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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

26º Domingo durante el año
(GEP 1993)

Lectura del santo Evangelio según san Mt 21,28-32
«Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar en la viña" Y él respondió: "No quiero", pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: "Voy, Señor", y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.

Sermón

        Sabido es que el ser humano es totalmente incapaz de ponerse en contacto mental directo con su prójimo. La única subjetividad de la cual tiene percepción directa es la propia. Con el resto de los seres, aún de aquellos muy afines y muy queridos, no puede ponerse en contacto sino mediante gestos, señales y, sobre todo, por medio de la palabra. La palabra es siempre la gran mediadora entre lo que yo pienso y siento y los demás, entre mi interior y el interior del otro. Si yo no tuviera un cuerpo capaz de emitir sonidos y realizar movimientos gestuales, estaría perfectamente incomunicado con mi prójimo. Hablar, oir; ver, ser visto; son condiciones de mi comunicación con los demás.

Es esta mediación necesaria del gesto y la palabra la que hace también que el ser humano sea capaz de ocultar su interior, disfrazar sus pensamientos, expresar una interioridad que no tiene. Es el gran recurso de los actores que, por medio de la voz y la acción, representan personajes que no son ellos. Y tanto mejores actores serán cuanto más parecen identificarse con el personaje que protagonizan. El espectador pierde de vista la personalidad del intérprete y se encuentra con el personaje, que es capaz de hacerlo reír y llorar de acuerdo al papel, sin que el interior del que actúa lo haga.

Esto, que es excelente en las tablas, en el escenario, se hace odioso en la vida de todos los días. El término griego para designar al actor de teatro, hypocritès, en el devenir cotidiano se hace peyorativo, defecto, vicio especialmente repugnante. El que dice una cosa, o actúa cuando lo ven de una manera, y piensa, siente por adentro diversamente, o procede de otro modo cuando no lo ven, es un hipócrita -decimos- un falso, un farsante, un fingido. De eso saben bastante los políticos.

Cuando ver y oír, ser visto y ser oído ya no sirve para que los hombres se comuniquen límpidamente los unos con los otros, cuando se enturbian estas mediaciones de modo que ya no existe transparencia y, tanto en la familia como en la sociedad, nadie sabe lo que está pasando en el interior del otro, se va perdiendo poco a poco la comunicación, la comunidad, la comunión, el hombre cada vez se siente más solo, aislado, separado y, finalmente, desaparece todo vínculo, toda posibilidad de convivir. No solo porque ya no puedo creer en lo que me expresa o dice el otro, sino porque se que, en la desconfianza mutua, tampoco él me creerá a mi, lo que, como en feedback, retroalimentación, me hará ser, a mi vez, cada vez menos sincero, más cuidadoso...

Entre lo que soy y lo que aparento se va abriendo un hiato proporcional a la distancia entre lo que son y aparentan los demás. La vida social se transforma en un juego escénico de personajes hablantes pero de personas mudas. La vida familiar, donde es más difícil aparentar, cuando ya se hace imposible actuar más, se convierte en un monólogo de silencios, un convivir de soledades, cuando no un estar juntos de desconocidos o de indiferencias, en donde los gestos de convivencia, cuando subsisten, se han mudado ya en rutinas vacías de sentido, en gestos hueros, en muecas y monosílabos vacantes.

De allí -aunque parezca que esta o aquella mentirita no sean importantes- la malicia extrema de la mentira, en la moral natural y en la cristiana. La perversión del único instrumento que tiene el hombre para conocer y amarse mutuamente, como personas.

Habituarse a decir cosas que uno no piensa o siente, o actuar hipócritamente -salvo las buenas maneras elementales de lo social- puede desviarnos rápidamente a caminos de soledad e incomunicación terribles y hasta patológicos. Patológicos en el sentido de que son capaces, nuestros comportamientos y expresiones externas, de crear una falsa personalidad que, a lo mejor aplaudida o al menos tolerada por los demás, oculte poco a poco a la nuestra, hasta para nosotros mismos. Como sucede a algunos actores, que de tanto protagonizarlo terminan casi por identificarse con su personaje, nos habituamos al papel que representamos, creemos ser lo que no somos, y nos olvidamos de todo lo que tendríamos que hacer para corregir nuestra persona real. Vivimos de tal manera la fachada que nos olvidamos que el interior de la casa es una ruina. Eso, tarde o temprano, termina mal: la fachada también se viene a abajo, o se acaba el autoengaño y finalmente nos encontramos con el que realmente somos y nunca hemos tratado de mejorar porque no nos fijábamos en él.

