1999- Ciclo A
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP, 30-05-99)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
SERMÓN
Hay ingenuos que piensan que porque se desplomó el régimen comunista de la Unión Soviética y se cayó el muro de Berlín el marxismo también ha sido superado. Algo de eso postulaba Francis Fukuyama, desde su estricto liberalismo, en su tan divulgado libro "El fin de la historia y el último hombre", publicado en la Argentina en Mayo del 92.
Es el error común de los que identifican marxismo con comunismo, desconociendo que el comunismo no es más que un sistema social -utópico y que nunca funcionó- soñado ya en la antigüedad por Antístenes, Diógenes y Platón y resucitado de vez en cuando por utopistas como Campanella y Tomás Moro y más recientemente por Babeuf, Owen, Saint-Simon, Fourier y tantos otros de cuyas teorías usó el marxismo para cumplir una de sus etapas revolucionarias.
Tanto es así que un marxista de la talla del argentino Juan José Sebreli, excelente pensador, adversario inteligente con el cual vale la pena cruzar aceros -en una época que frente al cristianismo no se opone sino la necedad y la estupidez- sostiene, en su libro "El asedio a la modernidad", que la caída del comunismo está perfectamente prevista por la teoría marxista ortodoxa y no es sino un paso más de las tesis y antítesis que van pergeñando la realidad en revolución permanente.
Es sabido, por otro lado, que desde hace mucho, el marxismo, en la vertiente del italiano Gramsci, más intenta prenderse al mundo de las ideas y de la cultura que a lo puramente económico o político. Baste darnos una vuelta por los laboratorios ministeriales y universitarios de la educación, el arte, la literatura, el cine y la televisión para ver en el agua de qué ideas se van sumergiendo los pobres e indefensos cerebros de nuestros coetáneos y, sobre todo, de nuestra juventud.
Es que el marxismo es en si mismo no una escuela económica sino una teoría estrictamente filosófica que, basada en la dialéctica del Espíritu Absoluto de Hegel, la transporta a la realidad material. El ser, a la manera de Heráclito, sostiene Marx, no es estático, es movimiento, y movimiento producido por contradicciones: afirmación, negación de lo afirmado, síntesis de ambas; síntesis que se transforma en nueva afirmación, ulterior negación, y así siguiendo... La destrucción de lo anterior es condición de la nueva afirmación y requisito indispensable del movimiento de la historia, sin el cual movimiento, la historia y por lo tanto el ser, el existir, desaparecerían... En el fondo es una metafísica de la identificación del ser y de la nada, de allí que siempre haya de avanzar en los hechos por la destrucción revolucionaria de sociedades, o de valores, o de convicciones. Por eso, para un verdadero marxista como Sebreli, la catástrofe del comunismo no es sino condición necesaria de la aparición de una nueva tesis y su posterior antítesis, en este movimiento cataclísmico que fecunda la historia, a la manera del sangriento y aniquilador Siva, especie de Parca oscura y negativa de la Trimurti hindú.
Pero no hay que olvidar que esta flexión triple de la existencia plasmada en tesis, antítesis y síntesis, Marx se la debe al alemán Jorge Guillermo Federico Hegel, muerto en 1831, uno de los grandes progenitores del pensamiento contemporáneo.
Hegel sostenía que el la Idea, el Espíritu absoluto -fondo de toda la realidad tanto divina como mundana- solo es capaz de realizarse en la autoconciencia deflagrada por la presencia del Otro, de tal manera que, para ser diferenciado, debe necesariamente establecer la antítesis de lo otro. Lo otro, el objeto, sería la condición del ser sujeto. O, como ya había dicho Fichte, el no yo, el 'nicht-ich' es lo que me hace tomar conciencia de mi yo o 'yoidad' -'ichheit'-. Es así que el Espíritu Absoluto evoluciona transformándose en yo divino cuando se planta como tesis frente al no yo de la creación, de la naturaleza, en donde, al surgir la conciencia del hombre, en ésta, puede reconocerse finalmente como un yo frente a una alteridad, un no yo, que le hace de antítesis. Pero esta dicotomía entre sujeto y objeto, entre yo y tu, entre tesis y antítesis, debe ser superada por la síntesis que, en Hegel, es producida por lo que llama el Espíritu. El espíritu retorna de alguna absoluto diferenciado, personalizado.manera a la unidad del absoluto, pero ahora, de alguna manera,
En realidad, Hegel no era estrictamente original en este planteo que está en la raíz del pensamiento contemporáneo. Hay que recordar que, en su juventud, Hegel se había preparado durante cinco años como pastor en el seminario protestante de Tubinga donde fue compañero de Hölderlin y de Schelling y estudió teología. Aunque tan pronto terminó estos estudios renunció a la carrera y a la fe.
