tan importante para la salud psíquica y afectiva del niño tanto el sentirse y saberse querido por los padres, como el que los padres -papá y mamá- se amen entre si. Cualquier desequilibrio en ese mutuo afecto de los progenitores siempre afecta seriamente al chico. Como también es importante que la pareja se abra a los hijos para fortificar los lazos de ella misma. Pareciera que las relaciones de amor no se cierran en el dos sino que se plenifican en el tres.

            Pero no vamos a meternos a psicoanalistas. El asunto es que todas las ciencias humanas están contestes en afirmar que el desarrollo de la persona y su éxito consisten sobre todo no en lo que pueda realizar con su inteligencia, con su arte, con su técnica, con su trabajo, en el orden económico o científico, sino sobre todo y antes que nada en su capacidad de entablar relaciones fructuosas de auténtica amistad con otras personas: con sus padres, con sus hijos, con sus hermanos, con su marido o mujer, ... y, en círculos concéntricos, con sus socios, con sus camaradas, con sus vecinos y compatriotas... No basta la cuenta bancaria ni lo que con ella se puede comprar para realizar al ser humano.

Con lo cual cada vez estamos más cerca de la definición del hombre no tanto como animal 'racional' sino sobre todo como animal 'social'. Por supuesto que es su ser racional lo que lo hace capaz de ser verdaderamente social. El animal aunque se junte con otros no es social, es solo gregario. La sociabilidad deriva de la capacidad de comunicación, de la palabra, de la inteligencia que hace que el amor y la amistad se eleven por encima del campo de la mera conveniencia e ingrese en el plano del convivir. Lamentablemente hay muchos hombres gregarios, más animales que racionales, que por eso jamás serán seres sociales.

            Hete aquí pues que el hombre no podría entenderse fuera de este mundo de relaciones con otros. Ser persona es estar vinculado en el lenguaje y el amor con otras personas. La incapacidad de relacionarse con los demás es sencillamente la incapacidad de ser verdaderamente humano. Y todos sabemos de las desdicha y de la amputación que sufrimos en nuestro yo profundo cuando perdemos un ser querido, cuando alguien a quien queríamos nos abandona, cuando por cualquier motivo quedamos solos y no tenemos a nadie a quien amar ni por quien ser amados.

            Pero esta realidad del hombre, de la persona, hecha de relaciones de yos que se enfrentan a túes y se entreveran en nosotros, no es ajena de ninguna manera al ser de Dios. Esta interpersonalidad de la vida humana y que constituye su máxima riqueza no es sino el pálido reflejo de lo que Dios es en si mismo.

            El mundo bíblico, después de mucho andar, había llegado -seiscientos o quinientos años antes de Cristo- a dejar de identificar a Dios politeistamente con alguna fuerza de la naturaleza o con el ser mismo del universo -tal cual lo conciben panteístamente los falsos monoteísmos orientales-, Israel había arribado a la evidencia de que el universo no era divino, autosuficiente, eterno, sino creado y temporal y que por lo tanto existía un Ser eterno, suficiente e increado que, en la infinitud de su existir, no podía ser sino uno y único. La unicidad trascendente de Dios fue el gran descubrimiento de la metafísica hebrea heredada por el cristianismo.

            Empero, la actuación de Dios en Jesús y la efusión pascual de esa fuerza de amor que se llamó espíritu Santo, más el convencimiento de que en Dios no podía faltar nada de las riquezas que se encontraban en sus criaturas, fue llevando poco a poco a la Iglesia a afirmar -al menos a partir de fines del siglo Il, principio del tercero- que la manifestación de Dios en Cristo y en la vitalidad del espíritu infundido en la Iglesia eran la exteriorización en la historia de algo que Dios vivía ya en su intimidad eterna y única. Es así como ya en el siglo IV aparece enseñado explícitamente que entre todas las riquezas del existir que Dios posee, también está la riqueza de la personalidad relacionada, del juego de la palabra y el amor. Todo lo hermoso, grande y bello que podemos hallar en los amores humanos, en los vínculos de la amistad, del amor de padre a hijos, de hijos a padres, de hermanos entre si, de marido a mujer, todas las amistades y amores entre las personas de todos los tiempos, existen de modo sublimado y perfecto en el interior de Dios como eternas relaciones representadas en el número tres: el yo, el tu, el nosotros, -Padre, Palabra, Amor-, vividos en la absolutamente simple unidad de la pura comunión y convivialidad.

            En realidad estos tres, aún desde el punto de vista conceptual, se definieron precisamente con el término de relaciones: 'relaciones subsistentes' les llama Tomás de Aquino, relaciones consistentes, relaciones que subsisten en la única sustancia de Dios y que de ninguna manera rompen la unidad divina porque, lejos de dividir, cada relación exige su relación opuesta.

            ¿Cómo llamar a estas tres relaciones o relatividades distintas que incluyen sublimadas todas las relaciones y relatividades de nuestro mundo? La teología vaciló en nombrarlas: los griegos, desde San Basilio Magno, las llamaron hipóstasis. 'Tres hipóstasis' -decían- 'una sola esencia'. Los latinos, a partir de Tertuliano, las llamaron personas: 'tres personas, una sola substancia'. Pero todavía San Agustín, dos siglos después, se mostraba disgustado ante este término: decía: persona no es un substantivo relativo, sino absoluto, la gente va a pensar que predicamos a tres dioses. Pero, en fin, como carecemos de vocabulario, pase, llamémosles personas, aunque siga sin gustarme.

            De hecho en nuestros días sigue habiendo teólogos tanto del campo protestante como del católico que se muestran renuentes ante el término persona utilizado para designar a cada uno de los tres. Prefieren la palabra hipóstasis -que, al menos, nadie entiende lo que significa y así no puede equivocarse- o términos aún más raros. Evidentemente, a nivel del lenguaje cotidiano, el término persona crea confusión, puede hacer caer a la gente en el triteísmo. Pero, en esas alturas de la revelación del esplendente ser del Dios manifestado en Jesucristo, ¿quién podrá afinar los instrumentos de nuestro precario lenguaje para designar o describir a Dios? Sigamos hablando de tres personas, sabiendo al mismo tiempo que poco entendemos de lo que en Dios eso significa, y continuemos sosteniendo que lo que importa de esta revelación es afirmar que la unicidad de Dios lleva en su seno la clave de la verdadera personalidad humana. Que la Trinidad revelada mediante Cristo y el Espíritu nos muestra el secreto del auténtico vivir de los hombres: en relación, en solidaridad, en compromiso, en mutuo amor...

            Relacionalidad del vivir humano que puede ser plataforma de lanzamiento para poder también nosotros injertarnos en las relaciones trinitarias. De hecho la vida eterna consistirá en vivir a semejanza del Hijo en relación al Padre y mediante su Espíritu en amistad y comunión vital con los tres y con todos los que lleguen al cielo.

            Mientras tanto, por más solo que el hombre se encuentre en esta vida, si mediante la fe en Jesús entra en relación con la vida trinitaria, rompe la soledad, se une a los suyos y es capaz de experimentar desde ya la felicidad del vivir en el amor; amando y siendo amado.

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