Pero, al mismo tiempo que nuestro exterior, nuestro decir, no refleja fidedignamente lo que somos, al mismo tiempo nuestro oír, deforma lo que dicen los demás, porque de algún modo filtra mendazmente, de acuerdo al personaje figurado que pretendemos ser, lo que escuchamos. La hipocresía produce el curioso efecto en el hipócrita de impedirle escuchar en serio al otro, entenderlo, oírlo. El hipócrita no solo no dice lo que piensa, sino que es incapaz de comprender verdaderamente lo que nosotros le decimos.

Lo mismo sucede en nuestras relaciones con Dios. Tampoco con Dios podemos relacionarnos telepáticamente. El nos habla a través de mediaciones visibles, audibles: su palabra en la Escritura, los acontecimientos, los que tienen la misión de transmitirnos su mensaje, los gestos sacros de los rituales, los sacramentos... No nos manda ángeles que nos inspiren ideas: nos pone frente a un profeta, a un santo, a un libro, a una enseñanza de la Iglesia.

Y, nosotros mismos, también expresamos nuestra amistad con Él mediante gestos, mediante palabras: nos arrodillamos, cerramos los ojos, inclinamos la cabeza, juntamos las manos, recitamos el Padre Nuestro, el Rosario, los salmos, las oraciones de la Misa. Y, si no las expresamos siempre en palabras exteriores, es porque sabemos que El es el único capaz de leer sin tapujos nuestra interioridad. Aún así es muy difícil para nosotros orar en serio sin adoptar al menos una posición exterior de respeto, sin imaginar palabras, situaciones...

De tal modo que también con Dios sucede que nuestras relaciones pasen, como con nuestro prójimo humano, por el ver - ser visto, y el hablar - oír.

La antigua expresión de Samuel frente a Dios: "Habla Señor, que tu siervo escucha"

La profesión de fe del antiguo testamento, y que los judíos practicantes han de decir aún ahora dos veces por día, como ciertamente lo hacía Jesús cotidianamente, es la famosa "Shemá": "Shemá Israel"; "Escucha Israel", y continuaba: "Yavé es tu único Dios y amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espírit u..."

Para el AT Israel es precisamente el pueblo al cual Dios ha dirigido su palabra, se ha revelado, le ha hablado. De allí que la actitud de los judíos habrá de ser precisamente oírlo , escucharlo, y, su gran pecado, el prestarle oídos sordos, no hacerle caso, no mirar hacia él. Oseas , Jeremías , Ezequiel , protestan porque Israel no ha escuchado ni quiere escuchar la voz de Dios. Por eso llegará el momento del juicio, anuncia Isaías, llegará el día en que el mismo Dios entonces no escuchará a Israel y ellos quedarán insensibles frente a su revelación; serán endurecidos, para "que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan".

Pero es claro que la definitiva palabra de Dios al hombre es dicha cuando aquella que es la expresión total de su intimidad, su Palabra, el Verbo, se hace hombre en Jesús, se hace visible y audible en el hijo de María.

Y también entonces la actitud de respuesta frente a él será la de ver y oír. "Felices los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen". Porque, aquí, ya, oír no es simplemente el acto fisiológico de la excitación de nuestros centros auditivos, es el oír que me lleva a la aceptación, a la comunicación, al ponerme en contacto con aquel que me habla. Cuando Dios nos habla en Jesús no solo nos dice cosas, no solo nos instruye, nos enseña, sino que nos descubre su interioridad, se descubre a si mismo, patentemente, límpidamente, para que podamos entrar en relación de projimidad con él, de amistad, de amor.

"Este es mi hijo muy querido en quien tengo puesta mi predilección. Escuchadlo"

Pero así como puedo hablar hipócritamente, sin expresar lo que realmente pienso o siento, y aún creer que soy sincero porque me he acostumbrado a mi personaje ficticio, así puedo acostumbrarme a escuchar sin entrar realmente en relación con quien me habla -en este caso Dios- e interesarme, a lo mejor, por lo que me dice, pero sin interiorizar esa palabra, sin hacerla mía. La misma distancia que hay entre mi y mi actuación se vuelca a la que hay entre lo que oye y mira mi personaje y lo que entiende y ve mi persona.