Sin embargo es en sus lecturas sobre la Trinidad donde Hegel encontró las principales intuiciones de su sistema: "El Hijo no es sino el no-yo, la antítesis del Padre; el Espíritu Santo la síntesis", estudiaba en sus tratados escritos por protestantes liberales. Ésto Hegel lo proyectará panteísticamente al universo: el Hijo ahora será el mundo, manifestación, despliegue del Espíritu Absoluto, y, especialmente El Hombre, la conciencia del mundo. Jesucristo apenas será el primer hombre que se da cuenta de que forma parte de la naturaleza divina de ese Espíritu, la autoconciencia de Dios, capaz de ponerlo como un objeto frente a un sujeto. Pero en realidad todo ser humano ha de tomar conciencia del fondo divino de su ser, a la manera de Jesucristo, y vencer la dialéctica del creerse frente al yo de Dios y al yo de los demás, en la síntesis del Espíritu -remedo del Espíritu Santo-, síntesis representada por el Estado -Hegel está en el origen de la fundación del estado moderno- , y luego, dirá Marx, por lo social.
Algo pues había captado Hegel del misterio trinitario, pero lamentablemente en la heterodoxia protestante e iluminista que imperaba en su seminario y que desembocaba directamente en el panteísmo.
La verdadera doctrina trinitaria, ese saber de Dios que la Iglesia alcanza hacia el siglo IV después de Cristo en la contemplación inspirada de los acontecimientos de la Pascua -en el protagonismo de Dios el Padre, de Jesús el Hijo y de la efusión de gracia del Espíritu- es mucho más sutil y bello que la gnosis hegeliana.
La Trinidad no es estrictamente un desplegarse que Dios necesitaría para realizarse, haciendo del otro mera proyección del yo, función de mi mismo, campo de realización de mi ego. En Dios no existe el antes y el después, no hay previa una Primera Persona que, para 'realizarse', ha de producir una Segunda frente a él y luego una Tercera para completar el nosotros -como esas parejitas unidas para realizarse por un papel o una ceremonia seguida de fiesta, pseudomatrimonios que después de un tiempo, un día cualquiera, para realizarse más aún dicen 'vamos a tener un hijo' ¡pobre hijo nacido de este egoísmo compartido!- En el único Dios hay, desde la eternidad y simultáneamente, un convivir de tres polos llamados por la teología, más o menos adecuadamente, 'personas' o 'hipóstasis', que no se afirman a si mismos en el dominio sobre las otras, sino al revés son puro darse o regalarse en pérdida de si. Más que tres yo, podríamos decir, en Dios hay tres tu o, en todo caso, un unicísimo nosotros. Por eso es siempre el mismísimo Dios el que nos habla y no una u otra de las personas de la Trinidad. El desconocimiento de esta verdad hace que a veces los cristianos, en la práctica, actúen como si hubiera tres dioses, cuanto mucho iguales, y no el uno y mismísimo Dios creador.
Para expresar más profundamente estas verdades, desde San Basilio, pero, sobre todo, desde San Agustín, la Iglesia utilizó la categoría relación: las tres hipóstasis de la Trinidad -dicen- no son tres individuos o tres cosas o tres naturalezas -lo cual destruiría la unidad divina-- sino tres relaciones, relaciones distintas, pero puras relaciones. Por ejemplo: entre dos personas humanas amigas hay una doble relación de amistad, la de la amistad que va de un amigo al otro, y la de la que va de éste a aquel. Tenemos pues dos seres humanos y dos relaciones. Pero, entre las llamadas personas o hipóstasis trinitarias, habría que descartar totalmente lo de los dos seres, lo único que habría son las relaciones. O, en una familia: entre el padre, Juan, y el hijo, Pedro, también hay dos relaciones: la que va del padre al hijo, la paternidad y la que va del hijo al padre, la filiación. ¡Pero también existen bien concretos y separados Juan y Pedro! Pues bien, en ese mismo vocabulario, en Dios no existiría un Padre, Juan, que tuviera relación de paternidad con el Hijo, y un Hijo, Pedro, que tuviera relación de filiación con el Padre, sino que el Padre es pura y exclusivamente la relación de paternidad, sin Juan, y el hijo pura y exclusivamente la relación de filiación, sin Pedro, ambas identificadas con la misma esencia, con el mismo ser.
Quizá conceptos difíciles de entender pero que nos acercan a la luz de lo que constituye la personalidad divina en cada uno de los tres llamados Padre, Verbo o Hijo y Espíritu Santo. Cada uno no existe de por si sino que es pura relación a los otros dos. El Padre no es sino relación al Hijo y al Espíritu Santo, lo cual, traducido, podría decirse: el Padre no existe en si, es pura afirmación del Hijo y del Espíritu Santo; a su vez tampoco el Hijo existe en sí sino que es afirmación del Padre y del Espíritu; y, finalmente, tampoco el Espíritu Santo es en si mismo sino relación, afirmación del Padre y del Hijo. ¿Ven? Aquí no hay el menor indicio de una ruptura de la inconmovible simplicidad y unidad divinas.
¿Qué importancia tiene esto para nosotros? ¿qué nos interesan esas cosas difíciles, Padre, con las cuales nos está aburriendo y no entendemos nada? Lamento, pero es la sola vez que en la Misa oirán algo sobre el dogma de la Trinidad durante el año.
Y si que interesan. Por ejemplo, para entender la total libertad de la creación, realizada pura y exclusivamente por gratuito amor: Dios, para realizarse, no necesita desplegarse en ella o afirmar su personalidad en nosotros sino que eternamente, totalmente hecho y realizado, vive la riqueza maravillosa de su plenitud trinitaria.
O, también por ejemplo, para penetrar el misterio de la cruz, precisamente el acontecimiento en donde mejor se ha revelado el misterio Trinitario. Es en la cruz donde la conciencia humana de Jesús resucita y asciende definitiva y plenamente a lo divino, justamente porque allí se consuma la consonancia plena de esa conciencia con la posición de la segunda persona en la Trinidad. Pura relación filial al Padre, aceptando totalmente, en pérdida absoluta y abnegada de su ego, su paterna voluntad, y pura relación de amor a Él y a nosotros en la entrega de su espíritu, en su expirar... ¡a imagen de la relación del Hijo con el Padre y con el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad!
Y -si esto resulta todavía difícil de entender- a un nivel más pedestre, digamos que esto de ser personas perdiéndose a si mismos en la afirmación, en la relación, de los demás, es el núcleo del mensaje mismo del evangelio, contrapuesto a la del mundo moderno, al de la filosofía hegeliana, iluminista, protestante, en donde el otro siempre está en función de mi yo, el tu siempre para afirmar mi ego. La verdadera personalidad, a semejanza de la de las hipóstasis trinitarias, pone, al revés, el ego siempre en función del nosotros, de los demás, en relación de amor y de servicio. A un mundo programado en la filosofía hegeliana, liberal y racionalista del 'realizate', 'viví tu vida', 'date abundante tiempo para vos', 'salvá tu ego' y 'no te matés por los demás', 'ni por tus hijos, ni por tu mujer, ni por tus amigos, ni por tus feligreses'... el misterio trinitario, traducido en evangelio, dice que la única manera de realizarte es perdiéndote, dándote, jugándote, haciéndote relación a los demás... "Aquel que quiera conservar su vida la perderá, aquel que la arriesgue, en amor y servicio, en valentía y coraje, por amor a mi y a los demás, ese la encontrará."
A la terrible dialéctica idealista de un Hegel o materialista de un Marx que pasa por la destrucción del tu y por eso finalmente del yo, por la pérdida del sujeto y del objeto, en la voracidad del querer afirmarse cada uno aniquilando al otro y en la falsa síntesis que transforma a todos en el vosotros anónimo y despersonalizante de lo social o del estado, el misterio luminoso de la Trinidad propone una realización personal que respeta las identidades, las despliega en amor y servicio mutuo, y las fortifica en el nosotros de la verdadera familiaridad y comunidad.
Es de la belleza infinita del existir trinitario de donde fluyen, como pálidas manifestaciones, todas esas relaciones de verdadero amor, de amistad, de cariño, de enriquecimiento mutuo que constituyen lo más rico de la vida de los hombres, verdaderamente personalizados en la caridad y no en la masificación social que ha producido en nuestro tiempo, con la pérdida de la personalidad y de la solidaridad, el mundo fecundado perversamente por Hegel y por Marx.
El mandato de Cristo, "id y bautizad a todo el mundo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", quiere decir, pues, mucho más que echarles agua recitando esa fórmula: es tratar de imbricarlos -a la manera de la humanidad de Cristo- en una vida que sea toda 'ser dichos por el Padre', en plena aceptación de su palabra y su querer -al par de la Santísima Virgen María-, y toda, a la vez, regalo de amor y de servicio, expiración, a Dios y a los demás. De modo que lenta, progresivamente, vayamos creciendo como auténticas personas en el vivir trinitario y nos transformemos, finalmente, en vendaval de amor y de eterno convivir, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.