"Felices los que escuchan la palabra de Dios, y la practican", finalmente ha de decir Dios. Porque el oír puede falsearse, quedarse en un puro escuchar sin entender, un mirar sin ver. Oír impersonalmente, como si fuera una noticia, una enseñanza anónima y no una palabra que se me dice a mi. Por eso el evangelio hace que el seguir a Jesús no sea simplemente un oírlo, sino un oírlo a Él, un oír delante de él, mirándolo, en-tendiéndolo. Para expresar esta actitud el griego, a la palabra oir, "akúo", le añade una preposición, "eis" o "ep", que significa dirección y hace significar al término "escuchar atentamente" (1) . Lo mismo que en latín: al verbo "audire" (de allí audición, audiencia) se le añade la preposición intensiva, personalizante "ob" y se forma en el término "Ob-audire". De donde viene nuestro castellano "ob-edecer". La obediencia es así una audición, una audiencia, un oír, personalizado, interiorizado.

Por eso ser cristiano es antes que nada, para San Pablo, "obedecer - hypacùo , obedire- a Cristo". No en el sentido algo peyorativo que tiene hoy la palabra, como de una imposición de la autoridad, sino en el de ese oír personal, en el cual me encuentro no con una imposición, una orden, un decir que se queda en el filtro de mi personalidad ficticia, exterior, sino con una relación personal de amistad, de fraternidad, que por supuesto me compromete, me lleva a actuar bien, y me impulsa a las obras, pero que antes que nada es un vínculo personal e íntimo con Jesús, con su palabra.(2)

A eso apunta el evangelio de hoy. El hermano segundo es el que ha perdido la transparencia de sus relaciones con el padre. Representa a los judíos, a lo mejor cumplidores de la ley, pero que han transformado sus gestos y sus palabras en rutinas carentes de sentido, quizá sin verdadera comunicación con Dios: mantienen las formas, pero han perdido la interioridad, están convencidos de que cumplen porque todo el mundo admira sus gestos exteriores, sus ritos, sus oraciones. Jesús exagera el hiato entre la palabra y las obras, para llamarnos la atención: "dice sí" y después "no va". Pero, en realidad, quizá, este segundo hermano haya contestado que sí sinceramente al padre; está acostumbrado a hacerlo, por lo menos de boca para afuera, o con gestos rituales, rutinarios; no sabe que su verdadero yo ya no responde a esa realidad que expresa o aparenta. No se da cuenta de que su yo real ha dejado de oir realmente la voz paterna.

En el original griego la cosa se hace más expresiva porque, para responder que va a la viña: "Voy, Señor", lo que dice literalmente es "egó, kyrie" "ego, señor", "yo, señor". No usa el verbo ir, señala a su persona: egò . Está convencido que responde con toda ella: "aquí estoy"; " egò "; "yo". En realidad hasta cree que irá, está perdidamente engañado respecto de si mismo; no es que le mienta al padre.

El que ha respondido en cambio "no quiero", no se engaña: reconoce que "no quiere" y se lo dice al padre en la cara. Aunque maleducado, es transparente.

Del segundo se dice: "Egò kyrie" y luego "no fue". Del primero no se dice que dijo "No quiero" y luego " fue". Sino que, después de decir "no quiero", sin mentirse a si mismo ni a su padre, después se arrepintió, y entonces fue.

El evangelio de hoy, pues, no es simplemente la contraposición entre "el que dice que va y no va" y "el que dice que no va y va" -sería una parábola tonta-. Es el contraste trágico, entre e l q u e se engaña a si mismo, el que porque dice las frases convenientes y tiene las buenas maneras que corresponden se cree bueno y honorable -no hay que olvidar que Jesús en este discurso está hablando, en el templo, a los sumos sacerdotes y a los senadores- pero, en el fondo, no oye realmente, no escucha, se hace incapaz de "ob-edecer" al decir de Dios, que lo obliga a mucho más que a palabras y gestos exteriores: lo provoca a la amistad, al amor, a la entrega, a la bondad, a la compasión... pero, precisamente porque se cree bueno, no puede oír, ni arrepentirse, ni convertirse... y e l q u e, sabiéndose pecador -"los publicanos y las prostitutas", les dice Jesús, para chocar, a los sumos Sacerdotes-, reconociéndose desobediente, no engañado sobre si mismo, puede todavía arrepentirse y creer, mirar y ver, oír y obedecer.

(1)O utiliza el intensivo hupakùo .

(2) También la palabra ob-servancia , viene de mirar, de ver con atención. "Es una religiosa observante" decimos cuando la vemos cumplidora, entregada. No es de las que miran sin ver, es de las que miran ob-servando, viendo adentro, comprometiéndose. (Oír obedeciendo, mirar observando).

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